lunes, 21 de diciembre de 2020

Adiós a La Canche

Una foto puede ser suficiente para desbaratar un recuerdo o para echar a andar de forma imparable el dominó de la nostalgia. A mitad de la semana pasada recibí varias veces la imagen de un camión evacuando las estanterías de la tienda de Zoila Urízar, La canche ─la rubia que la mayoría de antigüeños conocimos ya entrada en canas─ frente a la iglesia de La Merced de mi ciudad. Al principio supuse que era un rumor o un montaje fotográfico, negándome a creer que en verdad estaban desalojando el local. Tampoco quería averiguarlo, pero con las horas llegaron las versiones confirmatorias.

Incluso antes de la pandemia, el cierre del negocio (el cierre de otro negocio en este año nefasto) que ha servido para encuentro de paisanos durante más de cincuenta años era una catástrofe que se veía venir, dada la invasión que padece La Antigua. Varias veces toqué el tema con Juan Carlos, hijo de La Canche y último administrador del negocio, después de que ella, rozando los noventa, finalmente aceptó cederle el mando.

Pasar por un cigarro o unos nuégados, un vaso de jugo de durazno natural, un pan con aguacate, pollo picado o chile relleno, o un plato de pepián eran cuestiones de vida o muerte para muchos antigüeños, incluyéndome; y era también una parada obligada para cada visitante que quería descubrir la cara íntima de la ciudad.  La Canche como observatorio de la dinámica social que se teje entre telarañas en la pequeña ciudad levítica de Luis Cardoza y Aragón.  Aquí también se podía sentar a desayunar mientras se esperaba que los marchantes  que venían de aldeas vecinas se acercaran con redes de pino, tiras de manzanilla y cartuchos de corozo fresco recién traído de la costa para hacer el altar en casa, tanto en cuaresma como en fin de año. 

Fue aquí donde me encontré con mi primera novia la tarde en que nos besamos por primera vez, donde bebí mis primeras cervezas o donde compré el primer cigarrillo que me llevé a la boca, además de ser el punto estratégico para ver salir la procesión de Jesús de la Merced cada domingo de ramos.

            No puedo contar las veces que charlé con extranjeros que conocí allí, o con amigos que yo llevaba, ante un plato de avena con leche al desayuno o un pache de papa y una taza de chocolate en la tarde, bajo los retratos de Juan Pablo II, Benedicto XVI o el argentino Francisco. La caterva de papas, obispos y arzobispos se combinaba con el peso de los párpados cerrados de Jesús de San Felipe o el Cristo de Esquipulas en estampas gigantes que adornaban las paredes, y en el altar principal del comedor la escultura del Hermano Pedro de Bethancourt y su campana que reverbera en la conciencia de todos los antigüeños, creyentes y no creyentes. 

            El cierre de la tienda de la Canche, como tantas veces comenté con varios paisanos, es la amputación de un rincón (uno más) en la memoria de la ciudad. Para bien o para mal, La Antigua Guatemala donde yo crecí está desapareciendo. 

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Un lugar limpio y bien iluminado

 Ayer fue quince de diciembre, banderazo inicial a la recta final del año. Ayer también debieron iniciarse las posadas: en la tradición católica se organizan procesiones de barrio con las imágenes de María, José y un par de ángeles acompañándolos, que van de casa en casa hasta el día veinticuatro. Nueve días en memoria de los nueve meses de embarazo de María con Cristo en el vientre y su errancia buscando un sitio dónde atenderse el parto, pero este año no saldrán.  Es también la etapa de compras contrarreloj de obsequios innecesarios y de encuentros con amigos que no vemos hace mucho, y con estos últimos se dispara el consumo de bebida, comida y drogas mientras que el tráfico se descontrola, las compras se siguen disparando y el consumo de cualquier cosa se pavonea entre atascos viales.  Será por fin, y en contra de la sensatez que hemos intentado conservar desde hace nueve meses, el momento de volver a encontrarnos con los amigos para brindar, abrazarnos, encamarnos y romper con la cortina del distanciamiento social.  Por unos días, volveremos a ser los de siempre. 

Digo por unos días porque en enero todo se irá al carajo. Incluso antes de esta temporada, el aumento de los casos ya era considerable en los hospitales nacionales, y no dudo que pasa lo mismo en los privados, pero esa información nunca se hace pública.  Las campañas han sido en vano y la sobrecarga se percibe en las emergencias de los hospitales. Si desde siempre resulta natural un repunte de las consultas de los servicios de salud en los primeros días de enero, el próximo año tendremos, además de las intoxicaciones alimentarias, alcohólicas, y de los accidentes de tránsito, el tan esperado pico de infecciones por COVID.  

Basta ceñirse a la lógica. Si le proponen alguna de las siguientes opciones, ¿cuál escogería usted?:

a)  Me quedo en casa evitando convivios y reuniones familiares, para no exponer ni exponerme.

b)  Desarrollo síntomas respiratorios, aunque sean leves y busco ayuda, aunque esto implique resultar positivo para el virus y pasar la quincena más amorosa del año aislado en cuarentena.

c)  Hago caso omiso de los síntomas, me paso por el sobaco las recomendaciones sanitarias y salgo a beber un trago doble y a continuar la parranda, confiando en que el virus no se las cobre conmigo.

La respuesta de la mayoría de la población resulta bastante predecible, por desgracia.  Un país con tanta población joven no querrá perderse los convivios de fin de año.

Ya se sabe que es muy remoto pretender no beber, no bailar, no besar ni apechugar en estas fechas, todos lo hemos experimentado en cierta medida.   Solo se trata de saber hacer las cosas: si va a salir a beber hágalo en un sitio limpio y bien iluminado donde circule el aire, donde pueda tener distanciamiento de sus compañeros de copas y donde no le tomen fotos o videos que lo puedan comprometer y confinarlo de su propia alcoba o de su trabajo en forma permanente. 

martes, 1 de diciembre de 2020

Día internacional del VIH

 Nunca he entendido la finalidad de declarar un día en honor de una enfermedad.  Supongo que el nombre correcto es “día de la lucha contra…”, pero en su forma abreviada, hablar del día internacional del alcoholismo implicaría participar en un bacanal, o el día del cáncer de colon darse un atracón de hamburguesas, papas fritas y aguas gaseosas.  Ni pensar en que hoy se celebra el día internacional de (la lucha internacional contra) el virus de inmunodeficiencia humana, VIH.  Hace años una amiga me invitó a una fiesta por esta misma fecha.  Era fin de semana y yo no tenía nada más en mente, así que me preparé para ir, pero según se acercaba la hora temí verme en medio de una escena como en Eyes wide shut de Stanley Kubrick, y cuando llamó para decirme que estaba esperándome en la puerta, inventé cualquier excusa y desistí. No soy tan ambicioso en los apetitos de la piel.

En apenas treinta años de estar entre nosotros, el virus que desencadenó una batalla legal y sobre todo económica entre Estados Unidos y Francia, ha sido un parteaguas que nos ha enseñado muchísimo, obligándonos a replantear todo lo que habíamos aprendido en los siglos previos sobre cómo abordar las enfermedades infecciosas.    Al principio, resultar positivo para el virus era una condena a muerte, tanto por el mal pronóstico clínico debido a la carencia de herramientas diagnósticas y tratamientos, como por el estigma social que ha llevado al suicidio a muchos pacientes.  Por desgracia esto último aún sucede.

En condiciones ideales, ser VIH positivo (que no es lo mismo que padecer el SIDA, término que se busca reemplazar por VIH avanzado debido al estigma que provoca) no es sinónimo de muerte, y solo implica ser portador de una infección crónica que requiere disciplina al tomar los medicamentos, con los que el paciente puede morir de problemas de la tercera edad como cualquier persona no infectada, al menos en un entorno medianamente civilizado. Con dos citas médicas al año, el paciente puede vivir tranquilo y llevar su vida como si nada, apenas tomando un par de comprimidos cada día.

Este año la situación se complicó.  Debido al cierre del transporte entre el interior y la capital de país, los controles de laboratorio quedaron postergados y mucha gente no tuvo acceso a sus medicamentos y citas de control, que en Guatemala siguen, por desgracia, muy centralizados.  También disminuyó la captación de nuevos casos en los peores meses de la pandemia, y muchos pacientes se perdieron y fallecieron sin reporte a sus clínicas de control. Lo mismo pasó en todo el mundo con los programas de dengue, tuberculosis y enfermedades transmitidas por agua y alimentos, propias de los países pobres. Toda la atención se ha centrado en el coronavirus, haciendo aún más pobre el escaso apoyo a los programas para combatir las enfermedades que siguen matando a millones de personas en el submundo:  pandemias eternas y silentes con más muertes acumuladas, pero sin tanta pompa mediática.  Y mientras el mundo corre por una vacuna contra el virus que ha causado un millón y poco de muertes a nivel global, todos seguimos esquivando la mirada. Y no hablo del Africa subsahariana, donde miles de personas mueren cada día por hambre o infecciones que no son nuevas, sino de zonas urbanas de toda América Latina, pero al no ensuciar a los centros de poder, pueden seguir esperando por algunos siglos más.

Las enfermedades infecciosas, incluyendo al VIH y al coronavirus, siempre van a estar un paso adelante de nosotros, hay que entenderlo de una vez y aceptar que no importa qué descubramos, compremos o inventemos, la vida siempre encontrará formas de continuar sobre la tierra con o sin los humanos, que quizás con un par de decenas de miles de años ya hemos tenido suficiente.   

jueves, 16 de julio de 2020

LA GUARDIA BLANCA




El blanco siempre ha sido el color de los médicos. Los estudiantes de medicina, de cuerpo completo o solo en la bata, dejan ver a través de la blancura su juventud, sus ganas de aprender y de terminar de criarse en un medio hostil para la educación ─como tantas cosas en Guatemala─ mientras reafirman la promesa de aprender sobre el proceso-salud enfermedad a cambio de ofrecer alguna cura al enfermo, o al menos alivio.
Hoy el blanco se ha tragado a todo el personal, dentro y fuera del hospital: de los pies a la cabeza, apenas dejando un espacio para el rostro ─que será cubierto por gafas, mascarilla y careta─, el trabajador médico es un costal de polipropileno blanco.  Es un blanco distinto: a este le falta oxígeno, le pesa la fatiga y le sobra el miedo, y con esa mezcla debe inflar los pulmones y llenar de valor las tripas para entrar a las áreas de pacientes críticos. Este blanco no promete: asfixia, duele y mata. 
El color borra las diferencias entre los trabajadores de salud e impide reconocernos.  Médicos, enfermeros, técnicos de laboratorio o de rayos X y personal de limpieza lo usamos por igual.   Hay quien lo lleva fuera de las áreas indicadas, un poco por desinformación y otro poco por ostentación, y lo utiliza con el rostro descubierto, solo por si acaso. Otros, en los sitios indicados, lo complementan con máscaras como hocico de pulpo, gafas de mosca y careta de plástico. Es un blanco que no entiende razones, que no escucha y no se deja escuchar. El discurso del compañero no llega a los oídos y tampoco se puede apoyar en la lectura de los labios. Bajo varias capas, hay que gritar para darse a entender, y con frecuencia se debe repetir el mensaje dos o hasta tres veces pues la voz se ahoga bajo las mascarillas, sumando la fatiga vocal a la física y a la mental.
El blanco reina también en las áreas de emergencia, que no dejan de recibir ambulancias con enfermos con habla entrecortada, tos incontrolable y fatiga respiratoria, fatal muchas veces. Lo mismo en la morgue, que ya no es territorio negro sino del opuesto.   El lapso de seis horas en las que debe enterrarse un cuerpo fallecido por causa del virus se torna imposible de cumplir.  El volumen de muertos, el papeleo que conlleva cada uno, la dificultad para saber si los que mueren en la puerta del hospital son positivos o negativos, y la fila de carros fúnebres que esperan por recoger cuerpos, hacen que sea un trámite complicado, donde el plazo se cumple en muy pocos casos. 

jueves, 18 de junio de 2020

Sin planes

Casi al final de Parásitos, la película ganadora de varios premios Oscar este año, hay un diálogo que me quedó dando vueltas en la cabeza.  Sucede en el gimnasio donde se refugian los afectados por las inundaciones.  El protagonista joven, aferrado a su piedra de la suerte, le pregunta al padre cuál es su plan para resolver el enredo que dejaron en el sótano de la mansión.  Acostados sobre el piso, entre cientos de personas que solo conservan lo que tienen puesto, el padre responde que no tiene ningún plan y que esa es la mejor manera de abordar la vida, sin tener planes. 
            Justo allí nos ha golpeado la situación actual. Ha desbaratado nuestro esquema habitual donde todo era vivir viendo hacia adelante. Pasábamos semanas y meses planeando la cerveza del sábado, el almuerzo familiar del domingo, un paseo o una cita con alguien que acabamos de conocer. 
            ¿Todavía cabe preguntarse “qué hiciste anoche”?  ¿Qué hiciste en semana santa?  Hace dos años viajaste a Cancún o a Cartagena, hace un año fuiste a Panajachel o a las playas del Pacífico, y este año apenas subiste a la terraza cuatro tardes seguidas para emborracharte a solas mirando la puesta de sol. 

            Más allá de la zozobra sanitaria y económica, nunca habíamos vislumbrado un porvenir tan desierto.  Ya fuera en bonanza o en crisis, siempre teníamos proyectos para disfrutar o para sobreponernos de lo que sucedía.  Hoy eso no existe. Tu mirada rebota entre las paredes del dormitorio como pelota de ping pong desde hace meses, y cada vez que cruzas el umbral de tu puerta debes blindarte según tu precaución/paranoia te indique, y en el fondo sabes que estás picando las tripas del dragón que puede morderte ante cualquier descuido.
            El único rayo de luz que veo por ahora es cuando acude un paciente positivo que cumplió su aislamiento domiciliar y que vuelve a consultar para obtener el alta.  Muchos son, según el comportamiento de la infección en el país, varones jóvenes sin comorbilidades (los más activos económicamente).  Se les ve sonrientes, ansiosos de pasar la página; otros parecen obstinados de haber pasado dos semanas encerrados, quizás por las condiciones lamentables en que vive buena parte de la población trabajadora.  Algunos resultan negativos a la prueba control mientras otros permanecen positivos y deben extender el aislamiento.  Pero más allá del resultado, ellos confirman que hay futuro después del temblor, pero nadie sabe cuánto tiempo falta, y cada vez la famosa curva se extiende más en el tiempo, quizás en forma indefinida.  Hasta que hayamos tenido suficiente contacto con el virus, y aunque esto implique muchas pérdidas humanas de las poblaciones vulnerables que ya se conocen, los que sobrevivamos (me incluyo mientras toco madera) podremos contar cómo fue este año agrio. 

miércoles, 20 de mayo de 2020

Dos bolsas de libros


Doce por ciento (diez para algunos, quince para otros) de los afectados por el virus a nivel global corresponden a personal de salud: enfermeras, asistentes sociales, dietistas, personal operativo, pero sobre todo médicos lo han padecido, y muchos han muerto. No se especifica cómo lo adquirieron, y tampoco importa. Lo que importa es no sumarse a las estadísticas, o al menos hacerlo del lado menos cruel de las curvas. 
            Con los números que van en aumento cada día, dedicándome a las enfermedades infecciosas en un hospital público de un país pobre y hacinado, y ya con casos detectados en el personal ─lo que obliga a establecer cuarentenas y repartir el trabajo entre los que seguimos en pie─, cada jornada de trabajo es como jugar a la ruleta rusa.  Ante eso, y aunque muchos me tachen de fatalista, yo considero el contagio como algo inminente, y no por descuidado ni por exponerme más de la cuenta: pasa que un “pinche” virus, como todos los microorganismos, va muy por delante de nosotros en la escala evolutiva, y por más medidas, precauciones y paranoias que tomemos, se ha encargado de poner las cosas en su sitio, donde el hombre es solo un escalón más, una especie prescindible por completo, pues aun si desaparecemos, los ciclos biológicos renacerán como lo han hecho tantas veces en el pasado.
Así, solo queda mantener  las precauciones y confiar en mi sistema inmune para salir adelante. Por si la cosa se complica y debo hospitalizarme, tengo una mochila de emergencia. Además de los obvios pijama, jabón, cepillo y pasta dental, he pensado qué libros llevaría conmigo.  Tengo dos bolsas preparadas, sin decidirme todavía por alguna.  Por un lado, considerando que una temporada en el hospital puede generar un bajón, tengo varios títulos luminosos en mente: las cartas de Gustave Flaubert, Días y viajes de Paul Bowles, Viaje a los países socialistas de Gabriel García Márquez y una antología de poesía de Nicanor Parra.  Por otro, si se me antoja de hurgar hondo, tengo El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, El proceso de Franz Kafka, El llano en llamas de Juan Rulfo y los diarios de Katherine Mansfield.  Lamento no tener conmigo los cuadernos de Emil Cioran para hojearlos antes de dormir.  
Sobre la hora veré cuál bolsa me llevo.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Diagnósticos diferenciales


El examen físico es una herramienta insustituible en la práctica médica.  Puede sonar arcaico en este mundo tan atado a la tecnología, pero tres de cada cuatro diagnósticos provienen de una entrevista y una exploración adecuada en el paciente, aunque siempre hay rarezas, desde luego: cuadros infrecuentes de pacientes que “no leen el libro” y que expresan las enfermedades como se les antoja, y no como el médico espera.   Esta regla, que aparece en todos los libros clásicos de semiología y de medicina, parece romperse en el contexto actual.  Más allá de que los síntomas descritos y repetidos hasta el cansancio son fiebre, tos seca y dificultad para respirar, las sorpresas existen. 
         Cada día veo más pacientes consultando por problemas respiratorios, y a veces yo decido quién pasa a hisopado para detectar el virus y quién recibe tratamiento para otra infección.  Algunos acuden con deterioro clínico importante que me hace sospechar que serán positivos, y resulta que no; y otros, que veo tranquilos, sin mayores síntomas y a quienes he enviado a hisoparse más por insistencia o para evitarme líos administrativos, resultan positivos, algunos (quizás la mayoría) como portadores que nunca van a desarrollar la enfermedad. 
  Uno de los mayores desafíos que presenta este virus es su alta replicación en la mucosa nasal, y por ende su enorme capacidad de transmitirse aun sin que la persona muestre síntomas.  Esto no se había visto en otros virus de la misma familia ni tampoco en la influenza, letal desde siempre y que volverá a hacer estragos en la salud pública cuando pase este temblor. 
            Además de muy transmisible y apenas generar sospecha clínica, el corona tiene otra faceta feroz: el deterioro súbito en los casos que tienen enfermedades asociadas.  He visto pacientes positivos a las nueve de la mañana, con hallazgos físicos normales, que en seis horas desarrollan insuficiencia respiratoria y deben conectarse a un respirador, con desenlace fatal a veces. 
Muchas veces a los médicos se nos confunde con adivinos que debemos predecir qué pasará a qué hora con cada paciente, y es algo que escapa a cualquier colega, por más estudios o por más colmillo que haya adquirido con los años. Y ahora, más que nunca, la decisión se hace difícil, y cada vez que envío a casa un paciente con otro diagnóstico me deja una pelota atorada en la barriga.  

martes, 12 de mayo de 2020

Insomnio y olvido


Cuando empezaba a estudiar medicina sufrí lo que yo llamo el síndrome del médico principiante: cada enfermedad que leía en el libro y que luego descubría encarnada en mis pacientes creía padecerla yo mismo.  Así llegué a pensar que había desarrollado diabetes mellitus, hipertiroidismo, algunos tipos de psicosis y, como es frecuente en los años universitarios, alguna infección venérea.  Cada vez que me hacía estudios buscando el diagnóstico resultaban negativos, y con el tiempo me di cuenta de que no era el único en sugestionarme, ya que otros compañeros habían pasado por lo mismo, todos con distintas dolencias que nunca fueron reales sino pura imaginación. 
            Hoy, quince años después, he vuelto a padecer el síndrome.  Debido a la emergencia sanitaria actual, y en mayor medida por la neurosis global que la infla (quizás la mayor que ha padecido la humanidad), he presentado tos, fatiga al caminar, dolores musculares y sensación de fiebre.  Algunas noches me ha resultado difícil dormir por la idea de estar incubando al virus, y otras, más incómodas aún, he despertado a las tres de la mañana sin lograr retomar el sueño.  Esto último no está descrito ni asociado a la enfermedad, pero es algo común en un gran número de médicos. Somos muchos los colegas que hemos perdido el patrón normal de sueño en los últimos meses, con los efectos nocivos que esto genera en el ánimo y en el desempeño laboral (el Gabo se adelantó al mencionar la peste del insomnio en su novela más leída, que daba paso a algo muy probable para nuestro futuro cercano: el olvido y la idiotez sin pasado). 
            Volviendo a los síntomas, podrían ser somatización secundaria a la ansiedad general, alguna infección banal, o quizás sí fueron propios de la enfermedad, pero gracias a mi sistema inmune, he quedado entre la gran mayoría de casos a nivel global para adultos jóvenes sin enfermedades asociadas:  un resfriado, o menos que eso en muchos casos. 

viernes, 8 de mayo de 2020

Los rostros de hoy


Despierto veinte minutos tarde.  Me ducho de prisa, me cepillo los dientes y me voy sin desayuno, pensando en comprar algo en el camino.  Reviso si llevo llaves y teléfono, y salgo.  Cruzo la avenida sorteando los autos que, desde que inició la restricción de horario, conducen con la misma furia a las cinco de la mañana o de la tarde.  Me ajusto los audífonos y  me enfoco en las canciones que van sonando, como forma de evadir las miradas que me hacen sentir un ente raro.  Supongo que el buen humor que me genera la música contrasta con el estrés del ambiente.  Siento el aire refrescarme las mejillas mientras corre por mi boca y nariz hasta llenarme los pulmones. 
            Son ocho en punto.  Ya debería estar en la consulta y todavía me quedan unas cuadras.  Llego a la esquina donde se venden los jugos de naranja y los panes con frijol.  La mujer me ve llegar y da dos pasos hacia atrás, poniendo distancia.  Pido un jugo de naranja con pulpa y un pan con frijol.  Hurgo en mi bolso y en el fondo encuentro un billete que alcanza justo. Se lo alcanzo y lo recibe con la punta de los dedos, aterida contra la pared y con el brazo estirado. 
            Me llevo el vaso a la boca, busco la tela y no toco nada.  Mi cara descubierta es tan alarmante como si llevara desnuda la entrepierna.  Doy dos mordidas al pan y de un golpe trago el jugo.  Avanzo de prisa hacia el consultorio, fijándome en los rostros de la gente.
             Hay, por desgracia y orillada por el hambre, mucha gente en la calle.  Veo jardineros, albañiles, repartidores en camión y barrenderos. Detengo la vista en un grupo de mujeres jóvenes con pantalón azul y blusas rayadas de colores, sospecho que son empleadas bancarias.  Algunas tienen cuerpo atractivo, pero por más que imagine, no consigo brindarles un rostro.  ¿Qué somos los humanos sin rostro?  Pienso en la ortodoxia musulmana que condena a las mujeres a mostrar solo los ojos.  Vamos cerca nosotros, solo ojos, frente y cabello.   La curiosidad masculina, proscrita en los últimos años por otra ortodoxia rampante, debe conformarse con ver cuerpos e imaginar rostros para complementar el atractivo. 
            Llego al consultorio.  Todo el mundo está metido en lo suyo y nadie se percata de mi retraso.  Me acerco a la enfermera adminstradora y le pido una mascarilla.  La coloco sobre mi boca, me siento a la computadora y me sumerjo en la marea de recetas médicas que debo redactar antes de las diez.  

miércoles, 6 de mayo de 2020

Como los perros de Pavlov


Al principio de esta temporada no quería, y tampoco podía escribir. La orden de distanciamiento social poco antes del único tiempo en que la sociedad guatemalteca converge en las calles, borrando por unos días la brecha de clases, fue un mazazo; y si a eso le sumamos el temor que provocó el riesgo de infección apenas por cruzar palabras con cualquiera, fue una menjurje muy difícil de tragar (ojo que el riesgo sigue latente, incluso más que hace dos meses, aunque algunos imprudentes, incluso al más alto nivel del país, insistan en minimizarlo). 
Hoy no sé si estoy mejor o simplemente más habituado a la nueva rutina. Hemos aprendido, en forma obligatoria, a poner distancia con el otro, negando el contacto cara a cara. Al final de todo esto, siendo seres sociales, no debería ser difícil cesar la pausa y retomar los vínculos.  Pero si a esto le agregamos la desconfianza del otro, tan natural en los guatemaltecos como lastre heredado de la colonia y de los años de guerra, que nos ha convertido en una sociedad distante y desconfiada, ni hablar.
A veces veo que somos como los perros del científico ruso Iván Pavlov, famoso por sus experimentos sobre el reflejo condicionado. Pavlov premiaba a sus perros con un plato de comida por su buena conducta y los castigaba con un toque eléctrico por cualquier violación a las reglas: en nuestro caso el premio será la reapertura de los centros comerciales y centros nocturnos, y el castigo vendría por insistir en saludar con la mano, dar un abrazo o besar la mejilla (ni pensar en besos en la boca u otras concupiscencias). Esto provoca desde hace dos meses, además de la reprobación y alarma por parte del otro, cargo de conciencia por haber infringido las nuevas leyes de sanidad.   Y mientras más tiempo pasemos en este estado, más va a enraizarse en nosotros el condicionamiento y más nos va a tomar para desaprender el nuevo código aprendido a la fuerza.  O sea, seremos todavía menos sociales y menos afectuosos con el otro.   

viernes, 1 de mayo de 2020

El nuevo orden mundial


Al principio de esta temporada me resultaba difícil quedarme en casa, y a pesar del riesgo de mi profesión, me sentía (y sigo sintiéndome) afortunado de seguir activo. De hecho, yo sé poco o nada del encierro; lo he hecho solo en la tarde y noche de los días hábiles y algunos fines de semana, pues mis mañanas (y algunas noches) han sido de una tensión bárbara. Me hubiera resultado muy difícil pasar todo el día sin salir, y siempre estaba buscando pretextos para visitar la tienda de la esquina:  comprar alguna fruta, cebolla, huevos, agua con gas o un chocolate se convertían en obligaciones ineludibles. 

         La adaptación al nuevo orden mundial era cosa de tiempo, y ahora el pantalón de pijama, las camisetas promocionales y el suéter viejo para dormir se han convertido en mi segunda piel.  Ya no echo de menos la calle y cualquier trapo viejo me viene bien. Solo pensar que salir implica, a la vuelta, sacarme toda la ropa, ir directo a la ducha, desinfectar las llaves, el teléfono, el dinero y cualquier objeto que traiga, me gana la pereza y prefiero seguir oteando la vida desde mi ventana. De hecho, la retoma de mi blog responde a esta nueva existencia intramuros.

Varios amigos me sugirieron, desde siempre,  escribir en el blog estando de viaje, para contar lo que veía o escuchaba andando lejos.  La idea era tentadora, pero siempre consideré más productivo callejear, conversar, conseguir el ángulo para una foto o buscar novedades en librerías de viejo.  Lejos de casa, siempre prioricé la vida extra cerebral, como le llamo yo, por encima de la intracerebral.  Confiaba en que, tarde o temprano, podría sentarme a la máquina y teclear sin apuro. Hoy tampoco es que me abunde el tiempo, pues el trabajo me obliga a leer actualizaciones todos los días (hablo de novedades diagnósticas o terapéuticas y no de cifras: estas son y seguirán siendo un lastre) y sigo viviendo contrarreloj; mi trabajo me exige estar muy al día, pero de algún modo trataré de robarle unos minutos.

Noche de jueves


Jueves, cinco y cuarenta de la tarde.  Salgo del hospital y vuelvo a casa de prisa para que no me atrape afuera el toque de queda. En el camino hay un par de jacarandas que alfombran de lila el asfalto, como si no saben del momento que vivimos ¿Acaso ignoran que abril terminó y que deberían dejar de florear?  ¿No se dan cuenta de que el atardecer brillante es suficiente para hacernos babear por una cerveza con los amigos? ¿O si, aprovechando que mañana es viernes feriado, viajáramos a la playa para ver más de cerca la puesta de sol?  ¿Vamos a desquitarnos alguna vez las ganas de tantas cosas que nos hemos tragado durante estas semanas?
            Entro a casa a las seis menos diez.  Mientras me saco la ropa, me baño y me pongo la pijama, se hace de noche.  Me preparo alguna cosa rápida para comer y hojeo los diarios (cada día más raquíticos) recorriendo las páginas en diagonal.  Se me va el tiempo y sobre las nueve me llama la atención un ruido en la calle.  Dejo de lado el diario y aguzo el oído.  Son tacones caminando de prisa.  Quiero curiosear, pero no me animo. Me siento invadido, como Robinson Crusoe al descubrir las huellas en su isla. Son dos voces femeninas charlando y riendo en voz alta.  Las oigo alejarse.  Salgo al balcón y han doblado en la esquina. Me arrepiento de no haber salido antes. Quizás accedían si las invitaba a subir a mi departamento y beber algo.  Podría ser una oportunidad irrepetible en mucho tiempo. ¿Eran reales o solo alucinaciones?  ¿Existen todavía muchachas callejeando una noche antes del fin de semana largo?