martes, 22 de junio de 2021

Juan Forn: Los pasos perdidos

 

Paso la noche buscando algunas de las muchas columnas memorables de Juan Forn, autor argentino fallecido hace unos días, al tiempo que hojeo un volumen con sus textos cortos publicados cada viernes como contraportadas del diario Página12, que me hacían esperar a que se acabara la semana para volver a leerlo.  Recuerdo la vez que lo conocí en una librería de Buenos Aires, donde todo el mundo lo reconocía, pero nadie lo importunaba; parecían respetar su búsqueda del volumen oculto y empolvado que todos los clientes, e incluso los libreros, pasarían por alto hasta que su olfato pusiera a todo el mundo sobre aviso de lo que, lejos de las novedades y de los más vendidos, valía la pena leer. 

            Rara vez abordaba libros o autores de moda; tampoco buscaba un rasgo sorprendente que dejara con la boca abierta a sus lectores.  En cambio, mostraba el reverso de cada historia.  Imagino cuántas horas pasaba investigando las minucias, los detalles grises de la biografía de los personajes de sus textos semanales.  Su galería era muy amplia: empezó, como aceptación de su pecado original como lector de autores estadounidenses, escribiendo sobre Hemingway, Cheever y los Faulkner (no solo William sino también John, el hermano menor y a la madre de ambos), hasta alumbrar el descubrimiento tardío de una joya oculta como Stoner de John Williams. Tuvo ojos regionales también para narrar el surmenage que Cabrera Infante sufrió trabajando de guionista en Hollywood, para lanzar una nueva mirada sobre Horacio Quiroga, dedicar una necrológica a Idea Vilariño, a los amores clandestinos de Agustín Lara, o llamar la atención sobre Pablo Larraín y los nuevos cineastas chilenos.

            Una enfermedad grave lo hizo poner una pausa y tomar distancia.  Se mudó al mar y abandonó la pluma por un largo tiempo, y volvió sin intenciones de retomar el camino.  Sus publicaciones se hicieron más esporádicas y le nació una curiosidad por las orillas.   Empezó a abordar a poetas chinos rurales que macheteaban a su esposa, pintores japoneses, soldados soviéticos casi anónimos o, como en la última columna que publicó dos días antes de morir, a los guslari, rapsodas yugoslavos sobrevivientes a la guerra de los Balcanes. 

            Su estrategia es enganchar al lector con un dato histórico, en apariencia sin relación con el tema, hasta que, en forma traicionera, conecta, por ejemplo, a la servidumbre del emperador romano con las borracheras de Fitzgerald en los años del jazz, pescando al lector más esquivo a través de una escritura mestiza entre el ensayo, la crítica y el perfil, aderezándola al punto justo, más que cualquier ficción ambiciosa. Muchas veces he dudado si las conexiones que plantea son reales o si nacen de su imaginación.   Tampoco importa: el disfrute de su lectura no pelea con la veracidad.  Forn parece haber adoptado la idea de Bruce Chatwin, a quien no le importaba contar algo real o inventado mientras que le permitiera armar buenas historias. La búsqueda por conectar los vasos comunicantes subterráneos, los pasos perdidos que le guíen hacia encontrar las piedras en la playa, mitad por colmillo lector y mitad por azar.

            Editor generoso, al punto que muchos destacan este oficio suyo por encima del columnista, del traductor y del narrador, describe su inicio en la literatura en “Veneno”, quizás mi favorita entre todas sus columnas (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-192252-2012-04-20.html).  Aquí confiesa haber entendido la literatura desde adentro al comprender que “En el oficio de escribir se aprende rápido que, más útil que tener una musa, es haberla perdido”.

            Pasada la medianoche me encuentro con “Morir es otra cosa”, otra columna suya entrañable. Aquí (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-120956-2009-03-05.html?fbclid=IwAR330Xf_dBfcXNrAxgfl4VrxMamMwynOLDp3NTltpDeB63r-L95M3IC_tZE) reseña,  otra vez, una rareza inencontrable, de donde toma los pensamientos de una doctora que habla sobre la muerte: “Siempre que sea posible, los pacientes deben morir en un lugar familiar y querido. No deben morir en soledad”.   No dudo que la muerte encontró a Juan así, cerca del mar y acuerpado por la biblioteca que cultivó durante décadas. No puede haber lugar más familiar ni más querido, donde las buenas lecturas amueblan los rincones sin dejar espacio para la soledad ni el vacío, tanto para él, que ya se fue, como para los que permanecemos de este lado.

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