Pocas actividades pueden ser tan apasionantes como el ejercicio de la medicina. Ella, privilegiada entre todas las profesiones, es capaz de hacernos recorrer, en instantes apenas, la distancia que separa la salud y el sufrimiento, la vida y la muerte. No sé de ningún otro oficio que permita escudriñar lo más profundo de las penas y temores del ser humano.
Sin embargo, a pesar de aliviar dolores, también tiene su lado amargo: tratar muy de cerca a la muerte. Esta vez fue a través de un certificado de defunción. Aunque no la vi a los ojos como en otras ocasiones, siempre es incómodo codearse con ella. Nunca es grato interrogar al familiar, apenas momentos después del deceso, sobre las condiciones en que sucedió. No quisiera tener que hacerlo, pero es mi trabajo. Y lo peor: este no era un documento común y corriente. La difunta apenas estaba por cumplir dos meses de edad.
El padre de la criatura entró cabizbajo a mi consultorio, arrastrando las botas cubiertas de lodo y con el cuerpo encorvado hacia adelante. De inmediato le ofrecí la silla, en la cual se acomodó después de colocar el machete en el piso. Sentado frente a él busqué su mirada. Fueron unos cuantos segundos persiguiendo sus ojos sin hallarlos; estaban clavados sobre sus muslos. Sin más, le pedí que me contara lo sucedido. En ese momento elevó la cabeza y pude ver, en medio de un rostro terroso y apergaminado, dos pupilas muy negras, rodeadas por una maraña de venas rojas que parecían estar a punto de explotar. Luego dijo:
-No sé que le pasó. Nació bien, pero luego se acatarró; le dimos remedio pero no mejoró.
Muy poca información. Era difícil reconstruir los hechos con eso. Interrogué sobre síntomas o signos que pudieran orientarme hacia la causa real de la muerte, pero no encontré nada. Reuní los datos y los acomodé en mi mente para plasmarlos en el documento. Durante esos minutos se mantuvo en silencio. Al final agregó:
-Tenía razón el otro médico cuando dijo que mi mujer debía planificar.
-¿Por qué? –pregunté mientras le entregaba la certificación.
-El año pasado, después que mi mujer parió la llevaron al hospital, y allí le dijeron que se operara para no tener más hijos, pero yo no quise.
-¿Y por qué no la dejó operarse?
-Eso sólo lo hacen las mujeres perdidas.
Asimilando el golpe, continué -¿Y cuantos hijos tiene?
-Nueve vivos, y con esta cuatro muertos. Pero ahora “creo” que si voy a dejar que se opere.
Sus respuestas, aunque escuetas, helaron el camino que va de mis oídos al cerebro, y también al corazón. Y me hizo también preguntarme por qué aún hay instituciones muy poderosas a nivel mundial empecinadas en evitar la difusión de la educación sexual a nivel escolar y la promoción masiva de los métodos de planificación familiar. Dado que sus miembros ignoran qué es trabajar con machete, tostarse bajo el sol, y no tienen ni idea del hecho de pasar hambre, les conviene preservar en sus seguidores la antigua creencia de que “todo niño nace con el pan bajo el brazo”. Así, yo mismo respondí mi pregunta.