domingo, 11 de julio de 2021

Aire

 

 

El abordaje de la vía aérea ha sido siempre una maniobra de gran apoyo para alcanzar la sobrevida de un buen porcentaje pacientes críticos.  Veinte siglos antes de nuestra era ya existía el concepto. Tanto en casos de obstrucción por cuerpo extraño, deformidad o heridas de guerra, los médicos de Egipto, India y Roma estaban familiarizados con esta práctica.   

            En siglo XVI de nuestra era, los documentos médicos describían dicha maniobra como un “procedimiento escandaloso digno de un carnicero”, hasta que André Vesalius experimentó el abordaje traqueal a los cerdos como un primer intento, y después Trosseau documentó más de doscientas vidas salvadas por traqueostomía en la epidemia de difteria que afectó a Francia a mitad del siglo XIX. El mayor desarrollo vino con las grandes guerras del siglo pasado, y en los años cuarenta Macintosh y Miller patentaron el laringoscopio moderno. Desde entonces, el acceso a la vía aérea y la respiración asistida han sido un pilar en el  manejo de pacientes críticos, y han adquirido una importancia cardinal en la situación actual.

            La progresión natural de la enfermedad en algunos pacientes hace que un número importante de casos no salga adelante a pesar contar con todos los medicamentos, equipos médicos, instalaciones y a pesar de estar en manos de personal capacitado, recurso indispensable y el más faltante de todos.

            Así, las mediciones anatómicas de la laringe y la tráquea para colocar el tubo más adecuado, la conexión al ventilador, los cálculos de volúmenes de oxígeno, el drenaje de flemas y demás secreciones respiratorias, o los análisis para detectar posibles infecciones, que en otros contextos son expectativa de vida, van engordando una bola de nieve que resulta casi imposible evadir según progresa la enfermedad.  La intubación y la respiración asistida dejan de ser una expectativa de vida y parecen convertirse en una premonición inexorable de muerte.    Es remotamente probable que un paciente que “cae” en ventilación mecánica por coronavirus logre desconectarse. El daño pulmonar producido en primera instancia por el virus, luego por la descarga inflamatoria que genera, y por último, debido a las múltiples infecciones que se adquieren en el área de cuidado crítico, así como por los fenómenos trombóticos, hemorrágicos, digestivos y cualquier cantidad de complicaciones, hacen dudar a la hora de decidir si intubar o no al paciente para conectarlo al ventilador.

            ¿Hay que dejarlo ir a la primera?  ¿Es sensato invertir tiempo, recursos y energía en una causa 99 por ciento perdida? ¿Vale la pena limitar los cuidados del paciente al último afeite y al recorte de pelo, o someterlo a una lucha probablemente infructuosa que solo provocará mayores complicaciones hasta recibir, a cambio del pariente que se dejó en la emergencia del hospital, un cadáver irreconocible?

El tubo orotraqueal, otras veces considerado un mástil para aferrarse la vida, parece erguirse como un tiro de gracia a un enfermo desahuciado.

martes, 22 de junio de 2021

Juan Forn: Los pasos perdidos

 

Paso la noche buscando algunas de las muchas columnas memorables de Juan Forn, autor argentino fallecido hace unos días, al tiempo que hojeo un volumen con sus textos cortos publicados cada viernes como contraportadas del diario Página12, que me hacían esperar a que se acabara la semana para volver a leerlo.  Recuerdo la vez que lo conocí en una librería de Buenos Aires, donde todo el mundo lo reconocía, pero nadie lo importunaba; parecían respetar su búsqueda del volumen oculto y empolvado que todos los clientes, e incluso los libreros, pasarían por alto hasta que su olfato pusiera a todo el mundo sobre aviso de lo que, lejos de las novedades y de los más vendidos, valía la pena leer. 

            Rara vez abordaba libros o autores de moda; tampoco buscaba un rasgo sorprendente que dejara con la boca abierta a sus lectores.  En cambio, mostraba el reverso de cada historia.  Imagino cuántas horas pasaba investigando las minucias, los detalles grises de la biografía de los personajes de sus textos semanales.  Su galería era muy amplia: empezó, como aceptación de su pecado original como lector de autores estadounidenses, escribiendo sobre Hemingway, Cheever y los Faulkner (no solo William sino también John, el hermano menor y a la madre de ambos), hasta alumbrar el descubrimiento tardío de una joya oculta como Stoner de John Williams. Tuvo ojos regionales también para narrar el surmenage que Cabrera Infante sufrió trabajando de guionista en Hollywood, para lanzar una nueva mirada sobre Horacio Quiroga, dedicar una necrológica a Idea Vilariño, a los amores clandestinos de Agustín Lara, o llamar la atención sobre Pablo Larraín y los nuevos cineastas chilenos.

            Una enfermedad grave lo hizo poner una pausa y tomar distancia.  Se mudó al mar y abandonó la pluma por un largo tiempo, y volvió sin intenciones de retomar el camino.  Sus publicaciones se hicieron más esporádicas y le nació una curiosidad por las orillas.   Empezó a abordar a poetas chinos rurales que macheteaban a su esposa, pintores japoneses, soldados soviéticos casi anónimos o, como en la última columna que publicó dos días antes de morir, a los guslari, rapsodas yugoslavos sobrevivientes a la guerra de los Balcanes. 

            Su estrategia es enganchar al lector con un dato histórico, en apariencia sin relación con el tema, hasta que, en forma traicionera, conecta, por ejemplo, a la servidumbre del emperador romano con las borracheras de Fitzgerald en los años del jazz, pescando al lector más esquivo a través de una escritura mestiza entre el ensayo, la crítica y el perfil, aderezándola al punto justo, más que cualquier ficción ambiciosa. Muchas veces he dudado si las conexiones que plantea son reales o si nacen de su imaginación.   Tampoco importa: el disfrute de su lectura no pelea con la veracidad.  Forn parece haber adoptado la idea de Bruce Chatwin, a quien no le importaba contar algo real o inventado mientras que le permitiera armar buenas historias. La búsqueda por conectar los vasos comunicantes subterráneos, los pasos perdidos que le guíen hacia encontrar las piedras en la playa, mitad por colmillo lector y mitad por azar.

            Editor generoso, al punto que muchos destacan este oficio suyo por encima del columnista, del traductor y del narrador, describe su inicio en la literatura en “Veneno”, quizás mi favorita entre todas sus columnas (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-192252-2012-04-20.html).  Aquí confiesa haber entendido la literatura desde adentro al comprender que “En el oficio de escribir se aprende rápido que, más útil que tener una musa, es haberla perdido”.

            Pasada la medianoche me encuentro con “Morir es otra cosa”, otra columna suya entrañable. Aquí (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-120956-2009-03-05.html?fbclid=IwAR330Xf_dBfcXNrAxgfl4VrxMamMwynOLDp3NTltpDeB63r-L95M3IC_tZE) reseña,  otra vez, una rareza inencontrable, de donde toma los pensamientos de una doctora que habla sobre la muerte: “Siempre que sea posible, los pacientes deben morir en un lugar familiar y querido. No deben morir en soledad”.   No dudo que la muerte encontró a Juan así, cerca del mar y acuerpado por la biblioteca que cultivó durante décadas. No puede haber lugar más familiar ni más querido, donde las buenas lecturas amueblan los rincones sin dejar espacio para la soledad ni el vacío, tanto para él, que ya se fue, como para los que permanecemos de este lado.

martes, 27 de abril de 2021

¿Vamos a la playa?

 

No importa cuántos meses hayan pasado (aunque sospecho que el inventario final de todo esto se contará en años). Cada vez que debo entrar a la sala de aislamiento respiratorio vuelve a pasarme:  duermo poco la noche previa, tengo hambre y sed que debo frenar, y aun sin ser fumador, se me antoja un cigarro.  Trato de leer cualquier cosa pero no me concentro, y hacer ejercicio no es buena idea:  la energía extra que consuma afuera la echaré en falta adentro, y la sed será peor si acumulo deshidratación.

            A estas alturas, después de haber navegado en galeras de viriones y de ver tanta gente salir adelante, y sobre todo después de haber recibido la primera dosis de la vacuna, el temor a infectarme debe ser menor que al principio.  ¿A qué se debe entonces la incomodidad? ¿Qué sigue resultando tan doloroso de pasar una noche en el área de cuidado crítico?  He pasado miles de horas en intensivo durante mi formación y en distintos empleos, pero ninguna se compara con estas. 

       Después de hacer una ronda general revisando los signos vitales y los parámetros respiratorios en cada cama, noto que, a diferencia de la primera ola, que afectó más a pacientes mayores con múltiples enfermedades, ahora hay muchos jóvenes, veinteañeros algunos y solo un par con sobrepeso.  El virus se comporta de manera menos selectiva.  Un enfermero me pide acercarme para ver un detalle de un paciente.  Acostado en decúbito prono (con la cara hacia el colchón y la espalda hacia arriba, última maniobra de rescate pulmonar en casos de peor pronóstico cuando el respirador se encuentra con los parámetros al límite), se le nota la piel descamada sobre los hombros y la nuca.  Me dice que lo ha visto en varios de los pacientes jóvenes que han ingresado en las últimas semanas, y me pregunta si será alguna reacción cutánea del virus pero no me parece, por la localización limitada.  Tampoco es producto del encamamiento prolongado pues este paciente apenas va a cumplir tres días de hospitalización.  Retiro la sábana para ver más abajo y el patrón permanece debajo de los hombros, pero al acercarse a la zona lumbar y a los glúteos desaparece, y la piel luce mucho más clara.  Sospecho una quemadura de primer grado, habitual a la exposición solar que produce descamación días después.  Pienso en las fotos del feriado de Semana Santa con las playas llenas de veraneantes felices. ¿Vale la pena un baño en el mar a este costo?


domingo, 11 de abril de 2021

La vida real

 


Después de un par de meses escribiendo para evocar olores, sabores y sonidos de un pasado donde existía la felicidad colectiva en las tradiciones de mi pueblo, aterrizo de vuelta en mi día a día: el proceso salud-enfermedad, a través de la enfermedad de moda durante el año pasado y lo que llevamos de este.

            Tuve una desconexión por algunos días que me hizo olvidar las sensaciones que se viven al pasar la madrugada en el área de aislamiento respiratorio.  Todo comienza la tarde anterior con la restricción hídrica y dietética requeridas para pasar seis horas interminables envuelto en varias capas impermeables donde está prohibido sentir deseos de ir al baño.   Luego viene el tedio de ponerse encima mil trajes que hacen sudar como en un sauna, y ya adentro de la sala de intensivo, sentir un gusto agrio/amargo/seco en la boca y la lengua pastosa pegada al paladar, mezcla de la falta de líquido, del ayuno, del peso de la máscara sobre la frente y las orejas, y del olor y el sabor del cubreboca de plástico, sazonados con la mucha muerte que se ve y se respira alrededor.

            Con suerte habrá algún momento libre sobre las cuatro o las cinco am, que podría aprovecharse para un pestañazo de diez o quince minutos, algo habitual en cualquier guardia médica para tonificar el cuerpo y continuar trabajando por las horas que sean necesarias.  En mi caso es imposible tomar esos descansos breves.  Apenas cierro los ojos, la fatiga me hace dormir casi de inmediato, pero apenas desconecto y relajo la musculatura respiratoria, un golpe de pánico me trae de vuelta en forma brusca, como un pellizco de la neurosis que sigue (y seguirá) viviéndose en las áreas de cuidad crítico, exacerbada por la retención de dióxido de carbono que se genera al respirar por tantas horas un aire tan viciado.

            Devaneos de un amanecer de domingo tan soleado como yermo y tan brillante como doloroso, que se extienden en mi cuaderno mientras intento dormir para recuperar algo del sueño perdido (es en vano:  si ningún tiempo puede recuperarse, el sueño perdido es el más cruel, pues su falta se acumula durante los años hasta minar en forma irreparable la energía vital del desvelado).

            Tampoco puedo hablar de pesadillas.  Es la vida real para muchos colegas que debemos replantearnos cómo seguir haciendo medicina en estos años, como único oficio que sabemos llevar a cabo.

viernes, 2 de abril de 2021

Viernes Santo II

 


Un verdadero cucurucho se distingue por sus zapatos:  generalmente son viejos, de cuero negro o café teñido, bien lustrados y con muchas arrugas en el empeine, y en muchos casos, la suela original (mejor si es de hule: el cuero es duro y el roce repetido con la superficie irregular del empedrado puede resultar doloroso) ha sido reemplazada una o dos veces.  Casi todos usamos zapatos así en estos días, especialmente hoy de tarde, cuando el atuendo debería ser todo negro: calzado, calcetines, pantalón e, idealmente, camisa.  Es una regla escrita en las normas de uniformidad para hoy, pero que es imposible de cumplir para muchos devotos que acuden a esta procesión, nacidos en cuna rural que visten encima una túnica arrugada, con más de un agujero y varias rasgaduras en el ruedo, heredada del padre o del abuelo.  Se ve también una buena cantidad de ancianos, incluso algunos ciegos que vienen sin intención de cargar:  caminar un año más en las filas de Jesús de San Felipe ya es bastante.

            Después de seis semanas de sol quemante y sereno nocturno, de chinchivir en los tres tiempos de comida y de atracones de platillos, olores y alfombras multicolor, llegar a San Felipe de Jesús, ver a los amigos de toda la vida y darles el abrazo más intenso del año (equivalente al abrazo de año nuevo para nosotros) y escuchar Martirio de Alberto Velásquez Collado en el interior del templo y luego La Granadera en la plazuela justo a las tres de la tarde, es llegar a la tierra prometida. 

            El cortejo tiene, por lo menos, dos caras.  La primera es emoción pura, porque al fin, después de un año, ha comenzado el cortejo de mayor arrastre  a nivel antigüeño y uno de los principales a nivel nacional, el que retiene a muchos cargadores que han colgado en forma definitiva la túnica morada pero que son incapaces de hacer lo mismo con la negra y siguen participando únicamente de esta procesión (yo me veo así a futuro), y por la enorme cantidad de seguidores que, sin traje de cucurucho y sin ser antigüeños (hay devotos de todos los departamentos del país, así como del sur de México, Honduras y El Salvador) lo siguen durante las quince horas del recorrido, que concluirá al amanecer del sábado.   

La segunda cara es la devoción absoluta, y viene de la comunión que caracteriza a esta procesión, que hace parecer que todas las anteriores fueron un preámbulo para esta. Hay pocos fotógrafos extranjeros y poquísimas alfombras de aserrín en comparación con el resto de la temporada, casi todas de pino y corozo sencillo.  Tampoco es un cortejo que posea muchos ornamentos más allá del anda procesional y se resume a los elementos más básicos (cruz alta y ciriales, los siete ángeles llorones que portan los clavos, la corona de espinas, el látigo y otros elementos de la pasión de Cristo, y una maqueta de la muerte que, en lo personal, no me gusta), y la presencia más notable son sus miles de devotos que, más que en ninguna procesión de la temporada, caminan toda la estación apenas saliendo por unos minutos para lo estrictamente necesario, además del numeroso cuerpo de incensantes, que no pertenecen a la procesión sino que participan por voluntad propia con su incensario, carbón, incienso y mirra ocupando tres o cuatro cuadras, perfumando la ciudad y creando una atmósfera que enamora a todos los que presencian el paso del Sepultado al mismo tiempo que activa las alarmas antihumo de los locales por donde pasa.

Después del paso por la plazuela de Jocotenango, punto ideal para tomar las mejores fotos del anda por la amplitud de la explanada, el cortejo se organiza al llegar a la Calle Ancha, que resulta más estrecha que nunca por la cantidad de gente alrededor del anda, al punto que los músicos ven muy reducido el espacio para maniobrar y por momentos deben seguir el anda en fila india hacia el Parque San Sebastián, donde el anda se ilumina sobre las siete y luego ingresa, de norte a sur, a la séptima avenida del casco de la ciudad.  Es mi punto favorito del recorrido, y quizás de toda la Semana Santa antigüeña.   Igual que en la mañana, no es momento para aventurar con cualquier marcha fúnebre. Llegando otra vez a la tienda de Chepe Armas suenan, por ejemplo, San Nicolás de Víctor Guerrero, Desolación de Enrique Castro o El Milagro de Ramírez Crocker, matizadas con la acústica que brinda la estrechez de las calles y los techos de teja, los restos de aserrín acumulado tras tantas alfombras que se hicieron aquí en la temporada, y el incienso que nimba la urna de cristal que atesora al Cristo sepultado más querido en la ciudad.  

Pasa lo mismo que con otras procesiones grandes:  el crecimiento poblacional del país repercute en una mayor afluencia de cargadores, lo que ha obligado a extender el recorrido durante toda la noche, y ya no hay chance de cargar dos veces.   Pasadas las doce, el cuerpo empieza a resentirse.  Las plantas de los pies exigen una pausa, los camotes muerden, la espalda baja cruje, los hombros dejan ver las marcas del anda, y en la cabeza resuenan al mismo tiempo las trompetas, clarinetes y trombones de todas las marchas que han sonado durante la cuaresma.  Para aliviar la fatiga, mi abuelo solía detenerse en el Bar Carlos, sobre la séptima calle poniente, para comprar dos coca colas y un octavo de guaro:  las primeras las bebíamos, una cada uno, y el otro era para frotarlo en los camotes que lloran a estas alturas.  Es un remedio que recomiendo a cualquier cucurucho adolorido, que somos muchos esta medianoche.

Después de bordear la ciudad, el desfile vuelve al extremo norte para realizar la última de las muchas maniobras acometidas en las esquinas estrechas:  un giro de ciento ochenta grados en la esquina de Elisa Martínez para dar la cara a la ciudad y volver a escuchar La Granadera y dar la penúltima bendición antes de la entrada.  La procesión se pierde escalando la cuesta del Manchén acompañada por el doble o triple de seguidores que había en la salida para volver a su aldea entre trinos de pájaro, cantos de gallo, gotas de rocío y destellos del sol que empieza a dejarse ver, para que Jesús de San Felipe vuelva a su templo a descansar un año más, confiando en que el próximo año sí sea el que volvamos a vernos y hacer la cuenta dolorosa de los muchos ausentes que, sin duda, resultarán de lo que nos ha tocado vivir en las dos últimas Semanas Santas. 

 

 

Viernes Santo I

 


Tres de la mañana de Viernes Santo. La calle huele a aserrín mojado, pino machucado y estiércol de las docenas de caballos que abren el cortejo.   Vuelvo a saludar a los vecinos que me extienden la mano y el brazo teñido de colores por trabajar con aserrín para las alfombras.  A pesar de la hora difícil en que inicia la procesión, hay miles de devotos.  Según va saliendo el sol la afluencia aumenta, pero este recorrido es distinto al del domingo.  Hay ansiedad.  Los turnos van contrarreloj.  Las sonrisas son menos que el domingo y las lanzas que porta cada cucurucho, distintivo que hace única a esta procesión, sirven de apoyo a los cargadores que empiezan a lucir cansados después de seis semanas de actividad.   Hay emoción según el sol va saliendo, no por descubrir el adorno del anda (que es el mismo de todos los años) sino por ver a la imagen del nazareno vestido de rojo, color de sangre y muerte.

El cristo avanza otra vez hacia el Parque San Sebastián. Vamos llegando al punto medular de la temporada. No es momento para marchas importadas ni estrenos.  Suenan “El cuervo “de Pedro Donis, “Dios Mío” de José Dolores Fuentes o “Los Tres clavos “de Julián Paniagua (queda fuera, por ahora, Alberto Velásquez Collado que tendrá su momento, a partida doble, en la tarde).  Nos acercamos al nido de la tradición popular más extendida, no solo a nivel local sino nacional:  basta ingresar en Google la búsqueda “Semana Santa en Guatemala” y la mayoría de fotos serán de Jesús de La Merced frente a la tienda de Chepe Armas, o en la Calle Ancha pisando el mar de alfombras multicolor frente al estadio Pensativo, único punto donde el cortejo abandona el empedrado y pisa asfalto.          

            Hay cámaras de televisión nacional y extranjera, fotógrafos de todo el mundo, visitantes primerizos y muchos cucuruchos.  El giro alrededor de El Pimental es una especie de llegada a la tierra prometida durante toda la temporada, momento cumbre para muchos, devotos y no devotos.   

            De vuelta al empedrado todo es dirección sur, extendiendo el mediodía en forma agónica hasta la segunda avenida y la tienda Carlota.  Aquí, en la esquina de la tienda Carlota, donde un muro tuvo que ser modificado con un chaflán para que la esquina fuera suficiente para el giro que marca el principio del fin.  Después de aquí, todo será en dirección norte, de vuelta al templo.

            Mi abuelo, mercedario desde siempre, hasta el punto que su madre murió un viernes santo a las tres de la tarde, me pidió, antes de morir, que aunque vaya al Santo Entierro por la tarde, no abandone a su nazareno antes de mediodía. Es algo no negociable con mi cucurucho interno, que es mucho suyo también.

***

Hay muchas Antiguas Guatemalas: la de antaño, donde las familias amigas se reconocen por apodos animales, la turística donde se baila, se bebe y no hace falta hablar español para moverse, la de viajeros con mochila y la de restaurantes gourmet.  La mía es musical.  Más allá de haber aprendido a manejar un tocadiscos con los acetatos de Víctor Manuel Lara o de Ramírez Crocker, la música, como elemento cardinal de la Semana Santa guatemalteca, es mi manera de sentirme cucurucho, categoría permanente que no exige vestir de morado ni tiene fecha caducidad:  se lleva debajo de la piel y permanece más allá del fin de la temporada cada Pascua de resurrección. Es un rasgo de identidad, herencia de la tradición familiar que teje más hondo el tejido social del país por su calidad de celebración extramuros, y serlo en La Antigua Guatemala es la esperanza de volver a caminar pronto en las filas de Jesús Nazareno de La Merced.

Domingo de ramos


Cada domingo de cuaresma en La Antigua Guatemala tiene un sabor distinto. Del primero al último, todos son de morado completo:  túnica, cinturón y capirote componen el traje para recorrer el circuito que durante cinco semanas cubre cinco rincones alrededor del casco de la ciudad. La suma de todos va propiciando la puesta de tono hacia el sexto domingo, o Domingo de ramos.   Ese día las mujeres salen de casa con el cabello húmedo y perfumado, los niños estrenan camisa y zapatos, incluso algunos que van a vestirse de cucuruchos (detalle que delata a un cargador inexperto) y los ancianos, sean cucuruchos retirados o los que nunca lo fueron, se quedan en casa para recibir un encargo de empanadas de leche, de piña o de hierbas, de un plato de bacalao o un galón de chinchivir casero.  

El sol brilla más que en cualquier otra mañana del año y el Volcán de Agua, vigilante perenne del valle, se quita de enfrente todas las nubes para no perderse ningún detalle.   Todo el mundo camina hacia el norte en busca del templo amarillo y blanco.  Hay ansiedad alrededor.  Se escuchan los redobles y los compases desde el interior de la iglesia.  Voy saludando a los amigos de siempre, con quienes existe una cita anual para encontrarnos aquí.  Después de un abrazo prolongado y de ponernos al tanto sobre quienes, de los que nos vimos aquí la semana santa pasada, se han casado, divorciado o fallecido, escuchamos escucha el redoble y las notas de “La Granadera”, anunciando que al fin, después de un año de espera, El capitán del equipo Antigua, el nazareno de los antigüeños, vuelve a sus calles. 

            Primer cambio de turno y suena “La Reseña” de Mónico de León mientras el tumulto de devotos avanza hacia la esquina. Antes, el cortejo solía cruzar hacia el parque San Sebastián.  Ahora continúa dos cuadras más hasta la esquina de la Alameda Santa Lucía, que la recorre de punta a punta como casi todas. 

            El recorrido va de norte a sur y viceversa sobre las avenidas, mientras que en el eje oriente-occidente son tramos muy cortos.  Después de atravesar la Alameda gira hacia la séptima avenida hasta llegar a su extremo norte, y más tarde, después de rodear el barrio del Chajón  retoma la sexta, otra vez de punta a punta, y luego la quinta, la cuarta y así hasta la primera.  El zigzag de tramos largos se debe al crecimiento del número de cargadores, lo que obliga a extender los horarios y los recorridos.  La tranquilidad caracteriza el avance del Nazareno, señoreándose por las calles que lo han echado de menos durante todo el año.  El sol va cayendo de a poco y parece no querer perderse ningún detalle, en la tarde que parece no terminar.

            A medida que se alejan del centro, las avenidas de la ciudad van haciéndose más estrechas.  Basta pensar en la séptima avenida norte, llegando al parque San Sebastián, o en la segunda al extremo sur, hacia el callejón La Quinta o el de Quirio Cataño (¿cuántos antigüeños transitamos el barrio del Chajón o la Escuela de Cristo en otra época del año?).  Igual, la quinta avenida, entre la Plaza Mayor y el Arco de Santa Catalina resulta asfixiante en los últimos minutos del domingo de ramos. La calle del arco, antigüeña y cosmopolita al mismo tiempo, sirve de escenario a un momento triste (solo superado por el mismo que se repetirá cinco días después, con el mismo personaje central). Con un paso cada vez más lento, los antigüeños se resisten a que el domingo más esperado del año se termine.  En cada esquina, los cargadores ansían el cambio de turno para sentir que el anda llega a sus hombros. Las manos sudorosas dentro de los guantes blancos protegen la cartulina contra su pecho, mientras los que vienen cargando exigen la prueba de que entregarán la almohadilla al verdadero dueño del turno y no sufrirán algún timo.  La tensión aumenta mientras más se acercan a la iglesia.  Después del paso debajo del arco de Santa Catalina, el anda gira en dirección poniente y suena “Tu última mirada” de Alberto Velásquez Collado frente a la que fue su casa por muchos años y donde compuso las marchas oficiales de los cortejos de Santo Entierro que saldrán el viernes.  En la plazuela vuelve a sonar La Reseña.  Son los primeros minutos de Lunes Santo.  Nos despedimos por unos días. Volveremos a vernos.

***

El domingo de ramos de 2019 hubo un reencuentro histórico, postergado durante mucho tiempo.   A las cuatro de la tarde, el nazareno mercedario transitó por primera vez (y por última en mucho tiempo, por desgracia) sobre la tercera avenida entre cuarta y quinta calle, frente a la casa de Luis Cardoza y Aragón, el antigüeño más universal del siglo pasado. Cardoza y Aragón, eterno herido de nostalgia por la ciudad que amó más mientras insistía en huir, escribe en “Dibujos de ciego”, pequeño vademécum de cuitas de un antigüeño errante por el mundo: “la devoción por ciertas imágenes (…) te creó fantástico e intenso fetichismo.  La fabulación de tu infancia los impregnó de extraños poderes.  ¿Cómo no ser sensible al mundo delirante y fanático que las rodeaba?”.  Coincido en pleno con Cardoza.  Mientras más se insiste en poner distancia física o afectiva con el lugar de origen, hay un fuego que te conecta de vuelta a ellas, te guste o no.

Fue un momento hermoso que tuvo como fondo la marcha “El dulce sueño de Jesús”, mi composición favorita de Héctor Gómez Barillas, heredero de la tradición de compositores antigüeños.

domingo, 21 de marzo de 2021

Quinto domingo

 

 


Llevo varios años con una manía:  cada vez que veo una foto de mi ciudad, intento identificar la calle y avenida donde se ha tomado, sobre todo cuando son fotos de procesiones de Cuaresma.  Esto les otorga un ingrediente extra:  identificar el cortejo, año, hora y fecha, y a veces, si creo haber presenciado el momento, puedo aventurarme a adivinar la marcha que sonaba.  Si acierto, puedo extenderme aún más para saber con quién caminaba, y envío un pensamiento al amigo ausente este año. El desafío aumenta cuando son fotos antiguas, sobre todo si son blanco y negro, por los cambios de color y arquitectura según las décadas.

            Anoche, por ejemplo, supe de la rifa de una foto gigante de Jesús de San Bartolo, el nazareno en cuclillas que debía procesionarse hoy.  La imagen fue tomada sobre las once de la mañana del quinto domingo de 2019 mientras sonaba "La fosa" de Santiago Coronado. Di con el año por la túnica lila que vestía la imagen, y con la ubicación por el fondo de las columnas barrocas de las ruinas de Santa Clara. El fotógrafo la capturó desde la terraza de la casa de la familia de Fito Polanco, en la segunda avenida sur y sexta calle "A" (más fácil, en la terraza del actual Banrural).

Hoy esto se ha hecho un ejercicio mucho más frecuente por la proliferación de imágenes disponibles en los buscadores de internet, sobre todo en el quinto domingo de cuaresma. Los antigüeños nos vemos abrumados por la cantidad de visitantes que acuden a la ciudad en esta fecha, al punto que muchos colegas cucuruchos y muchos devotos han optado por no participar de esta procesión, tanto los que visten de morado en filas como los que participan desde las aceras.  El motivo, común entre ambos grupos, es la imposible cantidad de devotos que acuden a la ciudad, exacerbada por la mala gestión de parqueos, servicios públicos, accesos de entrada y salida del casco de la ciudad, que jamás han sido prioridad para ningún gobierno municipal.

Durante muchos años mantuve, para esta fecha, el rito de acercarme a la iglesia para presenciar el inicio de la procesión, a mediodía cuando era niño, luego a las diez, a las siete y ahora a las cinco de la mañana, para escuchar “La oveja de Jesús de San Bartolo”, segunda marcha de la imagen de hoy y que suena en la plazuela de la iglesia. Esta tiene un valor extra en mi familia, pues Carlos René González, hermano de mi abuelo y apodados “Chivos” ambos, era muy devoto de este nazareno, y Rafael García Reynolds dedicó la melodía a esa devoción. Además del horario difícil, la estampida de devotos, devotas, alfombras y comerciantes de todo tipo hace imposible el acceso.  Tuve que dejar la tradición familiar y escuchar la marcha por la radio.

Los miles de devotos “bartolecos” (ayer supe que los capitalinos devotos a Jesús de San Bartolo ya se autoetiquetan de esta manera) han desplazado a los devotos antigüeños, que de veras son escasos hoy, y participar de la procesión es una odisea, ya sea para tomar una foto, para escuchar una marcha fúnebre o incluso para cargar, pues el anda de ochenta ha sido ajustada para noventa cargadores, convirtiéndo el turno en un encuentro cuerpo a cuerpo con el cargador que va adelante y el que va atrás.

¿Puede hablarse de crecimiento o explosión demográfica/comercial en los eventos tradicionales?  ¿Es válido alegar por la pérdida de la esencia de las celebraciones de mi ciudad? ¿O peco de chovinista evocando quintos domingos de otra época?

            Por dicha, esta procesión ha abandonado un desliz lucrativo que durante varios años hizo que se vendieran turnos en cuadras especiales, rompiendo la tradición antigüeña de cargar por devoción y jamás según el poder adquisitivo.  Hoy, los organizadores han dejado de lado ese episodio y han instituido de vuelta la homogeneidad entre los cargadores, además de retomar el uso del capirote, elemento  que distingue al devoto antigüeño.

            Para evitar (parcialmente al menos) el tumulto, y para no privarme de vivir este domingo, yo suelo incorporarme después del atardecer, cuando el cortejo se acerca al parque San Sebastián y acompaño por el Chajón, la Calle Ancha y de nuevo a San Sebas, donde ya empiezo a ver más caras conocidas. De acá, la ruta por la sexta avenida y el paso por la quinta calle final hacia el Cementerio San Lázaro son momentos de encuentro de muchos antigüeños que, aun si teníamos que cargar en la mañana, preferimos vernos a esta hora para vivir las últimas horas de actividad cuaresmal para iniciar, al domingo siguiente, la esperada Semana Santa en la ciudad.   

domingo, 14 de marzo de 2021

Cuarto domingo

 


Mi cuarto domingo de cuaresma siempre empezó temprano.   Era el día que mi abuelo y yo dedicábamos a la ronda de inscripciones para las procesiones de la Semana Santa.   Pasadas las siete, salíamos caminando hacia San Felipe, al norte de la ciudad, para estar a las ocho en punto en la puerta del salón bodega de la hermandad y ser los primeros en inscribirnos.   Es un rito hermoso:  hacer la fila, saludar a los amigos/socios de la hermandad, preguntar si habrá alguna novedad en el recorrido o los horarios, y curiosear, a través de las cortinas negras, algún adelanto sobre el adorno que ya se está trabajando adentro de la bodega. Y cuando uno es muchacho hay un ingrediente extra:  pasar al cartabón para medir cuánto ha aumentado la estatura al hombro desde el año pasado, para escalar en el número de tanda y cargar en una hora y cuadra distinta.   Con los años, la emoción se invierte al notar que la estatura no aumenta sino disminuye.

            Hoy, el crecimiento de la población devota a Jesús de San Felipe hace difícil ser los primeros de la fila.  El último año que me inscribí, no pude hacerlo al primer intento pues la fila era larguísima por cincuenta nuevos cargadores para Jesús Sepultado que hicieron el viaje en bus desde Cobán expresamente para comprar su turno para el Santo Entierro, y debí volver una semana después.   

            Después de tener los recibos que utilizaríamos para obtener nuestros turnos el mediodía del Viernes Santo, caminábamos de vuelta por la carretera, pasábamos saludando a doña Elvia, maestra costurera de túnicas en la esquina de la antigua Platería, desayunábamos un pan con chile relleno y bebíamos una horchata (yo) o un súchiles (él) junto al Club Antigueño,  y después de cruzar la colonia El Manchén, atravesábamos la esquina de Elisa Martinez para llegar a La Merced y repetir el mismo proceso de más temprano, para adquirir los turnos que utilizaríamos Domingo de Ramos y Viernes Santo de mañana:  saludos, pago, medida al hombro y toma de datos en la máquina de escribir, ahora en computadora. 

            Los recibos los conservaba él en un lugar secreto, y solo me los daba el día de la procesión.    Hoy, él ya no está, pero su caminata y sus anécdotas me acompañan tanto en Cuaresma como el resto del año.

            Sobre las once volvíamos a casa.  Bebíamos algo y caminábamos de prisa hacia la aldea Santa Ana, al sur.   Aunque él nunca fue cargador de esta ni de otras procesiones de los domingos de cuaresma, siempre presenciaba la salida de este Nazareno, al tiempo que tenía una reunión familiar con sus hermanos para calentar los motores de la temporada. 

            La procesión de Jesús de Santa Ana es la única que hizo valer la pena el retorno de Luis Cardoza y Aragón al volver a vivir una cuaresma antigüeña tras muchos años de ausencia. Después de este domingo, el resto de procesiones le parecieron superfluas, faltas de corazón y dadas a la pompa, más preocupadas de ganar multitud de cargadores y alejadas de la esencia tradicional (qué diría hoy, setenta años después, con la proliferación de ventas de poporopos y boutiques ambulantes que abren muchos cortejos).

La procesión es elegante en su adorno y siempre va bien acompañada por la banda de Carlos Gómez, vecino de la aldea. El Cristo aparenta tener el pelo corto, pues no usa cabellera postiza sino labrada sobre el cráneo de madera, y tiene ojos verdes, rasgo atípico entre nosotros.  Después de recorrer los callejones estrechos de la aldea, cuesta arriba hacia el cerro del Cucurucho, vuelve hacia abajo en dirección a la ciudad, a través del puente de Belén, cuyo empedrado luce, además de las típicas alfombras de flores, pino y arena (una peculiaridad esta última, poco frecuente pero muy bien lograda aquí), el adorno natural de los pétalos de jacaranda. 

            Es mediodía y hace calor.  Hoy, muy lejos de Santa Ana, pienso en el pepián de tres carnes (res, pollo y cerdo) de don Carlos y doña Noemí, en las picositas preparadas en la casa de Ixmucané y familia, y en los mejores chocomangos que he comido en la vida:  maduros, dulces y jugosos, seleccionados con esmero para sumergirlos en una olla de  chocolate líquido y bañar en ella, una y otra vez, las lascas de mango empaladas, hasta sacarlas goteando varias capas de cobertura oscura que invitan a comer más de una y morderlas hasta que dejen algunas fibras de la fruta insertadas entre diente y encía. 

domingo, 7 de marzo de 2021

Tercer domingo


Jocotenango, al norte de La Antigua, acoge la primera gran procesión de la temporada.  El municipio funciona como dormitorio que aloja a miles de personas que viajan a la capital para trabajar cada mañana, lo que ha contribuido al crecimiento de la procesión en la última década hasta tener un gran número de devotos propios de la imagen.  Los organizadores (hermandad se le llama aquí al grupo coordinador de la procesión) corresponden a la fe local al recorrer buena parte del municipio entre la primera hora de la mañana hasta pasado el mediodía: podría decirse que no es una procesión antigüeña sino una que sale de su parroquia y visita a los fieles de su comunidad antes de dirigirse al casco de la ciudad.  

Las alfombras jocotecas merecen mención aparte, tanto por su colorido como por su imaginación para hacer proyectos más allá de los mosaicos con juegos de color.  Aquí incluyen castillos, cascadas y piletas, mecanismos móviles a través de cadenas de bicicleta y réplicas de procesiones de años pasados. 

            Es un anda de ochenta y dos brazos tallada por ebanistas del municipio (salud, Chico), cantidad ya respetable que podría crecer aún más si no fuera por las esquinas estrechas de la ciudad que impiden que sean más largas, lo que sería muy beneficioso pues permitiría a todos los devotos cargar más veces o hacerlo más temprano a través de cohortes mayores en cada cuadra.

El recorrido es largo, sobrepasando las doce horas en la calle y volviendo a su templo pasada la medianoche.   La parte que más disfruto es el paso por toda la Calle Ancha de los herreros, llamada así por haber alojado al gremio en los tiempos de la colonia, pero que hoy no resulta ancha ante los nuevos medios de transporte ni aloja herreros ni ningún gremio en particular. Tampoco resulta ancha en cuaresma.  En cambio, se hace estrecha ante la cantidad de alfombras que reducen el espacio del tránsito que deben compartir cucuruchos, fieles afuera de las filas y vendedores de chupetes, helados, mangos y demás chuchadas de época.  La banda del maestro Joaquín Vega suele amenizar con la programación, en años recientes, de Edgar CAbnal, investigador del género de las marchas que sabe mezclar piezas olvidadas de otras épocas y novedades de compositores contemporáneos con las marchas clásicas de toda la vida. 

domingo, 28 de febrero de 2021

Segundo domingo

 


Tradición significa repetir los ritos de fe o las manifestaciones culturales de una comunidad.  Sería paradójico referirse a la evolución de la tradición. Dentro de todo, hay algo que debe, o debería permanecer en las celebraciones de cuaresma:  el ambiente de barrio, la cordialidad de vecinos y los sabores locales.   La aldea de Santa Inés del Monte Pulciano ha sabido mantener la esencia de su procesión a pesar de los tiempos, pues sigue siendo un evento muy de vecindario. 

 Esta procesión no posee miles de devotos cargadores y depende en buena medida del apoyo que los vecinos aportan, y su cuerpo de cargadores se nutre de las hermandades invitadas para acompañar el recorrido, que aun sin ser muy extenso, es muy suyo, por varias características.  La primera es la ubicación del templo, muy al oriente sobre la línea vertical de la Cuarta calle (la misma que divide a la ciudad en mitades norte y sur) que parte del mercado municipal, pasa por el Parque Central, la Fuente de las delicias en el barrio de la Concepción y continúa hacia la capital.  Ahí, a dos kilómetros del puente del Matasano se ubica la aldea, rica en manjares como las granizadas de frutas y las cervezas picositas, las empanadas de María Sequén y las papalinas de don Cayetano, un clásico que solía dejarse ver en los partidos de futbol en las canchas de La Pólvora y el estadio Pensativo. También es tradicional (y tormentoso para muchos visitantes que no conocen rutas alternas) el cierre de la ruta que entra y sale del municipio, que se deja en pleno para el paso peatonal y para la confección de alfombras de pino o aserrín.   La banda de música que acompaña al nazareno no es abundante en músicos pero suena contundente, y su contraparte de la dolorosa tiene una peculiaridad de género:  todos sus miembros son mujeres.

Su recorrido también es peculiar porque recorre algunas cuadras que, a pesar de ser céntricas, no recorre ninguna otra procesión:  la quinta calle oriente frente al INSOL, la calle del Manchén (extensión asfaltada de la Calle Ancha) y el barrio de Chipilapa, de noche cuando regresa a su aldea.

A mi juicio, es la procesión que mantiene sus raíces antigüeñas mucho más que las otras, y este segundo es el domingo que yo disfruto más  durante la cuaresma.  Se trata, sin duda, de la procesión a la que me gustaría invitar a cualquier amigo extranjero que quisiera conocer las tradiciones de mi ciudad. 

domingo, 21 de febrero de 2021

Primer domingo

 


Un año no dura siempre lo mismo.  En mi ciudad, a veces dura cincuenta semanas, a veces cincuenta y una, o hay algunos de cincuenta y cinco.  Todo depende del tiempo que haya que esperar para que el sol vuelva a brillar, el cielo luzca más azul, y el verde del pino o el amarillo de los mangos vuelvan a conjugarse alrededor del morado, color propio de la cuaresma que comienza.  Suele haber ilusión en la mayoría de vecinos, desconfianza en algunos, sobre todo en los niños que piden un pellizco para confirmar que de veras ha llegado la temporada que más esperan, y sinsabor en quienes van a vivirla por primera vez con una ausencia a cuestas. Otros, que aun con varios años echando de menos a su ser querido, en esta época lo extrañan más. 

            Más allá de los motivos de cada uno, el primer domingo de cuaresma abundan las sonrisas en el casco de la ciudad mientras todas las miradas se dirigen al sur, en busca de la aldea Santa Catarina Bobadilla, ya en las faldas del Volcán de Agua.  Aquí inicia, sobre las once de la mañana, la primera procesión de la temporada.  Digo inicia pues no puedo utilizar el verbo salir: el templo lleva varios años en reparación y las imágenes permanecen en reserva en un salón vecino, así que el vamos se hace debajo de un toldo que cubre a las esculturas que saldrán en procesión.

            Este año, el primer domingo de cuaresma es distinto. El volcán de Agua tiene la copa nublada, como quien no quiere ver lo que sucede (o no va a suceder) abajo. Algunos balcones, muchos menos de lo habitual, dejan caer cortinas moradas. Hay corozo en el mercado pero no huele. Los mangos permanecen verdes y los pocos que llegan a madurar les falta jugo y sabor. Los jóvenes, contrariados en una temporada que debería ser calurosa pero que hoy obliga a tener un abrigo ligero por el día y alguno más grueso en la noche, caminan como perdidos por las calles.  Algunos hacen ejercicio en los parques junto a una bocina portátil que reproduce las marchas fúnebres que no llenarán las calles cada tarde de domingo.  Yo echaré de menos saludar a los amigos de San Gaspar Vivar, a Aníbal Rodas, mi barbero, junto a los alfombreros en el callejón de Santa Isabel, frente al Calvario, o almorzar un pan con chile relleno y un vaso de fresco de súchiles en la casa de los Álvarez en la calle de Los pasos.

            Voy a tomarme unos minutos para sacar de la bolsa el traje morado que pasa once meses doblado en una bolsa y que este año volverá a quedarse colgado en una cercha recibiendo aire sin olor, y que no va a cubrirse de sudor, humo de incienso, abrazos de amigos que no he visto en todo un año y gotas de chinchivir.