miércoles, 20 de mayo de 2020

Dos bolsas de libros


Doce por ciento (diez para algunos, quince para otros) de los afectados por el virus a nivel global corresponden a personal de salud: enfermeras, asistentes sociales, dietistas, personal operativo, pero sobre todo médicos lo han padecido, y muchos han muerto. No se especifica cómo lo adquirieron, y tampoco importa. Lo que importa es no sumarse a las estadísticas, o al menos hacerlo del lado menos cruel de las curvas. 
            Con los números que van en aumento cada día, dedicándome a las enfermedades infecciosas en un hospital público de un país pobre y hacinado, y ya con casos detectados en el personal ─lo que obliga a establecer cuarentenas y repartir el trabajo entre los que seguimos en pie─, cada jornada de trabajo es como jugar a la ruleta rusa.  Ante eso, y aunque muchos me tachen de fatalista, yo considero el contagio como algo inminente, y no por descuidado ni por exponerme más de la cuenta: pasa que un “pinche” virus, como todos los microorganismos, va muy por delante de nosotros en la escala evolutiva, y por más medidas, precauciones y paranoias que tomemos, se ha encargado de poner las cosas en su sitio, donde el hombre es solo un escalón más, una especie prescindible por completo, pues aun si desaparecemos, los ciclos biológicos renacerán como lo han hecho tantas veces en el pasado.
Así, solo queda mantener  las precauciones y confiar en mi sistema inmune para salir adelante. Por si la cosa se complica y debo hospitalizarme, tengo una mochila de emergencia. Además de los obvios pijama, jabón, cepillo y pasta dental, he pensado qué libros llevaría conmigo.  Tengo dos bolsas preparadas, sin decidirme todavía por alguna.  Por un lado, considerando que una temporada en el hospital puede generar un bajón, tengo varios títulos luminosos en mente: las cartas de Gustave Flaubert, Días y viajes de Paul Bowles, Viaje a los países socialistas de Gabriel García Márquez y una antología de poesía de Nicanor Parra.  Por otro, si se me antoja de hurgar hondo, tengo El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, El proceso de Franz Kafka, El llano en llamas de Juan Rulfo y los diarios de Katherine Mansfield.  Lamento no tener conmigo los cuadernos de Emil Cioran para hojearlos antes de dormir.  
Sobre la hora veré cuál bolsa me llevo.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Diagnósticos diferenciales


El examen físico es una herramienta insustituible en la práctica médica.  Puede sonar arcaico en este mundo tan atado a la tecnología, pero tres de cada cuatro diagnósticos provienen de una entrevista y una exploración adecuada en el paciente, aunque siempre hay rarezas, desde luego: cuadros infrecuentes de pacientes que “no leen el libro” y que expresan las enfermedades como se les antoja, y no como el médico espera.   Esta regla, que aparece en todos los libros clásicos de semiología y de medicina, parece romperse en el contexto actual.  Más allá de que los síntomas descritos y repetidos hasta el cansancio son fiebre, tos seca y dificultad para respirar, las sorpresas existen. 
         Cada día veo más pacientes consultando por problemas respiratorios, y a veces yo decido quién pasa a hisopado para detectar el virus y quién recibe tratamiento para otra infección.  Algunos acuden con deterioro clínico importante que me hace sospechar que serán positivos, y resulta que no; y otros, que veo tranquilos, sin mayores síntomas y a quienes he enviado a hisoparse más por insistencia o para evitarme líos administrativos, resultan positivos, algunos (quizás la mayoría) como portadores que nunca van a desarrollar la enfermedad. 
  Uno de los mayores desafíos que presenta este virus es su alta replicación en la mucosa nasal, y por ende su enorme capacidad de transmitirse aun sin que la persona muestre síntomas.  Esto no se había visto en otros virus de la misma familia ni tampoco en la influenza, letal desde siempre y que volverá a hacer estragos en la salud pública cuando pase este temblor. 
            Además de muy transmisible y apenas generar sospecha clínica, el corona tiene otra faceta feroz: el deterioro súbito en los casos que tienen enfermedades asociadas.  He visto pacientes positivos a las nueve de la mañana, con hallazgos físicos normales, que en seis horas desarrollan insuficiencia respiratoria y deben conectarse a un respirador, con desenlace fatal a veces. 
Muchas veces a los médicos se nos confunde con adivinos que debemos predecir qué pasará a qué hora con cada paciente, y es algo que escapa a cualquier colega, por más estudios o por más colmillo que haya adquirido con los años. Y ahora, más que nunca, la decisión se hace difícil, y cada vez que envío a casa un paciente con otro diagnóstico me deja una pelota atorada en la barriga.  

martes, 12 de mayo de 2020

Insomnio y olvido


Cuando empezaba a estudiar medicina sufrí lo que yo llamo el síndrome del médico principiante: cada enfermedad que leía en el libro y que luego descubría encarnada en mis pacientes creía padecerla yo mismo.  Así llegué a pensar que había desarrollado diabetes mellitus, hipertiroidismo, algunos tipos de psicosis y, como es frecuente en los años universitarios, alguna infección venérea.  Cada vez que me hacía estudios buscando el diagnóstico resultaban negativos, y con el tiempo me di cuenta de que no era el único en sugestionarme, ya que otros compañeros habían pasado por lo mismo, todos con distintas dolencias que nunca fueron reales sino pura imaginación. 
            Hoy, quince años después, he vuelto a padecer el síndrome.  Debido a la emergencia sanitaria actual, y en mayor medida por la neurosis global que la infla (quizás la mayor que ha padecido la humanidad), he presentado tos, fatiga al caminar, dolores musculares y sensación de fiebre.  Algunas noches me ha resultado difícil dormir por la idea de estar incubando al virus, y otras, más incómodas aún, he despertado a las tres de la mañana sin lograr retomar el sueño.  Esto último no está descrito ni asociado a la enfermedad, pero es algo común en un gran número de médicos. Somos muchos los colegas que hemos perdido el patrón normal de sueño en los últimos meses, con los efectos nocivos que esto genera en el ánimo y en el desempeño laboral (el Gabo se adelantó al mencionar la peste del insomnio en su novela más leída, que daba paso a algo muy probable para nuestro futuro cercano: el olvido y la idiotez sin pasado). 
            Volviendo a los síntomas, podrían ser somatización secundaria a la ansiedad general, alguna infección banal, o quizás sí fueron propios de la enfermedad, pero gracias a mi sistema inmune, he quedado entre la gran mayoría de casos a nivel global para adultos jóvenes sin enfermedades asociadas:  un resfriado, o menos que eso en muchos casos. 

viernes, 8 de mayo de 2020

Los rostros de hoy


Despierto veinte minutos tarde.  Me ducho de prisa, me cepillo los dientes y me voy sin desayuno, pensando en comprar algo en el camino.  Reviso si llevo llaves y teléfono, y salgo.  Cruzo la avenida sorteando los autos que, desde que inició la restricción de horario, conducen con la misma furia a las cinco de la mañana o de la tarde.  Me ajusto los audífonos y  me enfoco en las canciones que van sonando, como forma de evadir las miradas que me hacen sentir un ente raro.  Supongo que el buen humor que me genera la música contrasta con el estrés del ambiente.  Siento el aire refrescarme las mejillas mientras corre por mi boca y nariz hasta llenarme los pulmones. 
            Son ocho en punto.  Ya debería estar en la consulta y todavía me quedan unas cuadras.  Llego a la esquina donde se venden los jugos de naranja y los panes con frijol.  La mujer me ve llegar y da dos pasos hacia atrás, poniendo distancia.  Pido un jugo de naranja con pulpa y un pan con frijol.  Hurgo en mi bolso y en el fondo encuentro un billete que alcanza justo. Se lo alcanzo y lo recibe con la punta de los dedos, aterida contra la pared y con el brazo estirado. 
            Me llevo el vaso a la boca, busco la tela y no toco nada.  Mi cara descubierta es tan alarmante como si llevara desnuda la entrepierna.  Doy dos mordidas al pan y de un golpe trago el jugo.  Avanzo de prisa hacia el consultorio, fijándome en los rostros de la gente.
             Hay, por desgracia y orillada por el hambre, mucha gente en la calle.  Veo jardineros, albañiles, repartidores en camión y barrenderos. Detengo la vista en un grupo de mujeres jóvenes con pantalón azul y blusas rayadas de colores, sospecho que son empleadas bancarias.  Algunas tienen cuerpo atractivo, pero por más que imagine, no consigo brindarles un rostro.  ¿Qué somos los humanos sin rostro?  Pienso en la ortodoxia musulmana que condena a las mujeres a mostrar solo los ojos.  Vamos cerca nosotros, solo ojos, frente y cabello.   La curiosidad masculina, proscrita en los últimos años por otra ortodoxia rampante, debe conformarse con ver cuerpos e imaginar rostros para complementar el atractivo. 
            Llego al consultorio.  Todo el mundo está metido en lo suyo y nadie se percata de mi retraso.  Me acerco a la enfermera adminstradora y le pido una mascarilla.  La coloco sobre mi boca, me siento a la computadora y me sumerjo en la marea de recetas médicas que debo redactar antes de las diez.  

miércoles, 6 de mayo de 2020

Como los perros de Pavlov


Al principio de esta temporada no quería, y tampoco podía escribir. La orden de distanciamiento social poco antes del único tiempo en que la sociedad guatemalteca converge en las calles, borrando por unos días la brecha de clases, fue un mazazo; y si a eso le sumamos el temor que provocó el riesgo de infección apenas por cruzar palabras con cualquiera, fue una menjurje muy difícil de tragar (ojo que el riesgo sigue latente, incluso más que hace dos meses, aunque algunos imprudentes, incluso al más alto nivel del país, insistan en minimizarlo). 
Hoy no sé si estoy mejor o simplemente más habituado a la nueva rutina. Hemos aprendido, en forma obligatoria, a poner distancia con el otro, negando el contacto cara a cara. Al final de todo esto, siendo seres sociales, no debería ser difícil cesar la pausa y retomar los vínculos.  Pero si a esto le agregamos la desconfianza del otro, tan natural en los guatemaltecos como lastre heredado de la colonia y de los años de guerra, que nos ha convertido en una sociedad distante y desconfiada, ni hablar.
A veces veo que somos como los perros del científico ruso Iván Pavlov, famoso por sus experimentos sobre el reflejo condicionado. Pavlov premiaba a sus perros con un plato de comida por su buena conducta y los castigaba con un toque eléctrico por cualquier violación a las reglas: en nuestro caso el premio será la reapertura de los centros comerciales y centros nocturnos, y el castigo vendría por insistir en saludar con la mano, dar un abrazo o besar la mejilla (ni pensar en besos en la boca u otras concupiscencias). Esto provoca desde hace dos meses, además de la reprobación y alarma por parte del otro, cargo de conciencia por haber infringido las nuevas leyes de sanidad.   Y mientras más tiempo pasemos en este estado, más va a enraizarse en nosotros el condicionamiento y más nos va a tomar para desaprender el nuevo código aprendido a la fuerza.  O sea, seremos todavía menos sociales y menos afectuosos con el otro.   

viernes, 1 de mayo de 2020

El nuevo orden mundial


Al principio de esta temporada me resultaba difícil quedarme en casa, y a pesar del riesgo de mi profesión, me sentía (y sigo sintiéndome) afortunado de seguir activo. De hecho, yo sé poco o nada del encierro; lo he hecho solo en la tarde y noche de los días hábiles y algunos fines de semana, pues mis mañanas (y algunas noches) han sido de una tensión bárbara. Me hubiera resultado muy difícil pasar todo el día sin salir, y siempre estaba buscando pretextos para visitar la tienda de la esquina:  comprar alguna fruta, cebolla, huevos, agua con gas o un chocolate se convertían en obligaciones ineludibles. 

         La adaptación al nuevo orden mundial era cosa de tiempo, y ahora el pantalón de pijama, las camisetas promocionales y el suéter viejo para dormir se han convertido en mi segunda piel.  Ya no echo de menos la calle y cualquier trapo viejo me viene bien. Solo pensar que salir implica, a la vuelta, sacarme toda la ropa, ir directo a la ducha, desinfectar las llaves, el teléfono, el dinero y cualquier objeto que traiga, me gana la pereza y prefiero seguir oteando la vida desde mi ventana. De hecho, la retoma de mi blog responde a esta nueva existencia intramuros.

Varios amigos me sugirieron, desde siempre,  escribir en el blog estando de viaje, para contar lo que veía o escuchaba andando lejos.  La idea era tentadora, pero siempre consideré más productivo callejear, conversar, conseguir el ángulo para una foto o buscar novedades en librerías de viejo.  Lejos de casa, siempre prioricé la vida extra cerebral, como le llamo yo, por encima de la intracerebral.  Confiaba en que, tarde o temprano, podría sentarme a la máquina y teclear sin apuro. Hoy tampoco es que me abunde el tiempo, pues el trabajo me obliga a leer actualizaciones todos los días (hablo de novedades diagnósticas o terapéuticas y no de cifras: estas son y seguirán siendo un lastre) y sigo viviendo contrarreloj; mi trabajo me exige estar muy al día, pero de algún modo trataré de robarle unos minutos.

Noche de jueves


Jueves, cinco y cuarenta de la tarde.  Salgo del hospital y vuelvo a casa de prisa para que no me atrape afuera el toque de queda. En el camino hay un par de jacarandas que alfombran de lila el asfalto, como si no saben del momento que vivimos ¿Acaso ignoran que abril terminó y que deberían dejar de florear?  ¿No se dan cuenta de que el atardecer brillante es suficiente para hacernos babear por una cerveza con los amigos? ¿O si, aprovechando que mañana es viernes feriado, viajáramos a la playa para ver más de cerca la puesta de sol?  ¿Vamos a desquitarnos alguna vez las ganas de tantas cosas que nos hemos tragado durante estas semanas?
            Entro a casa a las seis menos diez.  Mientras me saco la ropa, me baño y me pongo la pijama, se hace de noche.  Me preparo alguna cosa rápida para comer y hojeo los diarios (cada día más raquíticos) recorriendo las páginas en diagonal.  Se me va el tiempo y sobre las nueve me llama la atención un ruido en la calle.  Dejo de lado el diario y aguzo el oído.  Son tacones caminando de prisa.  Quiero curiosear, pero no me animo. Me siento invadido, como Robinson Crusoe al descubrir las huellas en su isla. Son dos voces femeninas charlando y riendo en voz alta.  Las oigo alejarse.  Salgo al balcón y han doblado en la esquina. Me arrepiento de no haber salido antes. Quizás accedían si las invitaba a subir a mi departamento y beber algo.  Podría ser una oportunidad irrepetible en mucho tiempo. ¿Eran reales o solo alucinaciones?  ¿Existen todavía muchachas callejeando una noche antes del fin de semana largo?