jueves, 1 de diciembre de 2022

La noche triste

 

Siempre tuve una relación cercana con los periódicos.  Aun sin saber leer, mi abuelo me hacía pasar las páginas de La hora viendo fotos y contando cuantas veces encontraba cada vocal en cada párrafo mientras él repetía en voz baja las letanías del rosario; vocales que él me había enseñado para no interrumpirlo.  Después, con su rosario cumplido y con mis vocales contadas, podíamos subir con tranquilidad al palo de limón o de mandarina y bajar las necesarias para llenar un canasto.  

            Mis años de universidad también fueron muy de diarios.   Recuerdo cómo, con Edwin Toloza de Colombia o con Gregorio Quintana de Venezuela, rescatábamos el último Orbe o el Juventud rebelde que se vendía en el kiosko, y que luego el mismo ejemplar iba de mano en mano para ver noticias internacionales, columnas de opinión, quejas de barrios de La Habana que jamás conoceríamos, además de las estadísticas del béisbol nacional y la programación semanal de televisión que se publicaba cada domingo.  

            Al terminar esa etapa, con el dolor de dejar atrás esa vida luminosa, volvía al país con un título bajo el brazo pero el corazón destrozado: sin amigos, sin pareja, sin dinero y seguro de no volver a conectar nunca más con la gente que fue mi familia por tantos años.

            Debió ser en la última escala, entre Panamá y Guatemala, que vi, en la rendija revistera del avión que queda frente a las rodillas, un diario guatemalteco, algo que no había visto en mucho tiempo.   Lo hojeé y en el suplemento central había una nota sobre José Saramago, a quien yo había visto en La Habana Vieja meses atrás, y una reseña de Contra el fanatismo de Amos Oz.   No conocía a ese medio, Elperiódico, aunque tampoco sabía mucho de esas cosas, pero en cuanto me instalé y tuve algún dinero, pagué mi suscripción, que he mantenido desde entonces, incluso estando fuera del país, y que durante más de quince años llegó cada mañana a la puerta de la casa de mi abuelo, hasta ayer. 

            La cruzada de silencio y represión vigente en el país resulta más exitosa cada vez, exiliando o encarcelando a quienes le incomodan, y eliminando a cualquiera que haga ruido en su contra.  Elperiódico ha sido la última víctima.  La noche del martes 29 de noviembre de 2022 pasará a la historia como la última vez que los talleres donde se imprimía Elpe se llenaron de ruido de máquinas y de olor a tinta caliente.   Desde hoy, 1 de diciembre, la edición impresa ha desaparecido, y solo quedará la electrónica, como si el pdf pudiera acompañar los cafés antes de ir al trabajo, llenar las tardes de domingo, o sirviera para proteger adornos de cerámica para una mudanza o envolver el pescado que se compra en el mercado.

En noviembre 2021 sucedió igual con La hora, el vespertino que me enseñó a leer antes de entrar a la escuela. Después de 101 años circulando, desapareció en papel, y hoy ni siquiera existe en pdf, solo se puede consultar en su página web. 

Un país sin prensa es menos país: es como una aldea a cargo de un capataz escoltado por sus pistoleros.  Aunque ahora mismo no se note, ir quedándonos sin parques para pasear, sin banquetas para caminar y sin diarios para leer, resulta, por lo menos, triste.