Una foto puede ser suficiente para desbaratar un recuerdo o para echar a andar de forma imparable el dominó de la nostalgia. A mitad de la semana pasada recibí varias veces la imagen de un camión evacuando las estanterías de la tienda de Zoila Urízar, La canche ─la rubia que la mayoría de antigüeños conocimos ya entrada en canas─ frente a la iglesia de La Merced de mi ciudad. Al principio supuse que era un rumor o un montaje fotográfico, negándome a creer que en verdad estaban desalojando el local. Tampoco quería averiguarlo, pero con las horas llegaron las versiones confirmatorias.
Incluso antes de la pandemia, el cierre del negocio (el cierre de otro negocio en este año nefasto) que ha servido para
encuentro de paisanos durante más de cincuenta años era una catástrofe que se
veía venir, dada la invasión que padece La Antigua. Varias veces
toqué el tema con Juan Carlos, hijo de La Canche y último administrador del
negocio, después de que ella, rozando los noventa, finalmente aceptó cederle el
mando.
Pasar por un cigarro o unos nuégados,
un vaso de jugo de durazno natural, un pan con aguacate, pollo picado o chile
relleno, o un plato de pepián eran cuestiones de vida o muerte para muchos antigüeños,
incluyéndome; y era también una parada obligada para cada visitante que quería
descubrir la cara íntima de la ciudad.
La Canche como observatorio de la dinámica social que se teje entre telarañas
en la pequeña ciudad levítica de Luis Cardoza y Aragón. Aquí también se podía sentar a desayunar
mientras se esperaba que los marchantes que venían de aldeas vecinas se acercaran con redes de pino, tiras
de manzanilla y cartuchos de corozo fresco recién traído de la costa para hacer
el altar en casa, tanto en cuaresma como en fin de año.
Fue aquí donde me encontré con mi primera
novia la tarde en que nos besamos por primera vez, donde bebí mis primeras
cervezas o donde compré el primer cigarrillo que me llevé a la boca, además de
ser el punto estratégico para ver salir la procesión de Jesús de la Merced cada
domingo de ramos.
No puedo contar las veces que charlé
con extranjeros que conocí allí, o con amigos que yo llevaba, ante un plato de
avena con leche al desayuno o un pache de papa y una taza de chocolate en la
tarde, bajo los retratos de Juan Pablo II, Benedicto XVI o el argentino
Francisco. La caterva de papas, obispos y arzobispos se combinaba con el peso
de los párpados cerrados de Jesús de San Felipe o el Cristo de Esquipulas en estampas
gigantes que adornaban las paredes, y en el altar principal del comedor la escultura
del Hermano Pedro de Bethancourt y su campana que reverbera en la conciencia de
todos los antigüeños, creyentes y no creyentes.
El cierre de la tienda de la Canche,
como tantas veces comenté con varios paisanos, es la amputación de un rincón (uno
más) en la memoria de la ciudad. Para bien o para mal, La Antigua Guatemala donde
yo crecí está desapareciendo.