Paso
la noche buscando algunas de las muchas columnas memorables de Juan Forn, autor
argentino fallecido hace unos días, al tiempo que hojeo un volumen con sus textos
cortos publicados cada viernes como contraportadas del diario Página12, que
me hacían esperar a que se acabara la semana para volver a leerlo. Recuerdo la vez que lo conocí en una librería
de Buenos Aires, donde todo el mundo lo reconocía, pero nadie lo importunaba;
parecían respetar su búsqueda del volumen oculto y empolvado que todos los
clientes, e incluso los libreros, pasarían por alto hasta que su olfato pusiera
a todo el mundo sobre aviso de lo que, lejos de las novedades y de los más
vendidos, valía la pena leer.
Rara vez abordaba libros o autores
de moda; tampoco buscaba un rasgo sorprendente que dejara con la boca abierta a
sus lectores. En cambio, mostraba el
reverso de cada historia. Imagino cuántas
horas pasaba investigando las minucias, los detalles grises de la biografía de los
personajes de sus textos semanales. Su
galería era muy amplia: empezó, como aceptación de su pecado original como
lector de autores estadounidenses, escribiendo sobre Hemingway, Cheever y los Faulkner
(no solo William sino también John, el hermano menor y a la madre de ambos), hasta
alumbrar el descubrimiento tardío de una joya oculta como Stoner de John
Williams. Tuvo ojos regionales también para narrar el surmenage que
Cabrera Infante sufrió trabajando de guionista en Hollywood, para lanzar una
nueva mirada sobre Horacio Quiroga, dedicar una necrológica a Idea Vilariño, a los amores clandestinos de Agustín Lara, o
llamar la atención sobre Pablo Larraín y los nuevos cineastas chilenos.
Una enfermedad grave lo hizo poner
una pausa y tomar distancia. Se mudó al
mar y abandonó la pluma por un largo tiempo, y volvió sin intenciones de
retomar el camino. Sus publicaciones se
hicieron más esporádicas y le nació una curiosidad por las orillas. Empezó a abordar a poetas chinos rurales que
macheteaban a su esposa, pintores japoneses, soldados soviéticos casi anónimos o,
como en la última columna que publicó dos días antes de morir, a los guslari,
rapsodas yugoslavos sobrevivientes a la guerra de los Balcanes.
Su estrategia es enganchar al lector
con un dato histórico, en apariencia sin relación con el tema, hasta que, en
forma traicionera, conecta, por ejemplo, a la servidumbre del emperador romano con
las borracheras de Fitzgerald en los años del jazz, pescando al lector más
esquivo a través de una escritura mestiza entre el ensayo, la
crítica y el perfil, aderezándola al punto justo, más que cualquier ficción
ambiciosa. Muchas veces he dudado si las conexiones que plantea son reales o si
nacen de su imaginación. Tampoco importa:
el disfrute de su lectura no pelea con la veracidad. Forn parece haber adoptado la idea de Bruce
Chatwin, a quien no le importaba contar algo real o inventado mientras que le
permitiera armar buenas historias. La búsqueda por conectar los vasos
comunicantes subterráneos, los pasos perdidos que le guíen hacia encontrar las
piedras en la playa, mitad por colmillo lector y mitad por azar.
Editor generoso, al punto que muchos
destacan este oficio suyo por encima del columnista, del traductor y del
narrador, describe su inicio en la literatura en “Veneno”, quizás mi favorita entre
todas sus columnas (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-192252-2012-04-20.html). Aquí confiesa haber entendido la literatura
desde adentro al comprender que “En el oficio de
escribir se aprende rápido que, más útil que tener una musa, es haberla
perdido”.
Pasada la medianoche me encuentro
con “Morir es otra cosa”, otra columna suya entrañable. Aquí (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-120956-2009-03-05.html?fbclid=IwAR330Xf_dBfcXNrAxgfl4VrxMamMwynOLDp3NTltpDeB63r-L95M3IC_tZE)
reseña, otra vez, una rareza
inencontrable, de donde toma los pensamientos de una doctora que habla sobre la
muerte: “Siempre que sea posible, los pacientes deben
morir en un lugar familiar y querido. No deben morir en soledad”. No
dudo que la muerte encontró a Juan así, cerca del mar y acuerpado por la
biblioteca que cultivó durante décadas. No puede haber lugar más familiar ni
más querido, donde las buenas lecturas amueblan los rincones sin dejar espacio
para la soledad ni el vacío, tanto para él, que ya se fue, como para
los que permanecemos de este lado.