Cada día veo en mi consulta más personas que acuden a descartar Diabetes, Hipertensión Arterial o problemas del Colesterol. Después de examinarlos y ver los resultados de los exámenes de laboratorio, todos lucen asombrados cuando les confirmo cualquiera de esas enfermedades, y se preguntan por qué las padecen, si dicen cuidarse, no comer grasa y, esporádicamente, hacer ejercicio. Ante la explosión masiva de estos males me pregunto: ¿Será la responsabilidad exclusiva del individuo o hay algo más detrás del asunto?
Hace algunos miles de años –poco tiempo en el proceso evolutivo—, los seres humanos eran nómadas, y basaban su alimentación en carnes producto de la caza y la pesca, así como en la recolección de vegetales y semillas. Esta dieta era rica en ciertos elementos como el potasio y muy baja en sodio, por lo que el organismo –el riñón específicamente– estaba, y sigue estando programado para conservar mucho sodio –responsable directo en la elevación de la presión arterial–, y excretar el potasio sobrante. Este mecanismo, sin embargo, no se adapta a la dieta actual, altísima en sodio –en forma de sal y otros potenciadores de sabor– y muy pobre en potasio. Nuestros genes no han cambiado significativamente en este período, pero nuestra dieta sí lo ha hecho de modo radical, sobre todo en los últimos cincuenta años, basándose en un exceso de sal, calorías y grasas saturadas.
El mundo moderno, con su ritmo trepidante y cada vez más asfixiante, no nos deja ni un minuto libre, rebalsando nuestra capacidad por la cantidad de tareas a realizar en la jornada laboral. Esto nos obliga a alimentarnos “con lo que aparezca”, o “con lo que esté a la mano”, que puede ser sabroso, práctico e incluso económico, pero en ningún caso saludable.
Los productores de estos alimentos saben muy bien lo que venden, con sus ventajas y desventajas. Sin embargo, se hacen de la vista gorda –literalmente– ante las consecuencias del consumo prolongado de sus productos. Para ellos es un negocio, se entiende, por lo que no deben ponerse a pensar en los efectos que sufrirán sus consumidores. Pero, analizando la situación, me pregunto: ¿Cuándo les pediremos cuentas por el daño que están realizando a millones de personas en todo el mundo? ¿Quién les cobrará la responsabilidad de estar engordándonos y condenándonos a una larga serie de enfermedades?
Los sistemas de salud están pasando por un momento de crisis, especialmente en países como Guatemala, donde por un lado, no hemos sido capaces de controlar enfermedades derivadas de nuestra pobreza —desnutrición y parasitismo, entre otras—, mientras que por el otro, el modelo epidemiológico debe adaptarse con rapidez a las patologías derivadas de la malnutrición, pero en este caso por exceso y mala calidad de los alimentos.
El hamburguesamiento moderno está convirtiéndonos en una sociedad rolliza, pero sumamente enferma, y parece ser un callejón sin salida, puesto que no nos atrevemos a poner en su lugar a los productores de tanta comida chatarra, y nosotros mismos no somos capaces de tomar conciencia de nuestra propia salud.
Ya lo profetizaba Ernesto Sabato hace 60 años, en su libro Hombres y Engranajes: “El hombre no ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes transformaciones que su técnica y su sociedad han producido a su alrededor, y no es arriesgado afirmar que buena parte de las enfermedades sean los medios de que se está valiendo el cosmos para eliminar a esta orgullosa especie humana”.