Mi
cuarto domingo de cuaresma siempre empezó temprano. Era el día que mi abuelo y yo dedicábamos a
la ronda de inscripciones para las procesiones de la Semana Santa. Pasadas las siete, salíamos caminando hacia
San Felipe, al norte de la ciudad, para estar a las ocho en punto en la puerta
del salón bodega de la hermandad y ser los primeros en inscribirnos. Es un rito hermoso: hacer la fila, saludar a los amigos/socios de
la hermandad, preguntar si habrá alguna novedad en el recorrido o los horarios,
y curiosear, a través de las cortinas negras, algún adelanto sobre el adorno
que ya se está trabajando adentro de la bodega. Y cuando uno es muchacho hay un
ingrediente extra: pasar al cartabón
para medir cuánto ha aumentado la estatura al hombro desde el año pasado, para escalar
en el número de tanda y cargar en una hora y cuadra distinta. Con los años, la emoción se invierte al
notar que la estatura no aumenta sino disminuye.
Hoy, el crecimiento de la población
devota a Jesús de San Felipe hace difícil ser los primeros de la fila. El último año que me inscribí, no pude
hacerlo al primer intento pues la fila era larguísima por cincuenta nuevos
cargadores para Jesús Sepultado que hicieron el viaje en bus desde Cobán expresamente
para comprar su turno para el Santo Entierro, y debí volver una semana después.
Después de tener los recibos que
utilizaríamos para obtener nuestros turnos el mediodía del Viernes Santo,
caminábamos de vuelta por la carretera, pasábamos saludando a doña Elvia, maestra
costurera de túnicas en la esquina de la antigua Platería, desayunábamos un pan
con chile relleno y bebíamos una horchata (yo) o un súchiles (él) junto al Club
Antigueño, y después de cruzar la colonia
El Manchén, atravesábamos la esquina de Elisa Martinez para llegar a La Merced
y repetir el mismo proceso de más temprano, para adquirir los turnos que
utilizaríamos Domingo de Ramos y Viernes Santo de mañana: saludos, pago, medida al hombro y toma de
datos en la máquina de escribir, ahora en computadora.
Los recibos los conservaba él en un
lugar secreto, y solo me los daba el día de la procesión. Hoy, él ya no está, pero su caminata y sus
anécdotas me acompañan tanto en Cuaresma como el resto del año.
Sobre las once volvíamos a
casa. Bebíamos algo y caminábamos de
prisa hacia la aldea Santa Ana, al sur.
Aunque él nunca fue cargador de esta ni de otras procesiones de los
domingos de cuaresma, siempre presenciaba la salida de este Nazareno, al tiempo
que tenía una reunión familiar con sus hermanos para calentar los motores de la
temporada.
La procesión de Jesús de Santa Ana
es la única que hizo valer la pena el retorno de Luis Cardoza y Aragón al volver
a vivir una cuaresma antigüeña tras muchos años de ausencia. Después de este
domingo, el resto de procesiones le parecieron superfluas, faltas de corazón y
dadas a la pompa, más preocupadas de ganar multitud de cargadores y alejadas de
la esencia tradicional (qué diría hoy, setenta años después, con la
proliferación de ventas de poporopos y boutiques ambulantes que abren muchos
cortejos).
La procesión es elegante en su adorno y siempre va bien
acompañada por la banda de Carlos Gómez, vecino de la aldea. El Cristo aparenta
tener el pelo corto, pues no usa cabellera postiza sino labrada sobre el cráneo
de madera, y tiene ojos verdes, rasgo atípico entre nosotros. Después de recorrer los callejones estrechos
de la aldea, cuesta arriba hacia el cerro del Cucurucho, vuelve hacia abajo en
dirección a la ciudad, a través del puente de Belén, cuyo empedrado luce, además
de las típicas alfombras de flores, pino y arena (una peculiaridad esta última,
poco frecuente pero muy bien lograda aquí), el adorno natural de los pétalos de
jacaranda.
Es mediodía y hace calor. Hoy, muy lejos de Santa Ana, pienso en el
pepián de tres carnes (res, pollo y cerdo) de don Carlos y doña Noemí, en las
picositas preparadas en la casa de Ixmucané y familia, y en los mejores
chocomangos que he comido en la vida:
maduros, dulces y jugosos, seleccionados con esmero para sumergirlos en
una olla de chocolate líquido y bañar en
ella, una y otra vez, las lascas de mango empaladas, hasta sacarlas goteando varias
capas de cobertura oscura que invitan a comer más de una y morderlas hasta que
dejen algunas fibras de la fruta insertadas entre diente y encía.
Hermosorememorar tiempos que se fueron y no volveran pero con la esperanzaq vuelvan!
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