Un año
no dura siempre lo mismo. En mi ciudad,
a veces dura cincuenta semanas, a veces cincuenta y una, o hay algunos de cincuenta
y cinco. Todo depende del tiempo que haya
que esperar para que el sol vuelva a brillar, el cielo luzca más azul, y el
verde del pino o el amarillo de los mangos vuelvan a conjugarse alrededor del
morado, color propio de la cuaresma que comienza. Suele haber ilusión en la mayoría de vecinos, desconfianza en algunos, sobre todo en los
niños que piden un pellizco para confirmar que de veras ha llegado la temporada
que más esperan, y sinsabor en quienes van a vivirla por primera vez con una
ausencia a cuestas. Otros, que aun con varios años echando de menos a su ser
querido, en esta época lo extrañan más.
Más allá de los motivos de cada uno,
el primer domingo de cuaresma abundan las sonrisas en el casco de la ciudad mientras
todas las miradas se dirigen al sur, en busca de la aldea Santa Catarina
Bobadilla, ya en las faldas del Volcán de Agua. Aquí inicia, sobre las once de la mañana, la
primera procesión de la temporada. Digo inicia
pues no puedo utilizar el verbo salir: el templo lleva varios años en
reparación y las imágenes permanecen en reserva en un salón vecino, así que el
vamos se hace debajo de un toldo que cubre a las esculturas que saldrán en
procesión.
Este año, el primer domingo de
cuaresma es distinto. El volcán de Agua tiene la copa nublada, como quien no
quiere ver lo que sucede (o no va a suceder) abajo. Algunos balcones, muchos
menos de lo habitual, dejan caer cortinas moradas. Hay corozo en el mercado pero
no huele. Los mangos permanecen verdes y los pocos que llegan a madurar les
falta jugo y sabor. Los jóvenes, contrariados en una temporada que debería ser
calurosa pero que hoy obliga a tener un abrigo ligero por el día y alguno más
grueso en la noche, caminan como perdidos por las calles. Algunos hacen ejercicio en los parques junto
a una bocina portátil que reproduce las marchas fúnebres que no llenarán las
calles cada tarde de domingo. Yo echaré
de menos saludar a los amigos de San Gaspar Vivar, a Aníbal Rodas, mi barbero, junto a los alfombreros en el
callejón de Santa Isabel, frente al Calvario, o almorzar un pan con chile relleno
y un vaso de fresco de súchiles en la casa de los Álvarez en la calle de
Los pasos.
Voy a tomarme unos minutos para sacar de la bolsa el traje morado que
pasa once meses doblado en una bolsa y que este año volverá a
quedarse colgado en una cercha recibiendo aire sin olor, y que no va a cubrirse de sudor,
humo de incienso, abrazos de amigos que no he visto en todo un año y gotas de chinchivir.
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