domingo, 21 de febrero de 2021

Primer domingo

 


Un año no dura siempre lo mismo.  En mi ciudad, a veces dura cincuenta semanas, a veces cincuenta y una, o hay algunos de cincuenta y cinco.  Todo depende del tiempo que haya que esperar para que el sol vuelva a brillar, el cielo luzca más azul, y el verde del pino o el amarillo de los mangos vuelvan a conjugarse alrededor del morado, color propio de la cuaresma que comienza.  Suele haber ilusión en la mayoría de vecinos, desconfianza en algunos, sobre todo en los niños que piden un pellizco para confirmar que de veras ha llegado la temporada que más esperan, y sinsabor en quienes van a vivirla por primera vez con una ausencia a cuestas. Otros, que aun con varios años echando de menos a su ser querido, en esta época lo extrañan más. 

            Más allá de los motivos de cada uno, el primer domingo de cuaresma abundan las sonrisas en el casco de la ciudad mientras todas las miradas se dirigen al sur, en busca de la aldea Santa Catarina Bobadilla, ya en las faldas del Volcán de Agua.  Aquí inicia, sobre las once de la mañana, la primera procesión de la temporada.  Digo inicia pues no puedo utilizar el verbo salir: el templo lleva varios años en reparación y las imágenes permanecen en reserva en un salón vecino, así que el vamos se hace debajo de un toldo que cubre a las esculturas que saldrán en procesión.

            Este año, el primer domingo de cuaresma es distinto. El volcán de Agua tiene la copa nublada, como quien no quiere ver lo que sucede (o no va a suceder) abajo. Algunos balcones, muchos menos de lo habitual, dejan caer cortinas moradas. Hay corozo en el mercado pero no huele. Los mangos permanecen verdes y los pocos que llegan a madurar les falta jugo y sabor. Los jóvenes, contrariados en una temporada que debería ser calurosa pero que hoy obliga a tener un abrigo ligero por el día y alguno más grueso en la noche, caminan como perdidos por las calles.  Algunos hacen ejercicio en los parques junto a una bocina portátil que reproduce las marchas fúnebres que no llenarán las calles cada tarde de domingo.  Yo echaré de menos saludar a los amigos de San Gaspar Vivar, a Aníbal Rodas, mi barbero, junto a los alfombreros en el callejón de Santa Isabel, frente al Calvario, o almorzar un pan con chile relleno y un vaso de fresco de súchiles en la casa de los Álvarez en la calle de Los pasos.

            Voy a tomarme unos minutos para sacar de la bolsa el traje morado que pasa once meses doblado en una bolsa y que este año volverá a quedarse colgado en una cercha recibiendo aire sin olor, y que no va a cubrirse de sudor, humo de incienso, abrazos de amigos que no he visto en todo un año y gotas de chinchivir. 

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