Pocas son las alegrías que me motivan a
escribir; suelo atribuir este impulso a aquello que me intriga, me preocupa
o me entristece. Pero hoy es diferente. Mientras
gesto internamente varios procesos importantes, veo en las calles de mi pueblo un
sinnúmero de manifestaciones para todos los sentidos: colores, sonidos, sabores
y aromas reunidos en una avalancha perceptible sólo en esta ciudad
y en esta época del año. Y aunque la mayoría de ellas son viejas conocidas para
mí, vuelven a asombrarme como lo hicieron la primera vez hace ya
bastantes años, pues siguen evidenciando la entrega apasionada de mi gente
hacia sus convicciones. Sin embargo, esto va más allá de la fe, porque al final se hace poco relevante el hecho de compartir o no las creencias que fundamentan este
fenómeno religioso, social y cultural. Aquí casi todos, creyentes y no creyentes, nos
vemos hermanados en la tradición.
Semana Santa en La Antigua Guatemala es el observatorio
de la vida en la ciudad; cita anual para el reencuentro de viejas amistades,
amores, y remembranzas de tiempos lejanos. Y es también el cierre del calendario
local, pues para muchos se trata de la meta que pone fin a un año de planes,
esfuerzos, pérdidas y alegrías. Como
ejemplo, menciono a los muchos paisanos emigrados que vienen desde cualquier
lugar del planeta para hacerse presentes en estos días y así saldar la deuda
con la impronta del terruño; irrompible cordón umbilical que llevamos los antigüeños
a todo lugar que vamos. Y no es para
menos, tratándose de un Patrimonio Intangible de la Nación, en la Ciudad
Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO.
Enhorabuena para los que, como yo, están aquí y ahora. ¡Vamos Señores!