El
abordaje de la vía aérea ha sido siempre una maniobra de gran apoyo para alcanzar
la sobrevida de un buen porcentaje pacientes críticos. Veinte siglos antes de nuestra era ya existía
el concepto. Tanto en casos de obstrucción por cuerpo extraño, deformidad o
heridas de guerra, los médicos de Egipto, India y Roma estaban familiarizados
con esta práctica.
En siglo XVI de nuestra era, los documentos
médicos describían dicha maniobra como un “procedimiento escandaloso digno de un
carnicero”, hasta que André Vesalius experimentó el abordaje traqueal a los
cerdos como un primer intento, y después Trosseau documentó más de doscientas
vidas salvadas por traqueostomía en la epidemia de difteria que afectó a Francia a mitad del
siglo XIX. El mayor desarrollo vino con las grandes guerras del siglo pasado, y
en los años cuarenta Macintosh y Miller patentaron el laringoscopio moderno. Desde
entonces, el acceso a la vía aérea y la respiración asistida han sido un pilar en el manejo de pacientes críticos, y han adquirido una importancia cardinal en la situación
actual.
La progresión natural de la
enfermedad en algunos pacientes hace que un número importante de casos no salga
adelante a pesar contar con todos los medicamentos, equipos médicos,
instalaciones y a pesar de estar en manos de personal capacitado, recurso indispensable y el más faltante de
todos.
Así,
las mediciones anatómicas de la laringe y la tráquea para colocar el tubo más adecuado,
la conexión al ventilador, los cálculos de volúmenes de oxígeno, el drenaje de
flemas y demás secreciones respiratorias, o los análisis para detectar posibles
infecciones, que en otros contextos son expectativa de vida, van engordando una
bola de nieve que resulta casi imposible evadir según progresa la enfermedad. La intubación y la respiración asistida dejan
de ser una expectativa de vida y parecen convertirse en una premonición inexorable
de muerte. Es remotamente probable que
un paciente que “cae” en ventilación mecánica por coronavirus logre
desconectarse. El daño pulmonar producido en primera instancia por el virus,
luego por la descarga inflamatoria que genera, y por último, debido a las
múltiples infecciones que se adquieren en el área de cuidado crítico, así como
por los fenómenos trombóticos, hemorrágicos, digestivos y cualquier cantidad de
complicaciones, hacen dudar a la hora de decidir si intubar o no al paciente para conectarlo al
ventilador.
¿Hay que dejarlo ir a la primera? ¿Es sensato invertir tiempo, recursos y energía en
una causa 99 por ciento perdida? ¿Vale la pena limitar los cuidados del
paciente al último afeite y al recorte de pelo, o someterlo a una lucha probablemente
infructuosa que solo provocará mayores complicaciones hasta recibir, a cambio del
pariente que se dejó en la emergencia del hospital, un cadáver irreconocible?
El tubo orotraqueal, otras veces considerado un
mástil para aferrarse la vida, parece erguirse como un tiro de gracia a un
enfermo desahuciado.