La avenida
18 de julio se llama así en memoria de la fecha en que se firmó la constitución
del Uruguay, en el año 1830. Esta divide en dos la porción sur de Montevideo. Esta avenida me genera varias reminiscencias.
La primera que viene a mi mente, por la cercanía, por la abundancia de comercios,
por los teatros y salas de concierto, y por su inclinación descendiente hacia
la orilla del puerto, es la avenida Corrientes de Buenos Aires, al punto que hay
tramos en los que uno podría dudar si se encuentra del lado acá o del lado allá
del Río de La Plata; también la asocio, por el descenso y por la abundancia, no
tanto de comercios sino por la cantidad de plazas y cines, con la avenida 23
del Vedado en La Habana que, igual que esta, desciende por La Rampa hacia el
Malecón que aquí se llama Rambla; y por último, la denominación numérica me hace
pensar en la 18 calle de la zona uno, en el centro de la capital de
Guatemala.
A pesar de la cifra coincidente y de la
aglomeración de comercio, tanto formal como informal, de los peatones y del
tráfico vehicular que abunda durante la semana, no existen, a partir del
mediodía del sábado dos ciudades más distintas que Montevideo y Guatemala. En mi país, el fin de la jornada laboral hace
que las calles se llenen de gente, ya sea para ir de compras, para comer o
beber, o por simple flâneurismo,
pero aquí eso es impensable. A las
catorce horas del sábado, los comercios cierran y la ciudad se transforma
en territorio fantasma que da prioridad al silencio y a las actividades
intramuros. Las plazas quedan desiertas,
los semáforos pestañean sin vehículos a quienes regir y las hojas caídas de los
árboles, única prueba de que a pesar de los chubascos y las tardes soleadas
estamos en otoño, generan el único sonido que salta de una acera a otra sin que
nadie las escuche volar.
Este rasgo semanal, que no es
exclusivo de la capital uruguaya, sino que también asola a Buenos Aires y a
Santiago de Chile, se extiende a las ciudades del interior y puede deberse a la
impronta europea que valora el ocio por encima de la necesidad de trabajar
horas extra. A favor de esto puedo decir
que el 1 de mayo el fenómeno se reprodujo en escala incluso mayor, con el
silencio apenas roto por los manifestantes que desfilaban en recuerdo del
origen lamentable de esta efeméride por los mártires de Chicago en 1886.
El fenómeno se repite o quizás se exacerba el
domingo. Lo ideal ese día es, desde
luego, quedarse en casa; pero si se antoja dar un paseo, hay dos posibilidades
según la hora.
Si es de mañana y no llueve, lo
mejor es acercarse a la calle Tristán Narvaja. De lunes a sábado, esta calle tiene tiene un tránsito
vehicular moderado que no llega al exceso de las avenidas principales, y alberga, en los alrededores de la facultad
de psicología, una docena de librerías que, entre ejemplares nuevos y usados en
buenas condiciones, ofrecen títulos muy atractivos. El domingo aquí —pero no solo aquí sino en un
par de kilómetros a la redonda— el barrio se vuelve peatonal por la feria (mercado
dirían en otros lugares) que se articula con una serie de timbiriches que
alojan a vendedores de cualquier cosa, empezando por los comestibles: frutas y
verduras, queso, carne, chorizo y especias, pero mucho más, pues también puede
encontrarse ropa nueva y usada, recuerdos de viaje, utensilios de cocina, parrillas
de todo tamaño, equipos de sonido, herramientas tipo martillo, tijeras, machetes,
tubos, clavos y tornillos, artículos de aseo personal, ropa y perfumería; tocadiscos, vinilos y casettes; baúles,
cristalería de alcurnia, juegos de té, repuestos para ventiladores, lavadoras,
computadoras y vehículos motorizados, entre miles de artilugios de otras épocas
que en muchos casos solo son valiosos para coleccionistas. Y ni hablar del mercado de libros usados que
se forma, en doble pasillo, sobre la calle Paysandú, donde pude adquirir, a
precios ínfimos, ediciones viejas de algunas joyas que se me habían escurrido
durante años incluso en librerías de primera línea: Katherine Mansfield, Dino
Buzzati, Francis Scott Fitzgerald, Allan Sillitoe, Rubem Fonseca y una
antología de poesía latinoamericana. La lluvia puede disminuir la oferta de la
feria (o cancelarla por completo en el caso de los libreros), pero la esencia se
mantiene todo el año y es un atractivo cardinal de la ciudad.
A
medida que el domingo rebasa el mediodía, los vendedores van levantando su
mercancía y empiezan a marcharse; es hora de buscar un puesto de chorizos,
empanadas o panchos (hot dog) para no quedarse con la barriga vacía
pues la oferta de restaurantes o cafeterías es muy escasa en la tarde. Luego, el destino es la Rambla donde sus
muchos kilómetros son sitio de encuentro para tres actividades básicas: el flirteo
entre parejas de toda edad, la pesca, muy practicada en forma familiar, y el
deporte, ya sea en carrera pedestre, en bicicleta, ejercicio anaerobio con
equipos instalados en la vía pública y futbol o básquet en algunas explanadas sobre
la ribera del río. Todas, ya sea en su
desarrollo o al finalizar, se acompañan con el gusto amargo y quemante del mate,
rasgo flagrante de la identidad uruguaya que se bebe hasta que se hace de noche
o, si hay suficiente agua caliente, un poco más tarde.
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