domingo, 28 de febrero de 2021

Segundo domingo

 


Tradición significa repetir los ritos de fe o las manifestaciones culturales de una comunidad.  Sería paradójico referirse a la evolución de la tradición. Dentro de todo, hay algo que debe, o debería permanecer en las celebraciones de cuaresma:  el ambiente de barrio, la cordialidad de vecinos y los sabores locales.   La aldea de Santa Inés del Monte Pulciano ha sabido mantener la esencia de su procesión a pesar de los tiempos, pues sigue siendo un evento muy de vecindario. 

 Esta procesión no posee miles de devotos cargadores y depende en buena medida del apoyo que los vecinos aportan, y su cuerpo de cargadores se nutre de las hermandades invitadas para acompañar el recorrido, que aun sin ser muy extenso, es muy suyo, por varias características.  La primera es la ubicación del templo, muy al oriente sobre la línea vertical de la Cuarta calle (la misma que divide a la ciudad en mitades norte y sur) que parte del mercado municipal, pasa por el Parque Central, la Fuente de las delicias en el barrio de la Concepción y continúa hacia la capital.  Ahí, a dos kilómetros del puente del Matasano se ubica la aldea, rica en manjares como las granizadas de frutas y las cervezas picositas, las empanadas de María Sequén y las papalinas de don Cayetano, un clásico que solía dejarse ver en los partidos de futbol en las canchas de La Pólvora y el estadio Pensativo. También es tradicional (y tormentoso para muchos visitantes que no conocen rutas alternas) el cierre de la ruta que entra y sale del municipio, que se deja en pleno para el paso peatonal y para la confección de alfombras de pino o aserrín.   La banda de música que acompaña al nazareno no es abundante en músicos pero suena contundente, y su contraparte de la dolorosa tiene una peculiaridad de género:  todos sus miembros son mujeres.

Su recorrido también es peculiar porque recorre algunas cuadras que, a pesar de ser céntricas, no recorre ninguna otra procesión:  la quinta calle oriente frente al INSOL, la calle del Manchén (extensión asfaltada de la Calle Ancha) y el barrio de Chipilapa, de noche cuando regresa a su aldea.

A mi juicio, es la procesión que mantiene sus raíces antigüeñas mucho más que las otras, y este segundo es el domingo que yo disfruto más  durante la cuaresma.  Se trata, sin duda, de la procesión a la que me gustaría invitar a cualquier amigo extranjero que quisiera conocer las tradiciones de mi ciudad. 

domingo, 21 de febrero de 2021

Primer domingo

 


Un año no dura siempre lo mismo.  En mi ciudad, a veces dura cincuenta semanas, a veces cincuenta y una, o hay algunos de cincuenta y cinco.  Todo depende del tiempo que haya que esperar para que el sol vuelva a brillar, el cielo luzca más azul, y el verde del pino o el amarillo de los mangos vuelvan a conjugarse alrededor del morado, color propio de la cuaresma que comienza.  Suele haber ilusión en la mayoría de vecinos, desconfianza en algunos, sobre todo en los niños que piden un pellizco para confirmar que de veras ha llegado la temporada que más esperan, y sinsabor en quienes van a vivirla por primera vez con una ausencia a cuestas. Otros, que aun con varios años echando de menos a su ser querido, en esta época lo extrañan más. 

            Más allá de los motivos de cada uno, el primer domingo de cuaresma abundan las sonrisas en el casco de la ciudad mientras todas las miradas se dirigen al sur, en busca de la aldea Santa Catarina Bobadilla, ya en las faldas del Volcán de Agua.  Aquí inicia, sobre las once de la mañana, la primera procesión de la temporada.  Digo inicia pues no puedo utilizar el verbo salir: el templo lleva varios años en reparación y las imágenes permanecen en reserva en un salón vecino, así que el vamos se hace debajo de un toldo que cubre a las esculturas que saldrán en procesión.

            Este año, el primer domingo de cuaresma es distinto. El volcán de Agua tiene la copa nublada, como quien no quiere ver lo que sucede (o no va a suceder) abajo. Algunos balcones, muchos menos de lo habitual, dejan caer cortinas moradas. Hay corozo en el mercado pero no huele. Los mangos permanecen verdes y los pocos que llegan a madurar les falta jugo y sabor. Los jóvenes, contrariados en una temporada que debería ser calurosa pero que hoy obliga a tener un abrigo ligero por el día y alguno más grueso en la noche, caminan como perdidos por las calles.  Algunos hacen ejercicio en los parques junto a una bocina portátil que reproduce las marchas fúnebres que no llenarán las calles cada tarde de domingo.  Yo echaré de menos saludar a los amigos de San Gaspar Vivar, a Aníbal Rodas, mi barbero, junto a los alfombreros en el callejón de Santa Isabel, frente al Calvario, o almorzar un pan con chile relleno y un vaso de fresco de súchiles en la casa de los Álvarez en la calle de Los pasos.

            Voy a tomarme unos minutos para sacar de la bolsa el traje morado que pasa once meses doblado en una bolsa y que este año volverá a quedarse colgado en una cercha recibiendo aire sin olor, y que no va a cubrirse de sudor, humo de incienso, abrazos de amigos que no he visto en todo un año y gotas de chinchivir.