Doce
por ciento (diez para algunos, quince para otros) de los afectados por el virus
a nivel global corresponden a personal de salud: enfermeras, asistentes
sociales, dietistas, personal operativo, pero sobre todo médicos lo han
padecido, y muchos han muerto. No se especifica cómo lo adquirieron, y tampoco
importa. Lo que importa es no sumarse a las estadísticas, o al menos hacerlo
del lado menos cruel de las curvas.
Con los números que van en aumento cada
día, dedicándome a las enfermedades infecciosas en un hospital público de un
país pobre y hacinado, y ya con casos detectados en el personal ─lo que obliga
a establecer cuarentenas y repartir el trabajo entre los que seguimos en pie─, cada
jornada de trabajo es como jugar a la ruleta rusa. Ante eso, y aunque muchos me tachen de
fatalista, yo considero el contagio como algo inminente, y no por descuidado ni
por exponerme más de la cuenta: pasa que un “pinche” virus, como todos los
microorganismos, va muy por delante de nosotros en la escala evolutiva, y por
más medidas, precauciones y paranoias que tomemos, se ha encargado de poner las
cosas en su sitio, donde el hombre es solo un escalón más, una especie prescindible
por completo, pues aun si desaparecemos, los ciclos biológicos renacerán como
lo han hecho tantas veces en el pasado.
Así, solo queda mantener las precauciones y confiar en mi sistema inmune
para salir adelante. Por si la cosa se complica y debo hospitalizarme, tengo una mochila de emergencia. Además de los obvios pijama, jabón,
cepillo y pasta dental, he pensado qué libros llevaría conmigo. Tengo dos bolsas preparadas, sin decidirme todavía por
alguna. Por un lado, considerando que
una temporada en el hospital puede generar un bajón, tengo varios títulos luminosos
en mente: las cartas de Gustave Flaubert, Días y viajes de Paul Bowles, Viaje a los países socialistas de Gabriel García
Márquez y una antología de poesía de Nicanor Parra. Por otro, si se me antoja de hurgar hondo,
tengo El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, El proceso de
Franz Kafka, El llano en llamas de Juan Rulfo y los diarios de Katherine
Mansfield. Lamento no tener conmigo los cuadernos de Emil Cioran para hojearlos antes de dormir.
Sobre la hora veré cuál bolsa me llevo.