Nunca he podido dedicarme a un solo
libro a la vez; casi siempre tengo como plato fuerte una novela
mediana o larga —mayor de 300 páginas—, al tiempo que voy picoteando un par de
ensayos, dos poemarios y varias revistas electrónicas. Una novela
tiene un solo eje que vertebra el argumento, y aunque la abandone y luego la
retome, siempre logro orientarme sobre lo que sucedía en la última
lectura. Los poemas y las revistas no dan problema porque suelen ser
textos cortos —aunque hay poemas de dos párrafos capaces de enredarnos
una noche entera—. Y los ensayos suelen ser textos fríos que van más
a la mente que al corazón, por lo que permiten ir y venir sin remordimiento.
A
pesar ser un lector tan promiscuo, cuando leo relatos me dedico a un solo
libro. A ellos no puedo combinarlos con otros congéneres, ni
siquiera dos relatos del mismo autor a la vez.
No
creo que piezas memorables como La Nieve, El Retorno, Carnet de Baile o
el célebre Últimos atardeceres en la tierra puedan leerse de
corrido, y al final de una tarde de lectura uno haya captado la esencia de
Bolaño como cuentista. Lo mismo me pasa con Raymond
Carver: después de algo tan contundente como Una cosa más, no
podría volver por otro golpe en la quijada. Tampoco puede pasarse
por alto el nudo que genera el mejor Gabo en Solo vine a hablar por
teléfono. La lista podría continuar con Quiroga, Hemingway,
Cortázar, Julio Ramón Ribeyro o Juan José Arreola, llegando hasta la actualidad
con Samanta Schweblin, Etgar Keret o Alejandro Zambra. Todos ellos,
conocedores de la técnica, saben helar al lector o dejarlo con ganas de
más. Y cualquiera de estos dos efectos merece paladearse por algunas
horas, cuando menos.
Por
eso me asombran algunos que dicen: “anoche me leí los cuentos completos de
Fulano”. Me pregunto si les habrá quedado algo, talvez una vaga idea de lo
leído, sin poder recordar a fondo ni uno solo.
Los
cuentos deben leerse de uno en uno, y en caso extremo, uno en la mañana y otro
en la noche. No más. Ellos funcionan de un modo
distinto a otros géneros literarios. Cuando están bien escritos, brindan un
placer sui géneris; luego requieren de un tiempo muerto
para recuperarse e ir por más.