El otoño
es áspero en Montevideo. El cielo, casi siempre gris, aloja al sol huraño que no
puede contra los nudos de nubes que se amontonan y que, ajenos al pronóstico de
un día seco, dejan caer chubascos que aguzan la sensación térmica hasta muy
abajo. Es fácil sentir que uno camina entre las páginas de cualquier historia
de Juan Carlos Onetti, con el horizonte insípido y con el alma colgando de los
bolsillos húmedos, sin un ápice de cielo azul al levantar la mirada.
El color celeste, empoderado del ambiente desde hace meses, compensa el sinsabor del cielo: camisetas, pañuelos, bufandas, gorros, guantes, ropa de mascotas, autobuses tapizados y banderas de todos tamaños —desde las pequeñas que adornan los techos de los autos, las medianas que cubren la espalda de los aficionados hasta las enormes que cuelgan de los ventanales y los edificios— contagian la fiebre futbolera que se burla del frío que anda por las calles.
Hasta ayer, el tiempo estuvo
encapotado; hoy viernes, como si el gerente del cielo hubiese coordinado
una maniobra con los dirigentes deportivos y de las principales empresas del
país —desde los medios de comunicación, la cerveza y los vendedores de autos—,
el sol brilló desde temprano porque Uruguay debutaba en el mundial de fútbol. A las nueve, hora del juego, Montevideo
se convirtió en un cementerio. El silencio
gobernaba las calles. No había peatones,
no se veían buses y los semáforos, cuyas luces eran la excepción al color de la
temporada, titilaban a solas. Yo no vi el partido por televisión pero lo seguí
por radio mientras caminaba por el barrio.
Al principio todo era confianza en el colmillo del equipo, pero a medida
que el reloj caminaba, la tensión aumentaba y el gol no llegaba. El narrador iba
perdiendo compostura, cayendo en ocasiones en un lenguaje impropio para la radio. El tipo le pedía a Dios el regalo, le
suplicaba, pero el arquero egipcio era enorme y crecía con cada atajada. Poco antes
del final se marcó una falta favorable a Uruguay en la zona del tiro de
esquina. Minuto ochenta y nueve. El árbitro mantenía congelada la pelota. Los defensores egipcios no le obedecían en
guardar la distancia para formar la barrera. Y así, con la pelota parada como es frecuente
para los celestes —que hoy jugaron de blanco—, llegó el gol.
Entonces, mientras el comentarista empeñaba la garganta en el grito más
esperado y que, como siempre que anota el equipo al que apoyan los locutores,
duraría mucho, yo me quité los audífonos.
Escuché cohetes, gritos, silbatos, tambores, ollas, trompetas y una
maraña de ecos que no identifiqué pero que paliaban la tensión acumulada desde
la eliminación en octavos de final del mundial de Brasil hace cuatro años. Anotar
a esas alturas del partido significaba la victoria.
El árbitro silbó el final. Era un
mediodía soleado aunque frío, pero solo por fuera; por dentro, la gente sonaba las bocinas de los autos y hervía
por la victoria, dejando ver sonrisas que justificaban —por hoy al menos— dejar
de lado muchos asuntos a nivel personal, familiar y nacional para lanzar el
grito de Uruguay nomá.