El blanco siempre ha sido el
color de los médicos. Los estudiantes de medicina, de cuerpo completo o solo en la bata,
dejan ver a través de la blancura su juventud, sus ganas de aprender y de
terminar de criarse en un medio hostil para la educación ─como tantas cosas en Guatemala─
mientras reafirman la promesa de aprender sobre el proceso-salud enfermedad a cambio de ofrecer alguna
cura al enfermo, o al menos alivio.
Hoy el
blanco se ha tragado a todo el personal, dentro y fuera del hospital: de los
pies a la cabeza, apenas dejando un espacio para el rostro ─que será cubierto
por gafas, mascarilla y careta─, el trabajador médico es un costal de
polipropileno blanco. Es un blanco
distinto: a este le falta oxígeno, le pesa la fatiga y le sobra el miedo, y con
esa mezcla debe inflar los pulmones y llenar de valor las tripas para entrar a
las áreas de pacientes críticos. Este blanco no promete: asfixia, duele y
mata.
El color
borra las diferencias entre los trabajadores de salud e impide
reconocernos. Médicos, enfermeros,
técnicos de laboratorio o de rayos X y personal de limpieza lo usamos por
igual. Hay quien lo lleva fuera de las
áreas indicadas, un poco por desinformación y otro poco por ostentación, y lo
utiliza con el rostro descubierto, solo por si acaso. Otros, en los sitios
indicados, lo complementan con máscaras como hocico de pulpo, gafas de mosca y
careta de plástico. Es un blanco que no entiende razones, que no escucha y no
se deja escuchar. El discurso del compañero no llega a los oídos y tampoco se
puede apoyar en la lectura de los labios. Bajo varias capas, hay que gritar
para darse a entender, y con frecuencia se debe repetir el mensaje dos o hasta
tres veces pues la voz se ahoga bajo las mascarillas, sumando la fatiga vocal a
la física y a la mental.
El blanco
reina también en las áreas de emergencia, que no dejan de recibir ambulancias
con enfermos con habla entrecortada, tos incontrolable y fatiga respiratoria,
fatal muchas veces. Lo mismo en la morgue, que ya no es territorio negro sino
del opuesto. El lapso de seis horas en
las que debe enterrarse un cuerpo fallecido por causa del virus se torna
imposible de cumplir. El volumen de
muertos, el papeleo que conlleva cada uno, la dificultad para saber si los que
mueren en la puerta del hospital son positivos o negativos, y la fila de carros
fúnebres que esperan por recoger cuerpos, hacen que sea un trámite complicado,
donde el plazo se cumple en muy pocos casos.