lunes, 28 de mayo de 2018

ÚLTIMO VIERNES DE MAYO


Era el último viernes de mayo y, como suele pasar aquí en esta época, la noche cayó alrededor de las seis.  Yo despertaba de la siesta y estaba hojeando periódicos de días atrás cuando un sonido me distrajo.  No es extraño escuchar tambores en Montevideo, pero sí en este barrio.  Me puse un segundo suéter encima del que ya tenía además de la camisa debajo, una chaqueta larga con el cierre ajustado hasta el cuello, una bufanda encima y salí.  Pensé que habría partido de básquet en el coliseo frente a casa, pero no.  Afuera, supe que se trataba de un ensayo de la porra del club deportivo Peñarol, uno de los de mayor arrastre en el país.  Ya en la calle sentí hambre y caminé en busca de una sandwichería que visité la semana pasada.  Subí por la calle Minas y al llegar a la plaza de los Treinta y Tres —que no suele llamarse así sino Plaza de los Bomberos pues aquí se encuentra la estación central—, cuyo nombre honra al grupo que peleó contra la colonia española, y encontré, a los pies de la estatua del General Lavalleja, a un grupo de hombres y mujeres, todos mayores, bailando tango alrededor de un equipo de sonido.  Terminaba una pieza y se separaban, y a los pocos segundos empezaba otra, con lo que se formaban nuevas parejas para continuar el baile.  En la otra acera, siempre en la avenida 18 y a los pies del Banco República,  había un grupo de mimos rodeado por un grupo de niños y adultos que, aunque no me detuve a verlos, noté que reían bastante. 
Seguí caminando por 18 en dirección sur, con la sorpresa de que era peatonal y el tráfico estaba siendo desviado por rutas paralelas.  Caminé por la avenida hasta llegar a la plazuela de la Intendencia de Montevideo, que estaba llena de gente.  Había un escenario principal donde una pareja de actores quienes, con disfraces de colores, sombreros cómicos y con la cara pintada , hacían chistes que divertían a una parte de los asistentes, quizás la menor, porque la mayoría estaba repartida entre los varios núcleos musicales que ocupaban la explanada.  Había una ronda de capoeira donde sonaban el birimbao, tambores tipo atabaque y panderetas, al tiempo que los niños simulaban un combate físico como es típico  en esta danza afrobrasileña.  Otro grupo tocaba temas tradicionales cubanos (Guantanamera, Son de la loma) con dos guitarras, un bongó y una flauta transversal.  Había, además, varios grupos haciendo teatro infantil y pintacaritas  para niños y adultos. 
La policía vigilaba en las bocacalles para que ningún vehículo ingresara a la zona, y si algún ciclista lo hacía debía descender y caminar con la bicicleta en la mano.  Seguí caminando avenida abajo y en la siguiente esquina, aún peatonal, había un pequeño grupo de murga, música tradicional uruguaya que se interpreta en la temporada del Carnaval. Aquí solo sonaban un redoblante y un tambor, pero la riqueza estaba en los coros que repetían la frase soy celeste, en alusión al mundial de fútbol que se avecina y que es tema de relevancia nacional. Estos cantores estaban vestidos de negro, con la ropa y sombreros tipo bombín cubiertos de flecos de colores vivos y con la cara maquillada con base blanca y mil tonos encima.
Doblé a la izquierda en la avenida Paraguay y encontré la sandwichería que buscaba, pero la parrilla  aún estaba calentándose, por lo que la cocinera me pidió algunos minutos.  Mientras tanto volví a 18 y vi que más abajo, hacia la plaza Cagancha, había más gente.  Caminé y me topé con tres grupos más.  El primero era  otra ronda de Capoeira, superior en número y en habilidad a la que había visto más temprano. Estos practicaban el combate en forma mucho más seria que la anterior mientras hacían gala de una elasticidad olímpica, y los músicos tenían una cadencia más pegajosa que se traducía en una interacción mucho mayor con el público.  El segundo grupo era media docena de actores pintados y vestidos de blanco que fingían ser  estatuas en posiciones juguetonas. Algunos tenían los ojos cerrados en forma fija y otros los mantenían abiertos casi sin pestañear, al tiempo que disminuían sus movimientos respiratorios al mínimo.  Justo al lado estaba el tercer grupo, una banda de candombe que, como siempre, se metía por los poros, la boca y las fosas nasales.  Los músicos, unas dos docenas que incluían viejos, adultos y niños con tambores de varios tamaños que colgaban del hombro, estaban dispuestos en forma circular, dejando el centro libre para quienes entre los asistentes se desprendían de los bastones, abrigos, bufandas y sombreros para bailar.  Al poco rato las estatuas rompieron su postura y se integraron al candombe, agregándole color al asunto. 
Eran las ocho de la noche y no parecía que hubiera nueve grados centígrados.  La música se había empoderado de las calles y las plazas del centro de la ciudad y regalaba un buen rato sin necesidad de pagar una entrada o algún consumo.  Algunos muchachos hacían correr botellas de licor o cerveza, pero no era requisito para sumarse a la fiesta.  Sobre las nueve cesaron todos los eventos, cada miembro de los grupos recogió su equipo y se marchó.  Entonces recordé el hambre.  Me subí el cierre de la chaqueta y volví a ponerme la bufanda que, sin notar cuándo, me había sacado del cuello.  Pasé por el sándwich y volví a casa. 

miércoles, 16 de mayo de 2018

BRINDIS DEL RECUERDO



La primera vez que salí del país por una temporada larga tenía diecisiete años. Entonces estaba habituado a beber cerveza, pues era lo más abundante y accesible para comprar en las cooperachas entre mis compañeros de secundaria.  En Cuba, donde hice la carrera de Medicina, también bebía cerveza, pero solo cuando alguno de los amigos latinoamericanos recibíamos dólares provenientes de casa, o si tocaba cobrar la bolsa estudiantil mensual que, aunque era poca cosa, alcanzaba para refrescar el cuerpo ante el calor del caribe.  En esos años me hice aficionado al ron, bebida fuerte derivada de la caña de azúcar que, al ser mucho más barata que la cerveza y mucho más efectiva (un litro basta para embriagar a tres o cuatro personas), era la ideal para nosotros, estudiambres que sin mucho preámbulo, y rodeados por una ensalada de pieles jóvenes de todo el continente, nos sentábamos frente al Mar Caribe para beberlo sin hielo ni mezclador. Esto tiene un valor cultural enorme en la isla, pues cada provincia tiene su producción propia y el consumo puede ser cotidiano sin que implique emborracharse (hay quienes se definen como bebedores de ron y no por eso son alcohólicos); en cambio, un palo’e ron acompaña las cosas cotidianas como jugar dominó, leer el periódico o comentar los partidos de béisbol nacional.
Volví a Guatemala tras varios años, y cada vez que me topaba con un amigo me invitaba a salir para contarle de mi vuelta a casa, desde luego, bebiendo cerveza.  Sin embargo, la marca más famosa del país se me hizo muy amarga, además de que la resaca era exagerada en relación con la cantidad ingerida: dos o tres botellas (poca cosa para lo usual) eran suficiente para amanecer indispuesto al otro día.  Tampoco bebo whisky.  A pesar de la excelente propaganda de que goza en todos lados, su dejo a madera nunca me ha gustado, y el vino me provoca un bajón de azúcar seguido de un sopor muy feo.  Por eso, y por mis años en el caribe, sigo con el ron. 
            En lo posible debe buscarse un ron con suficientes años de añejamiento para que se deje beber sin apuro, aunque esto no impide que, bien preparado con agua mineral, suficiente limón y un toque de sal, se disfrute de una bebida de menor alcurnia, como el aguardiente nacional de la mujer oriunda de Quetzaltenango.
            Aquí en el sur del continente es muy infrecuente el consumo de ron.  La mayoría de gente toma cerveza, pero yo sigo sin tolerar más de dos vasos. Así, he optado por la que es, quizás, la mejor salida: No beber.  Sin embargo, cuando  coincido con amigos opto por el fernet, bebida amarga preparada a partir de hierbas, agradable al gusto, potente para entrar en calor y con buen efecto digestivo. 
            La semana pasada, caminando en el centro de Montevideo, el semáforo me obligó a detenerme frente a una licorería, y mientras esperaba el verde me acerqué a las vitrinas.  Había variedad de cerveza y whisky, mucho vino argentino y chileno, además de algunos locales, y otras bebidas habituales aquí como la gancia y la grappa.  Sentí curiosidad por saber qué ron se vendía y tuve que llegar al fondo del comercial para encontrarlo.  Era la marca insignia de Cuba en el extranjero, y digo esto porque, aunque también se comercializa dentro de la isla, no es de consumo cotidiano pues se vende en dólares.   Había tres variedades: Silver dry, Añejo tres años y Añejo Gran Maestro.  Tomé la segunda (la primera, pobre en añejamiento, tiene un gusto rústico  y la tercera salía de mi presupuesto), la pagué y la puse en mi mochila. Volvía a casa y la dejé junto a la puerta de mi habitación por si hace falta llevarla conmigo.  En estos días que he cumplido un año más de vida, brindaré con un sabor conocido en un país poco conocido porque los doce meses que vienen sean mejores que los que estoy cerrando, y de paso combatiré el clima frío que ya se ha instalado aquí.  

miércoles, 9 de mayo de 2018

SABADO POR LA TARDE Y DOMINGO TODO EL DÍA



La avenida 18 de julio se llama así en memoria de la fecha en que se firmó la constitución del Uruguay, en el año 1830. Esta divide en dos la porción sur de Montevideo.  Esta avenida me genera varias reminiscencias. La primera que viene a mi mente, por la cercanía, por la abundancia de comercios, por los teatros y salas de concierto, y por su inclinación descendiente hacia la orilla del puerto, es la avenida Corrientes de Buenos Aires, al punto que hay tramos en los que uno podría dudar si se encuentra del lado acá o del lado allá del Río de La Plata; también la asocio, por el descenso y por la abundancia, no tanto de comercios sino por la cantidad de plazas y cines, con la avenida 23 del Vedado en La Habana que, igual que esta, desciende por La Rampa hacia el Malecón que aquí se llama Rambla; y por último, la denominación numérica me hace pensar en la 18 calle de la zona uno, en el centro de la capital de Guatemala. 
A pesar de la cifra coincidente y de la aglomeración de comercio, tanto formal como informal, de los peatones y del tráfico vehicular que abunda durante la semana, no existen, a partir del mediodía del sábado dos ciudades más distintas que Montevideo y Guatemala.  En mi país, el fin de la jornada laboral hace que las calles se llenen de gente, ya sea para ir de compras, para comer o beber, o por simple flâneurismo, pero aquí eso es impensable.  A las catorce horas del sábado, los comercios cierran y la ciudad se transforma en territorio fantasma que da prioridad al silencio y a las actividades intramuros.  Las plazas quedan desiertas, los semáforos pestañean sin vehículos a quienes regir y las hojas caídas de los árboles, única prueba de que a pesar de los chubascos y las tardes soleadas estamos en otoño, generan el único sonido que salta de una acera a otra sin que nadie las escuche volar. 
            Este rasgo semanal, que no es exclusivo de la capital uruguaya, sino que también asola a Buenos Aires y a Santiago de Chile, se extiende a las ciudades del interior y puede deberse a la impronta europea que valora el ocio por encima de la necesidad de trabajar horas extra.  A favor de esto puedo decir que el 1 de mayo el fenómeno se reprodujo en escala incluso mayor, con el silencio apenas roto por los manifestantes que desfilaban en recuerdo del origen lamentable de esta efeméride por los mártires de Chicago en 1886. 
El fenómeno se repite o quizás se exacerba el domingo.  Lo ideal ese día es, desde luego, quedarse en casa; pero si se antoja dar un paseo, hay dos posibilidades según la hora. 
            Si es de mañana y no llueve, lo mejor es acercarse a la calle Tristán Narvaja.  De lunes a sábado, esta calle tiene tiene un tránsito vehicular moderado que no llega al exceso de las avenidas principales,  y alberga, en los alrededores de la facultad de psicología, una docena de librerías que, entre ejemplares nuevos y usados en buenas condiciones, ofrecen títulos muy atractivos.  El domingo aquí —pero no solo aquí sino en un par de kilómetros a la redonda— el barrio se vuelve peatonal por la feria (mercado dirían en otros lugares) que se articula con una serie de timbiriches que alojan a vendedores de cualquier cosa, empezando por los comestibles: frutas y verduras, queso, carne, chorizo y especias, pero mucho más, pues también puede encontrarse ropa nueva y usada, recuerdos de viaje, utensilios de cocina, parrillas de todo tamaño, equipos de sonido, herramientas tipo martillo, tijeras, machetes, tubos, clavos y tornillos, artículos de aseo personal, ropa y perfumería;  tocadiscos, vinilos y casettes; baúles, cristalería de alcurnia, juegos de té, repuestos para ventiladores, lavadoras, computadoras y vehículos motorizados, entre miles de artilugios de otras épocas que en muchos casos solo son valiosos para coleccionistas.   Y ni hablar del mercado de libros usados que se forma, en doble pasillo, sobre la calle Paysandú, donde pude adquirir, a precios ínfimos, ediciones viejas de algunas joyas que se me habían escurrido durante años incluso en librerías de primera línea: Katherine Mansfield, Dino Buzzati, Francis Scott Fitzgerald, Allan Sillitoe, Rubem Fonseca y una antología de poesía latinoamericana. La lluvia puede disminuir la oferta de la feria (o cancelarla por completo en el caso de los libreros), pero la esencia se mantiene todo el año y es un atractivo cardinal de la ciudad.   
            A medida que el domingo rebasa el mediodía, los vendedores van levantando su mercancía y empiezan a marcharse; es hora de buscar un puesto de chorizos, empanadas o panchos (hot dog) para no quedarse con la barriga vacía pues la oferta de restaurantes o cafeterías es muy escasa en la tarde.  Luego, el destino es la Rambla donde sus muchos kilómetros son sitio de encuentro para tres actividades básicas: el flirteo entre parejas de toda edad, la pesca, muy practicada en forma familiar, y el deporte, ya sea en carrera pedestre, en bicicleta, ejercicio anaerobio con equipos instalados en la vía pública y futbol o básquet en algunas explanadas sobre la ribera del río.  Todas, ya sea en su desarrollo o al finalizar, se acompañan con el gusto amargo y quemante del mate, rasgo flagrante de la identidad uruguaya que se bebe hasta que se hace de noche o, si hay suficiente agua caliente, un poco más tarde.