viernes, 15 de junio de 2018

VIERNES CELESTE


El otoño es áspero en Montevideo. El cielo, casi siempre gris, aloja al sol huraño que no puede contra los nudos de nubes que se amontonan y que, ajenos al pronóstico de un día seco, dejan caer chubascos que aguzan la sensación térmica hasta muy abajo. Es fácil sentir que uno camina entre las páginas de cualquier historia de Juan Carlos Onetti, con el horizonte insípido y con el alma colgando de los bolsillos húmedos, sin un ápice de cielo azul al levantar la mirada.
                 El color celesteempoderado del ambiente desde hace meses, compensa el sinsabor del cielo: camisetas, pañuelos, bufandas, gorros, guantes, ropa de mascotas, autobuses tapizados y banderas de todos tamaños —desde las pequeñas que adornan los techos de los autos, las medianas que cubren la espalda de los aficionados hasta las enormes que cuelgan de los ventanales y los edificios— contagian la fiebre futbolera que se burla del frío que anda por las calles. 
             Hasta ayer, el tiempo estuvo encapotado; hoy viernes, como si el gerente del cielo hubiese coordinado una maniobra con los dirigentes deportivos y de las principales empresas del país —desde los medios de comunicación, la cerveza y los vendedores de autos—, el sol brilló desde temprano porque Uruguay debutaba en el mundial de fútbol.  A las nueve, hora del juego, Montevideo se convirtió en un cementerio.  El silencio gobernaba las calles.  No había peatones, no se veían buses y los semáforos, cuyas luces eran la excepción al color de la temporada, titilaban a solas. Yo no vi el partido por televisión pero lo seguí por radio mientras caminaba por el barrio.  Al principio todo era confianza en el colmillo del equipo, pero a medida que el reloj caminaba, la tensión aumentaba y el gol no llegaba. El narrador iba perdiendo compostura, cayendo en ocasiones en un lenguaje impropio para la radio.  El tipo le pedía a Dios el regalo, le suplicaba, pero el arquero egipcio era enorme y crecía con cada atajada.   Poco antes del final se marcó una falta favorable a Uruguay en la zona del tiro de esquina.  Minuto ochenta y nueve.  El árbitro mantenía congelada la pelota.  Los defensores egipcios no le obedecían en guardar la distancia para formar la barrera.  Y así, con la pelota parada como es frecuente para los celestes —que hoy jugaron de blanco, llegó el gol.  Entonces, mientras el comentarista empeñaba la garganta en el grito más esperado y que, como siempre que anota el equipo al que apoyan los locutores, duraría mucho, yo me quité los audífonos.  Escuché cohetes, gritos, silbatos, tambores, ollas, trompetas y una maraña de ecos que no identifiqué pero que paliaban la tensión acumulada desde la eliminación en octavos de final del mundial de Brasil hace cuatro años. Anotar a esas alturas del partido significaba la victoria.
            El árbitro silbó el final. Era un mediodía soleado aunque frío, pero solo por fuera; por dentro, la gente sonaba las bocinas de los autos y hervía por la victoria, dejando ver sonrisas que justificaban —por hoy al menos— dejar de lado muchos asuntos a nivel personal, familiar y nacional para lanzar el grito de  Uruguay nomá. 

domingo, 10 de junio de 2018

SOLSTICIO FRÍO


            
Uno de mis fragmentos favoritos de Moby Dick está en el capítulo cuatro.  Allí Melville, a través de Ismael, el narrador, recuerda que cuando era niño, y después de hacer una travesura, su madre lo castigó encerrándolo en el dormitorio por el resto de la tarde, cuando apenas era la hora catorce.  Al llegar a su cuarto cae en cuenta que es 21 de junio, solsticio de verano en el hemisferio norte.  Entonces vuelve con su madre y le ruega que le deje salir para gozar de la luz del sol en el día en que ésta se deja ver por más tiempo, pero ella no accede. Ismael vuelve a su habitación y, entre lágrimas, termina quedándose dormido.  Yo también espero con ansias ese atardecer como punto medio del año, pero en Uruguay sucede al revés. 
            Son las siete y cuarto de la mañana y aún está oscuro, y a la hora dieciocho la noche llegó desde hace rato.  A medida que se acerca el solsticio de invierno, la noche impera de manera más extensa y obliga al sol a mostrarse poco.  Después del día 21, el ciclo empezará a invertirse en forma gradual hasta llegar al 21 de diciembre, cuando el día durará mucho más.
            Aunque supe que sucedería, este resultó uno de los cambios para los que uno nunca se ha preparado suficiente.  De a poco voy adaptándome a la temperatura inferior a la que suele hacer en mi país, y aunque algunos amigos dicen que no es para tanto, yo lo padezco y no confío en los termómetros pues, por estar en una ciudad rodeada de mar, la humedad abunda y brinda una sensación siempre inferior a la temperatura. 
            Más allá de tener que salir con doble camisa, un súeter cerrado, abrigo, bufanda, gorro y a veces guantes —y lo engorroso que resulta llegar a un sitio con calefacción donde habrá que deshacer todo el proceso—, eso no es eso lo peor:
·     Cualquier cosa que ponga en mi mano durante la noche —un bolígrafo, un libro, el reloj o el tubo de pasta dental— resulta fría al primer tacto, y ni hablar del golpe helado ante la necesidad de sentarse en el baño.  
·   Aunque no soy amante de la sensación quemante en boca y esófago del té caliente, aquí debo beberlo de prisa porque un par de minutos bastan para que alcance la temperatura ambiente, y si dejo pasar más tiempo, se enfría. 
·   La ropa lavada parece no haberse secado a pesar de llevar dos o tres días expuesta al sol, pero no: es la humedad adherida a los tejidos la que hace dudar sobre si las prendas deben devolverse o no al armario,  por el temor de que queden con mal olor, como siempre que se guardan húmedas.

         La humedad parece tener otra consecuencia y es que, a diferencia del frío en Guatemala, aquí, por más que la sensación térmica sea muy baja y se cuele bajo la ropa y la piel, apenas me raja los labios. 
            Otra cosa que llama la atención es el tiempo de vida de las frutas.  Siempre busco tener una reserva de frutas variadas para comer en cualquier momento, pero me he topado con que aquí tienen un tiempo de vida mucho menor.   Cuando llegué al país solía comprar reservas de manzana, naranja y sobre todo de mandarina para la semana, pero a los pocos días tenía que descartar alguna que, a pesar de haber lucido firme y aún poco madura al comprarla, se había echado a perder .  Al principio pensé que era una aceleración en los procesos de descomposición asociada a la temperatura —en aquellos días hacía calor—, pero si sabemos que todas las reacciones químicas se aceleran con el calor, ¿cómo explicarlo en un clima cada vez más frío?