jueves, 8 de noviembre de 2018

LATINOAMÉRICA A VEINTE AÑOS DEL MITCH


Hace veinte años, justo entre finales de octubre y principios de noviembre del 98, fue la primera vez que sentí miedo de la naturaleza: nunca había visto llover tanto. La explanada que queda detrás del mercado municipal de mi ciudad, La Antigua Guatemala, era una piscina color chocolate que, sin respetar la calzada intermedia, se fundía con los campos municipales de futbol que el huracán Mitch había convertido en instalaciones de polo acuático.  
            El cielo estuvo gris durante una semana. La lluvia se adueñó de amaneceres y atardeceres sin dar tregua para que se colara un rayo de luz.  Fue el comienzo triste de mis penúltimas vacaciones de secundaria, pues ese año no hubo ascenso a las montañas cercanas, tampoco paseos en bicicleta ni partidos de futbol hasta hacerse de noche.  La prohibición de salir a la calle si no era necesario estaba en la prensa, en la radio y en la boca de todos los adultos, pero no en la televisión porque muchas antenas, incluyendo la de mi casa, cayeron destruidas por las tormentas.
            Aún recuerdo la cantidad de colchones, juguetes y cachivaches que eran arrastrados por la corriente y que se acumularon en la plazuela de San Felipe, al norte de la ciudad.  El tránsito de vehículos era limitado, y salir a pie era una aventura pues, para cruzar de una acera a otra, era inevitable sumergir, por lo menos, la mitad de la pierna y arriesgarse a ser arrastrado.  Mi hermana menor y yo salimos de casa al tercer día de encierro para saciar la curiosidad.  Caminamos varias cuadras, y al intentar cruzar la calle debimos detenernos. Esa tarde, inmóviles bajo la tormenta y parados sobre la acera, supimos qué era una catástrofe.
            Con los días, la lista de muertos en las comunidades más afectadas creció hasta el infinito (no por ser incontables sino porque en mi país, cuando hay un desastre, entendemos que si no podemos contabilizar a los vivos, menos a los muertos). En respuesta a la destrucción que provocó Mitch en el triángulo norte de América Central (de moda otra vez, por desgracia), el gobierno de Cuba envió contingentes de médicos, enfermeras y otros profesionales de la salud para apoyar a las comunidades afectadas.
El tiempo mejoró, las vacaciones terminaron, volví a la escuela y un año después, al final del bachillerato, estaba listo para ingresar a la facultad de Medicina en la Universidad. Unas horas antes de la ceremonia en la que recibiría mi diploma de secundaria, salí a caminar con mi padre y encontramos a un amigo suyo. Le conté de mis planes y me habló de las becas para hacer la carrera en Cuba. Entonces supe que en marzo de ese año (1999), para garantizar la presencia a largo plazo de mano de obra calificada en las zonas vulnerables, el gobierno cubano había creado la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM), que en casi dos décadas de existencia graduó en forma gratuita a más de veinte mil médicos, tanto para América Latina, como para Estados Unidos, el Caribe, Asia y África. Poco después reuní mis documentos, me sometí a una serie de exámenes, y tres meses más tarde viajé  para ser parte del mayor laboratorio educativo y social que ha existido en este lado del mundo.
            Ya en la isla nos agruparon por aulas de veinte alumnos, en los que había, por lo menos, uno o dos de cada país del continente y también de Guinea Ecuatorial, el único país africano de habla española. En ese caldo heterodoxo, además de aprender de cascadas bioquímicas, de los tipos de articulaciones que posee el organismo y de las tinciones para ver en el microscopio los cortes de tejido humano, conocí, entre muchos otros personajes de la región, a Juan Rulfo y a José Martí; y tras la lectura de Diles que no me maten y Nuestra América, empecé a ver que mi país era mucho más de lo poco que había conocido en mi adolescencia, al tiempo que comenzaba a tener nociones de qué significa ser latinoamericano. 
            El pensum se enfocaba en  formar al profesional básico, cuya atribución en un sistema dispensarizado es prevenir cualquier daño a la salud y detectar los riesgos antes de que se conviertan en problemas.  Esta visión no encaja en los sistemas sanitarios de muchos  países del continente, donde la proyección preventiva no existe y el médico debe ser un apagafuegos puramente curativo, luchando contra la carencia de políticas públicas, las limitaciones del presupuesto, el hacinamiento en las instalaciones, la escasez de insumos y a veces incluso contra la población: hay sitios donde no suele verse a un médico, por lo que cuando llega un recién graduado, inexperto por su juventud e ignorante de la concepción salud/enfermedad de nuestros pueblos originarios, choca contra un muro de piedra.
De ahí que hoy, a veinte años de la inauguración de la ELAM y a casi quince de la primera graduación, hay médicos nativos trabajando en comunidades donde nunca hubo uno, o si lo había, era un par de días a la semana, sin hablar el idioma local y ajeno a la cultura de la zona. Y mientras el intercambio entre colegas de diversos países enriquece la medicina a nivel global, el emparejamiento natural que se produce en cualquier grupo humano ha propiciado que haya médicos costarricenses trabajando en el nordeste de Brasil, guatemaltecos en la Araucanía al sur de Chile o en Pando, en el interior de Montevideo, así como peruanos en Belice, nigerianos en Bolivia o guineanos en El Salvador. Además, hay muchos otros que han logrado ubicarse, primero para continuar su formación y luego como docentes en Europa y en Estados Unidos. Y ni hablar de la herencia: todo esto ha producido niños paraguayo/hondureños, uruguayo/colombianos, ecuatoriano/ brasileños, argentino/cubanos y en muchas otras combinaciones.
Uno puede estar a favor o en contra de la línea del gobierno cubano, y puede incluso criticar el supuesto adoctrinamiento que recibimos durante nuestra formación (es falso: cada estudiante decidía si quería o no involucrarse en las organizaciones de masas de la isla y participar en las movilizaciones del gobierno), pero dado el fracaso que reflejan los sistemas de salud de los países libres del continente, ¿quién puede lanzar la piedra contra el modelo de la medicina cubana y contra el hecho de que, en alguna medida, se extienda por toda América Latina y un poco más allá? 






viernes, 15 de junio de 2018

VIERNES CELESTE


El otoño es áspero en Montevideo. El cielo, casi siempre gris, aloja al sol huraño que no puede contra los nudos de nubes que se amontonan y que, ajenos al pronóstico de un día seco, dejan caer chubascos que aguzan la sensación térmica hasta muy abajo. Es fácil sentir que uno camina entre las páginas de cualquier historia de Juan Carlos Onetti, con el horizonte insípido y con el alma colgando de los bolsillos húmedos, sin un ápice de cielo azul al levantar la mirada.
                 El color celesteempoderado del ambiente desde hace meses, compensa el sinsabor del cielo: camisetas, pañuelos, bufandas, gorros, guantes, ropa de mascotas, autobuses tapizados y banderas de todos tamaños —desde las pequeñas que adornan los techos de los autos, las medianas que cubren la espalda de los aficionados hasta las enormes que cuelgan de los ventanales y los edificios— contagian la fiebre futbolera que se burla del frío que anda por las calles. 
             Hasta ayer, el tiempo estuvo encapotado; hoy viernes, como si el gerente del cielo hubiese coordinado una maniobra con los dirigentes deportivos y de las principales empresas del país —desde los medios de comunicación, la cerveza y los vendedores de autos—, el sol brilló desde temprano porque Uruguay debutaba en el mundial de fútbol.  A las nueve, hora del juego, Montevideo se convirtió en un cementerio.  El silencio gobernaba las calles.  No había peatones, no se veían buses y los semáforos, cuyas luces eran la excepción al color de la temporada, titilaban a solas. Yo no vi el partido por televisión pero lo seguí por radio mientras caminaba por el barrio.  Al principio todo era confianza en el colmillo del equipo, pero a medida que el reloj caminaba, la tensión aumentaba y el gol no llegaba. El narrador iba perdiendo compostura, cayendo en ocasiones en un lenguaje impropio para la radio.  El tipo le pedía a Dios el regalo, le suplicaba, pero el arquero egipcio era enorme y crecía con cada atajada.   Poco antes del final se marcó una falta favorable a Uruguay en la zona del tiro de esquina.  Minuto ochenta y nueve.  El árbitro mantenía congelada la pelota.  Los defensores egipcios no le obedecían en guardar la distancia para formar la barrera.  Y así, con la pelota parada como es frecuente para los celestes —que hoy jugaron de blanco, llegó el gol.  Entonces, mientras el comentarista empeñaba la garganta en el grito más esperado y que, como siempre que anota el equipo al que apoyan los locutores, duraría mucho, yo me quité los audífonos.  Escuché cohetes, gritos, silbatos, tambores, ollas, trompetas y una maraña de ecos que no identifiqué pero que paliaban la tensión acumulada desde la eliminación en octavos de final del mundial de Brasil hace cuatro años. Anotar a esas alturas del partido significaba la victoria.
            El árbitro silbó el final. Era un mediodía soleado aunque frío, pero solo por fuera; por dentro, la gente sonaba las bocinas de los autos y hervía por la victoria, dejando ver sonrisas que justificaban —por hoy al menos— dejar de lado muchos asuntos a nivel personal, familiar y nacional para lanzar el grito de  Uruguay nomá. 

domingo, 10 de junio de 2018

SOLSTICIO FRÍO


            
Uno de mis fragmentos favoritos de Moby Dick está en el capítulo cuatro.  Allí Melville, a través de Ismael, el narrador, recuerda que cuando era niño, y después de hacer una travesura, su madre lo castigó encerrándolo en el dormitorio por el resto de la tarde, cuando apenas era la hora catorce.  Al llegar a su cuarto cae en cuenta que es 21 de junio, solsticio de verano en el hemisferio norte.  Entonces vuelve con su madre y le ruega que le deje salir para gozar de la luz del sol en el día en que ésta se deja ver por más tiempo, pero ella no accede. Ismael vuelve a su habitación y, entre lágrimas, termina quedándose dormido.  Yo también espero con ansias ese atardecer como punto medio del año, pero en Uruguay sucede al revés. 
            Son las siete y cuarto de la mañana y aún está oscuro, y a la hora dieciocho la noche llegó desde hace rato.  A medida que se acerca el solsticio de invierno, la noche impera de manera más extensa y obliga al sol a mostrarse poco.  Después del día 21, el ciclo empezará a invertirse en forma gradual hasta llegar al 21 de diciembre, cuando el día durará mucho más.
            Aunque supe que sucedería, este resultó uno de los cambios para los que uno nunca se ha preparado suficiente.  De a poco voy adaptándome a la temperatura inferior a la que suele hacer en mi país, y aunque algunos amigos dicen que no es para tanto, yo lo padezco y no confío en los termómetros pues, por estar en una ciudad rodeada de mar, la humedad abunda y brinda una sensación siempre inferior a la temperatura. 
            Más allá de tener que salir con doble camisa, un súeter cerrado, abrigo, bufanda, gorro y a veces guantes —y lo engorroso que resulta llegar a un sitio con calefacción donde habrá que deshacer todo el proceso—, eso no es eso lo peor:
·     Cualquier cosa que ponga en mi mano durante la noche —un bolígrafo, un libro, el reloj o el tubo de pasta dental— resulta fría al primer tacto, y ni hablar del golpe helado ante la necesidad de sentarse en el baño.  
·   Aunque no soy amante de la sensación quemante en boca y esófago del té caliente, aquí debo beberlo de prisa porque un par de minutos bastan para que alcance la temperatura ambiente, y si dejo pasar más tiempo, se enfría. 
·   La ropa lavada parece no haberse secado a pesar de llevar dos o tres días expuesta al sol, pero no: es la humedad adherida a los tejidos la que hace dudar sobre si las prendas deben devolverse o no al armario,  por el temor de que queden con mal olor, como siempre que se guardan húmedas.

         La humedad parece tener otra consecuencia y es que, a diferencia del frío en Guatemala, aquí, por más que la sensación térmica sea muy baja y se cuele bajo la ropa y la piel, apenas me raja los labios. 
            Otra cosa que llama la atención es el tiempo de vida de las frutas.  Siempre busco tener una reserva de frutas variadas para comer en cualquier momento, pero me he topado con que aquí tienen un tiempo de vida mucho menor.   Cuando llegué al país solía comprar reservas de manzana, naranja y sobre todo de mandarina para la semana, pero a los pocos días tenía que descartar alguna que, a pesar de haber lucido firme y aún poco madura al comprarla, se había echado a perder .  Al principio pensé que era una aceleración en los procesos de descomposición asociada a la temperatura —en aquellos días hacía calor—, pero si sabemos que todas las reacciones químicas se aceleran con el calor, ¿cómo explicarlo en un clima cada vez más frío?
           



lunes, 28 de mayo de 2018

ÚLTIMO VIERNES DE MAYO


Era el último viernes de mayo y, como suele pasar aquí en esta época, la noche cayó alrededor de las seis.  Yo despertaba de la siesta y estaba hojeando periódicos de días atrás cuando un sonido me distrajo.  No es extraño escuchar tambores en Montevideo, pero sí en este barrio.  Me puse un segundo suéter encima del que ya tenía además de la camisa debajo, una chaqueta larga con el cierre ajustado hasta el cuello, una bufanda encima y salí.  Pensé que habría partido de básquet en el coliseo frente a casa, pero no.  Afuera, supe que se trataba de un ensayo de la porra del club deportivo Peñarol, uno de los de mayor arrastre en el país.  Ya en la calle sentí hambre y caminé en busca de una sandwichería que visité la semana pasada.  Subí por la calle Minas y al llegar a la plaza de los Treinta y Tres —que no suele llamarse así sino Plaza de los Bomberos pues aquí se encuentra la estación central—, cuyo nombre honra al grupo que peleó contra la colonia española, y encontré, a los pies de la estatua del General Lavalleja, a un grupo de hombres y mujeres, todos mayores, bailando tango alrededor de un equipo de sonido.  Terminaba una pieza y se separaban, y a los pocos segundos empezaba otra, con lo que se formaban nuevas parejas para continuar el baile.  En la otra acera, siempre en la avenida 18 y a los pies del Banco República,  había un grupo de mimos rodeado por un grupo de niños y adultos que, aunque no me detuve a verlos, noté que reían bastante. 
Seguí caminando por 18 en dirección sur, con la sorpresa de que era peatonal y el tráfico estaba siendo desviado por rutas paralelas.  Caminé por la avenida hasta llegar a la plazuela de la Intendencia de Montevideo, que estaba llena de gente.  Había un escenario principal donde una pareja de actores quienes, con disfraces de colores, sombreros cómicos y con la cara pintada , hacían chistes que divertían a una parte de los asistentes, quizás la menor, porque la mayoría estaba repartida entre los varios núcleos musicales que ocupaban la explanada.  Había una ronda de capoeira donde sonaban el birimbao, tambores tipo atabaque y panderetas, al tiempo que los niños simulaban un combate físico como es típico  en esta danza afrobrasileña.  Otro grupo tocaba temas tradicionales cubanos (Guantanamera, Son de la loma) con dos guitarras, un bongó y una flauta transversal.  Había, además, varios grupos haciendo teatro infantil y pintacaritas  para niños y adultos. 
La policía vigilaba en las bocacalles para que ningún vehículo ingresara a la zona, y si algún ciclista lo hacía debía descender y caminar con la bicicleta en la mano.  Seguí caminando avenida abajo y en la siguiente esquina, aún peatonal, había un pequeño grupo de murga, música tradicional uruguaya que se interpreta en la temporada del Carnaval. Aquí solo sonaban un redoblante y un tambor, pero la riqueza estaba en los coros que repetían la frase soy celeste, en alusión al mundial de fútbol que se avecina y que es tema de relevancia nacional. Estos cantores estaban vestidos de negro, con la ropa y sombreros tipo bombín cubiertos de flecos de colores vivos y con la cara maquillada con base blanca y mil tonos encima.
Doblé a la izquierda en la avenida Paraguay y encontré la sandwichería que buscaba, pero la parrilla  aún estaba calentándose, por lo que la cocinera me pidió algunos minutos.  Mientras tanto volví a 18 y vi que más abajo, hacia la plaza Cagancha, había más gente.  Caminé y me topé con tres grupos más.  El primero era  otra ronda de Capoeira, superior en número y en habilidad a la que había visto más temprano. Estos practicaban el combate en forma mucho más seria que la anterior mientras hacían gala de una elasticidad olímpica, y los músicos tenían una cadencia más pegajosa que se traducía en una interacción mucho mayor con el público.  El segundo grupo era media docena de actores pintados y vestidos de blanco que fingían ser  estatuas en posiciones juguetonas. Algunos tenían los ojos cerrados en forma fija y otros los mantenían abiertos casi sin pestañear, al tiempo que disminuían sus movimientos respiratorios al mínimo.  Justo al lado estaba el tercer grupo, una banda de candombe que, como siempre, se metía por los poros, la boca y las fosas nasales.  Los músicos, unas dos docenas que incluían viejos, adultos y niños con tambores de varios tamaños que colgaban del hombro, estaban dispuestos en forma circular, dejando el centro libre para quienes entre los asistentes se desprendían de los bastones, abrigos, bufandas y sombreros para bailar.  Al poco rato las estatuas rompieron su postura y se integraron al candombe, agregándole color al asunto. 
Eran las ocho de la noche y no parecía que hubiera nueve grados centígrados.  La música se había empoderado de las calles y las plazas del centro de la ciudad y regalaba un buen rato sin necesidad de pagar una entrada o algún consumo.  Algunos muchachos hacían correr botellas de licor o cerveza, pero no era requisito para sumarse a la fiesta.  Sobre las nueve cesaron todos los eventos, cada miembro de los grupos recogió su equipo y se marchó.  Entonces recordé el hambre.  Me subí el cierre de la chaqueta y volví a ponerme la bufanda que, sin notar cuándo, me había sacado del cuello.  Pasé por el sándwich y volví a casa. 

miércoles, 16 de mayo de 2018

BRINDIS DEL RECUERDO



La primera vez que salí del país por una temporada larga tenía diecisiete años. Entonces estaba habituado a beber cerveza, pues era lo más abundante y accesible para comprar en las cooperachas entre mis compañeros de secundaria.  En Cuba, donde hice la carrera de Medicina, también bebía cerveza, pero solo cuando alguno de los amigos latinoamericanos recibíamos dólares provenientes de casa, o si tocaba cobrar la bolsa estudiantil mensual que, aunque era poca cosa, alcanzaba para refrescar el cuerpo ante el calor del caribe.  En esos años me hice aficionado al ron, bebida fuerte derivada de la caña de azúcar que, al ser mucho más barata que la cerveza y mucho más efectiva (un litro basta para embriagar a tres o cuatro personas), era la ideal para nosotros, estudiambres que sin mucho preámbulo, y rodeados por una ensalada de pieles jóvenes de todo el continente, nos sentábamos frente al Mar Caribe para beberlo sin hielo ni mezclador. Esto tiene un valor cultural enorme en la isla, pues cada provincia tiene su producción propia y el consumo puede ser cotidiano sin que implique emborracharse (hay quienes se definen como bebedores de ron y no por eso son alcohólicos); en cambio, un palo’e ron acompaña las cosas cotidianas como jugar dominó, leer el periódico o comentar los partidos de béisbol nacional.
Volví a Guatemala tras varios años, y cada vez que me topaba con un amigo me invitaba a salir para contarle de mi vuelta a casa, desde luego, bebiendo cerveza.  Sin embargo, la marca más famosa del país se me hizo muy amarga, además de que la resaca era exagerada en relación con la cantidad ingerida: dos o tres botellas (poca cosa para lo usual) eran suficiente para amanecer indispuesto al otro día.  Tampoco bebo whisky.  A pesar de la excelente propaganda de que goza en todos lados, su dejo a madera nunca me ha gustado, y el vino me provoca un bajón de azúcar seguido de un sopor muy feo.  Por eso, y por mis años en el caribe, sigo con el ron. 
            En lo posible debe buscarse un ron con suficientes años de añejamiento para que se deje beber sin apuro, aunque esto no impide que, bien preparado con agua mineral, suficiente limón y un toque de sal, se disfrute de una bebida de menor alcurnia, como el aguardiente nacional de la mujer oriunda de Quetzaltenango.
            Aquí en el sur del continente es muy infrecuente el consumo de ron.  La mayoría de gente toma cerveza, pero yo sigo sin tolerar más de dos vasos. Así, he optado por la que es, quizás, la mejor salida: No beber.  Sin embargo, cuando  coincido con amigos opto por el fernet, bebida amarga preparada a partir de hierbas, agradable al gusto, potente para entrar en calor y con buen efecto digestivo. 
            La semana pasada, caminando en el centro de Montevideo, el semáforo me obligó a detenerme frente a una licorería, y mientras esperaba el verde me acerqué a las vitrinas.  Había variedad de cerveza y whisky, mucho vino argentino y chileno, además de algunos locales, y otras bebidas habituales aquí como la gancia y la grappa.  Sentí curiosidad por saber qué ron se vendía y tuve que llegar al fondo del comercial para encontrarlo.  Era la marca insignia de Cuba en el extranjero, y digo esto porque, aunque también se comercializa dentro de la isla, no es de consumo cotidiano pues se vende en dólares.   Había tres variedades: Silver dry, Añejo tres años y Añejo Gran Maestro.  Tomé la segunda (la primera, pobre en añejamiento, tiene un gusto rústico  y la tercera salía de mi presupuesto), la pagué y la puse en mi mochila. Volvía a casa y la dejé junto a la puerta de mi habitación por si hace falta llevarla conmigo.  En estos días que he cumplido un año más de vida, brindaré con un sabor conocido en un país poco conocido porque los doce meses que vienen sean mejores que los que estoy cerrando, y de paso combatiré el clima frío que ya se ha instalado aquí.  

miércoles, 9 de mayo de 2018

SABADO POR LA TARDE Y DOMINGO TODO EL DÍA



La avenida 18 de julio se llama así en memoria de la fecha en que se firmó la constitución del Uruguay, en el año 1830. Esta divide en dos la porción sur de Montevideo.  Esta avenida me genera varias reminiscencias. La primera que viene a mi mente, por la cercanía, por la abundancia de comercios, por los teatros y salas de concierto, y por su inclinación descendiente hacia la orilla del puerto, es la avenida Corrientes de Buenos Aires, al punto que hay tramos en los que uno podría dudar si se encuentra del lado acá o del lado allá del Río de La Plata; también la asocio, por el descenso y por la abundancia, no tanto de comercios sino por la cantidad de plazas y cines, con la avenida 23 del Vedado en La Habana que, igual que esta, desciende por La Rampa hacia el Malecón que aquí se llama Rambla; y por último, la denominación numérica me hace pensar en la 18 calle de la zona uno, en el centro de la capital de Guatemala. 
A pesar de la cifra coincidente y de la aglomeración de comercio, tanto formal como informal, de los peatones y del tráfico vehicular que abunda durante la semana, no existen, a partir del mediodía del sábado dos ciudades más distintas que Montevideo y Guatemala.  En mi país, el fin de la jornada laboral hace que las calles se llenen de gente, ya sea para ir de compras, para comer o beber, o por simple flâneurismo, pero aquí eso es impensable.  A las catorce horas del sábado, los comercios cierran y la ciudad se transforma en territorio fantasma que da prioridad al silencio y a las actividades intramuros.  Las plazas quedan desiertas, los semáforos pestañean sin vehículos a quienes regir y las hojas caídas de los árboles, única prueba de que a pesar de los chubascos y las tardes soleadas estamos en otoño, generan el único sonido que salta de una acera a otra sin que nadie las escuche volar. 
            Este rasgo semanal, que no es exclusivo de la capital uruguaya, sino que también asola a Buenos Aires y a Santiago de Chile, se extiende a las ciudades del interior y puede deberse a la impronta europea que valora el ocio por encima de la necesidad de trabajar horas extra.  A favor de esto puedo decir que el 1 de mayo el fenómeno se reprodujo en escala incluso mayor, con el silencio apenas roto por los manifestantes que desfilaban en recuerdo del origen lamentable de esta efeméride por los mártires de Chicago en 1886. 
El fenómeno se repite o quizás se exacerba el domingo.  Lo ideal ese día es, desde luego, quedarse en casa; pero si se antoja dar un paseo, hay dos posibilidades según la hora. 
            Si es de mañana y no llueve, lo mejor es acercarse a la calle Tristán Narvaja.  De lunes a sábado, esta calle tiene tiene un tránsito vehicular moderado que no llega al exceso de las avenidas principales,  y alberga, en los alrededores de la facultad de psicología, una docena de librerías que, entre ejemplares nuevos y usados en buenas condiciones, ofrecen títulos muy atractivos.  El domingo aquí —pero no solo aquí sino en un par de kilómetros a la redonda— el barrio se vuelve peatonal por la feria (mercado dirían en otros lugares) que se articula con una serie de timbiriches que alojan a vendedores de cualquier cosa, empezando por los comestibles: frutas y verduras, queso, carne, chorizo y especias, pero mucho más, pues también puede encontrarse ropa nueva y usada, recuerdos de viaje, utensilios de cocina, parrillas de todo tamaño, equipos de sonido, herramientas tipo martillo, tijeras, machetes, tubos, clavos y tornillos, artículos de aseo personal, ropa y perfumería;  tocadiscos, vinilos y casettes; baúles, cristalería de alcurnia, juegos de té, repuestos para ventiladores, lavadoras, computadoras y vehículos motorizados, entre miles de artilugios de otras épocas que en muchos casos solo son valiosos para coleccionistas.   Y ni hablar del mercado de libros usados que se forma, en doble pasillo, sobre la calle Paysandú, donde pude adquirir, a precios ínfimos, ediciones viejas de algunas joyas que se me habían escurrido durante años incluso en librerías de primera línea: Katherine Mansfield, Dino Buzzati, Francis Scott Fitzgerald, Allan Sillitoe, Rubem Fonseca y una antología de poesía latinoamericana. La lluvia puede disminuir la oferta de la feria (o cancelarla por completo en el caso de los libreros), pero la esencia se mantiene todo el año y es un atractivo cardinal de la ciudad.   
            A medida que el domingo rebasa el mediodía, los vendedores van levantando su mercancía y empiezan a marcharse; es hora de buscar un puesto de chorizos, empanadas o panchos (hot dog) para no quedarse con la barriga vacía pues la oferta de restaurantes o cafeterías es muy escasa en la tarde.  Luego, el destino es la Rambla donde sus muchos kilómetros son sitio de encuentro para tres actividades básicas: el flirteo entre parejas de toda edad, la pesca, muy practicada en forma familiar, y el deporte, ya sea en carrera pedestre, en bicicleta, ejercicio anaerobio con equipos instalados en la vía pública y futbol o básquet en algunas explanadas sobre la ribera del río.  Todas, ya sea en su desarrollo o al finalizar, se acompañan con el gusto amargo y quemante del mate, rasgo flagrante de la identidad uruguaya que se bebe hasta que se hace de noche o, si hay suficiente agua caliente, un poco más tarde. 

jueves, 26 de abril de 2018

PRIMERA SEMANA


Al fin, una semana después de haber llegado a Uruguay, puedo sentarme a tomar algunas notas, y lo hago en una computadora ajena.  Estoy en la ciudad de Maldonado, a dos horas de Montevideo y en casa de una nueva amiga. 
            Antes de viajar pensaba que mis primeros días aquí serían como un chapuzón en una piscina helada y solitaria, pero me equivoqué: primero porque, en forma atípica y como consecuencia del desbarajuste climático que nos gobierna, el otoño, antesala al invierno austral, que de por sí es crudo y que para este año se anuncia peculiarmente frío, ha resultado un banquete con temperaturas promedio superiores a los veinticinco grados, con apenas un par de chubascos y con una serie de atardeceres soñados; y segundo, porque la acogida de los compañeros de la universidad, ahora especialistas en distintas ramas médicas y administradores de salud en varios niveles, ha sido fabulosa y se ha complementado con los nuevos amigos que he hecho en estos días y que llenan los recovecos que pueden horadar las emociones del recién llegado.
            El primer día fue muy movido.  Apenas llegué al apartamento, me duché y con la misma salí a almorzar con dos amigos. Comimos una parrillada que apenas cabía en el recipiente y bebimos dos litros de cerveza que, ya fuera por el cansancio del vuelo en mi caso ─además de un fernet con coca bien cargado─, las guardias médicas acumuladas en el de ella, o la dinámica de trabajo que se echa encima él, nos desbarataron a los tres, y pletóricos de endorfinas por la comida, la bebida y la buena charla entre viejos amigos, nos obligaron a tomar una siesta.  En mi caso ésta se extendió casi hasta la medianoche; solo entonces desperté para sacarme la ropa, comer una manzana y continuar de largo hasta el día siguiente.
            Sin embargo, la dinámica de despertar tarde, inusual en mí, se ha extendido por más de una semana, lo que, en alegato a mi favor, atribuyo al desgaste propio de cualquier mudanza.  Esto no ha impedido, por fortuna, que mis trámites avancen con fluidez.
            La segunda tarde volví a ver a mi amiga y tras beber un té en su casa, me topé con que su bicicleta estaba abandonada y requería de alguien con ganas de ponerla en órbita.  Después de un par de ajustes necesarios, y aún pendiente de afinarlos todos, eché a pedalear casi veinte años después de haberme desprendido mi bici.  Desde ese día hemos hecho un dúo, en el que me ha tocado sudar sin parar y volver a sentir mialgias olvidadas. 
            El resto de la semana mantuve la tónica de movimientos por el centro de la ciudad en busca de autenticar papeles, registrar la entrada al país y ubicar el hospital y a los contactos médicos.  Fue hasta el fin de semana que pude descansar.  Pasé todo el sábado bajo un sopor del que apenas pude escapar a las cinco de la tarde para estirar el cuerpo en La Rambla. A pesar de compartir nombre con su par en Barcelona, ésta no se corresponde aquella sino con el Malecón de La Habana, al ser una avenida costera que rodea todo Montevideo en un recorrido caprichoso que se extiende por más de veinte kilómetros.  Al principio temí que la buena mano climática hubiera decidido quitarme la suerte de encima, pero al llegar al litoral noté que, aunque el mar lucía inquieto y el cielo amenazaba encapotado, era cosa de tiempo, porque en el último rescoldo de la tarde, y forcejeando entre las nubes color plomo, el sol logró colar algunos rayos y luego él mismo, como la yema de un huevo crudo que rebota entre la clara al romperse el cascarón, se dejó ver bañado en tonos fulgurantes. 
            La mañana siguiente resultó aún más gris, pero en la tarde ninguna nube se atrevió a  interponerse y el sol se lució en una puesta para fotografiar y enmarcar.  Más tarde, como colofón, me acerqué a la plaza Juan Ramón Gómez, en la esquina de las calles Durazno y Minas para un habitual del domingo a la noche, el ensayo de los candomberos de “Valores de Ansina” en el barrio Palermo.  Apenas llegué vi, alrededor de una fogata, a un grupo de muchachos que bailaba capoeira y que, apenas empezaron a rugir los cueros, cesó lo suyo y se unió al desfile que siguió a las docenas de percusionistas (no pude contarlos pero estimo que entre músicos, acompañantes/bailadores y curiosos, éramos doscientos metros de gente moviéndose en el centro de la ciudad).  Habrán sido dos horas de descarga cuando, después de recorrer unas seis cuadras  en dirección norte sobre la calle Minas, llegamos a la avenida Constituyente, muy cerca de la Avenida 18 de julio que funciona como espina dorsal de la parte más al sur de la capital, y el espectáculo terminó; acto seguido, todo el mundo (hombres y mujeres, algo natural aquí)  se dio un beso en la mejilla y a la casa.  Cierre redondo a mi primera semana en el paisito como muchos locales llaman a su terruño.