En los años de la universidad, todas las tardes eran de
futbol. A las cuatro, después de la última
clase, salíamos de prisa del hospital hacia la residencia estudiantil, cambiando
la bata y el equipo médico por la ropa deportiva y el balón. Era un rito cerrado,
al punto de que solo los exámenes de fin de semestre o un huracán justificaban su
incumplimiento.
Fueron
años
inolvidables. Latinoamérica entera, desde México hasta la Patagonia, estaba
presente en La Habana, donde todos aprendíamos de medicina y de la vida en
general.
Una
tarde yo salí media hora más temprano.
Volví a la residencia antes que el resto de los compañeros
y me adelanté a cancha, pero en menos de cinco minutos ya estaba de regreso. En
el camino me topé con dos paraguayos y un argentino que también iban a jugar. Sorprendidos,
me preguntaron por qué volvía, y yo, mientras me desataba los zapatos de futbol,
les dije que ese día no jugaríamos porque estaban chapeando la grama. En
silencio se vieron las caras y luego me pidieron que repitiera mi explicación.
La repetí pero siguieron sin comprender.
Amplié utilizando los brazos y
agregando que en la temporada lluviosa ella crecía más rápido. Uno de ellos pareció entender y les explicó a
los otros que yo hablaba de cortar el
césped.
Recordé
esta anécdota hace dos años cuando en una entrevista, el escritor
argentino Rodrigo Fresán hablaba del
reto que representa dirigirse a lectores españoles al mismo tiempo que a latinoamericanos de diversos
orígenes, y de los enredos que pueden surgir de esta brecha. Decía
que cuando empezaba a escribir notó el problema, y al intentar remediarlo sus amigos
se burlaban de él porque hablaba “como
en las traducciones de la tele”, es decir, sin localismos. Me identifiqué con la idea, pues pienso que
el castellano, al menos con fines literarios, debe utilizarse en un tono
neutral, sin términos incomprensibles en otro
país. Sin embargo, sé que espulgar demasiado
despojaría a la lengua de su colorido, convirtiéndola en algo anodino.
¿Qué
hacer entonces? No creo que deba
estandarizarse completamente el idioma, pues hay un sinfín de obras maestras
impregnadas de localismos, y ninguna de ellas los sacrifica por la legibilidad. En cambio, con ellos ganan intensidad y se
convierten en una lectura más íntima, convirtiendo un chisme de provincia en
una historia imperecedera que puede entenderse en cualquier lugar del
mundo.