Era el
último viernes de mayo y, como suele pasar aquí en esta época, la noche cayó alrededor
de las seis. Yo despertaba de la siesta y estaba hojeando periódicos de días atrás cuando un sonido me distrajo. No es extraño escuchar tambores en
Montevideo, pero sí en este barrio. Me
puse un segundo suéter encima del que ya tenía —además de la camisa debajo—, una
chaqueta larga con el cierre ajustado hasta el cuello, una bufanda encima y salí. Pensé que habría partido de básquet en el
coliseo frente a casa, pero no. Afuera, supe
que se trataba de un ensayo de la porra del club deportivo Peñarol, uno de los
de mayor arrastre en el país. Ya en la
calle sentí hambre y caminé en busca de una sandwichería que visité la semana
pasada. Subí por la calle Minas y al
llegar a la plaza de los Treinta y Tres —que no suele llamarse así
sino Plaza de los Bomberos pues aquí se encuentra la estación central—, cuyo nombre honra al grupo que peleó contra la colonia española, y encontré,
a los pies de la estatua del General Lavalleja, a un grupo de hombres y mujeres,
todos mayores, bailando tango alrededor de un equipo de sonido. Terminaba una pieza y se separaban, y a los
pocos segundos empezaba otra, con lo que se formaban nuevas parejas para continuar
el baile. En la otra acera, siempre en la
avenida 18 y a los pies del Banco República,
había un grupo de mimos rodeado por un grupo de niños y adultos que,
aunque no me detuve a verlos, noté que reían bastante.
Seguí caminando por 18 en dirección sur, con la
sorpresa de que era peatonal y el tráfico estaba siendo desviado por rutas paralelas. Caminé por la avenida hasta llegar a la plazuela
de la Intendencia de Montevideo, que estaba llena de gente. Había un escenario principal donde una pareja
de actores quienes, con disfraces de colores, sombreros cómicos y con la cara pintada , hacían chistes que divertían a una parte de los asistentes, quizás
la menor, porque la mayoría estaba repartida entre los varios núcleos musicales
que ocupaban la explanada. Había una
ronda de capoeira donde sonaban el birimbao, tambores tipo atabaque y
panderetas, al tiempo que los niños simulaban un combate físico como es
típico en esta danza afrobrasileña.
Otro grupo tocaba temas tradicionales cubanos (Guantanamera, Son de la
loma) con dos guitarras, un bongó y una flauta transversal. Había, además, varios grupos haciendo teatro
infantil y pintacaritas para niños y
adultos.
La policía vigilaba en las bocacalles para que
ningún vehículo ingresara a la zona, y si algún ciclista lo hacía debía
descender y caminar con la bicicleta en la mano. Seguí caminando avenida abajo y en la
siguiente esquina, aún peatonal, había un pequeño grupo de murga, música
tradicional uruguaya que se interpreta en la temporada del Carnaval. Aquí solo
sonaban un redoblante y un tambor, pero la riqueza estaba en los coros que repetían la frase soy celeste, en alusión
al mundial de fútbol que se avecina y que es tema de relevancia nacional. Estos
cantores estaban vestidos de negro, con la ropa y sombreros tipo bombín
cubiertos de flecos de colores vivos y con la cara maquillada con base blanca y
mil tonos encima.
Doblé a la izquierda en la avenida Paraguay y encontré
la sandwichería que buscaba, pero la parrilla aún estaba calentándose, por lo que la
cocinera me pidió algunos minutos.
Mientras tanto volví a 18 y vi que más abajo, hacia la plaza Cagancha,
había más gente. Caminé y me topé con tres
grupos más. El primero era otra ronda de Capoeira, superior en número y
en habilidad a la que había visto más temprano. Estos practicaban el combate en
forma mucho más seria que la anterior mientras hacían gala de una elasticidad
olímpica, y los músicos tenían una cadencia más pegajosa que se traducía en una
interacción mucho mayor con el público. El
segundo grupo era media docena de actores pintados y vestidos de blanco que fingían
ser estatuas en posiciones juguetonas. Algunos
tenían los ojos cerrados en forma fija y otros los mantenían abiertos casi sin
pestañear, al tiempo que disminuían sus movimientos respiratorios al mínimo. Justo al lado estaba el tercer grupo, una
banda de candombe que, como siempre, se metía por los poros, la boca y las
fosas nasales. Los músicos, unas dos
docenas que incluían viejos, adultos y niños con tambores de varios tamaños que colgaban del hombro, estaban dispuestos en forma circular, dejando
el centro libre para quienes entre los asistentes se desprendían de los bastones,
abrigos, bufandas y sombreros para bailar. Al poco rato las estatuas rompieron su postura
y se integraron al candombe, agregándole color al asunto.
Eran las ocho de la noche y no parecía que hubiera nueve
grados centígrados. La música se había
empoderado de las calles y las plazas del centro de la ciudad y regalaba un
buen rato sin necesidad de pagar una entrada o algún consumo. Algunos muchachos hacían correr botellas de
licor o cerveza, pero no era requisito para sumarse a la fiesta. Sobre las nueve cesaron todos los eventos,
cada miembro de los grupos recogió su equipo y se marchó. Entonces recordé el hambre. Me subí el cierre de la chaqueta y volví a
ponerme la bufanda que, sin notar cuándo, me había sacado del
cuello. Pasé por el sándwich y volví a
casa.