viernes, 18 de marzo de 2016

LAS MARCHAS FÚNEBRES

La congoja es un ingrediente clave de la guatemalidad: siglos de conquista, colonia,  guerra interna, maras y extorsiones han dejado su impronta en nuestras expresiones artísticas, y en ese medio se han gestado las marchas fúnebres, género oficial de los festejos de Cuaresma y Semana Santa en el país. 
A pesar del adjetivo que parece condenarlas, ellas son flexibles y saben adaptarse a la ocasión.  Existen piezas para todos los gustos, para cada estado de ánimo, para empezar el día o para terminarlo, incluso para enamorar. Se habla de romances inaugurados con Dios es Amor de Víctor M. Lara y concluidos con Pasos de Dolor  de Mariano de Jesús Díaz, ataques cardiacos con Tu última mirada de Alberto Velásquez o dedicatorias especiales como La Oveja de Jesús de San Bartolo, apodo camuflajeado de Carlos René González González, devoto de esa imagen y además, hermano de mi abuelo.  La tradición oral también incluye anécdotas de los autores, como el trance y posterior rescate de Santiago Coronado de una fosa, y de ahí su marcha con ese nombre.  También se dice que el maestro Luis Vega, impotente ante la muerte de su esposa, tomo el lápiz y el cuadernillo para clamar y componer Jesús Acuérdate de mí.  Mención aparte merece El Cuervo de Pedro Donis al final de El Silencio de Neto, filme nacional de 1994.
Hay composiciones elegantes como las de Salvador Milián o Miguel Zaltrón,  militares como las de García Reynolds,  comienzos imperiales como los de Víctor M. Lara, y desde luego indispensables como las del ya mencionado Pedro Donis, Fabián Rojo o Manuel Antonio Ramírez Crocker.  También se han importado piezas desde Costa Rica, Perú, España, Italia y Polonia, entre otros.
Desde luego, su consumo exagerado es dañino.   Conozco marchófilos que, ebrios tras  20 horas de sol, caminata y muchas marchas terminan escuchándolas todas al mismo tiempo sin poder distinguir una de otra, llegando hasta el insomnio.  Yo lo he padecido.
Al final, viene la pregunta, ¿cuál es mi marcha favorita? Imposible responder. Puedo escoger varias que quisiera escuchar ahora, pero no quedarme con una sola. Ellas, al igual que los libros, evocan las vivencias que tuvimos en su compañía,  y como con las lecturas, la preferencia va moldeándose con los años.

viernes, 4 de marzo de 2016

COINCIDENCIAS

El año pasado compré un clarinete y con él adquirí un folleto viejísimo  para aprender a solfear ( talvez no es tan viejo, pero el proceso de fotocopiarlo mil veces atenta contra su legibilidad).  Aún no sé tocarlo; apenas esbozo algunas escalas.  Y sé que el único camino hacia  la interpretación musical es ensayar todos los días; me lo repite todo el mundo.
Sin embargo, cuando salgo del trabajo, cuando vuelvo a casa y no voy a hacer ejercicio, cuando  ya leí el periódico, cuando no debo volver a la calle por alguna diligencia y cuando aún es hora aceptable para la estridencia que conlleva mi práctica, apago el teléfono, tomo el estuche, lo abro, ensamblo el instrumento, coloco la boquilla en posición, la llevo a mi boca para emitir la primera nota y ahí me quedo.   Suspiro e invierto el proceso.  Luego voy a mi cama, tomo los audífonos, me acuesto y enciendo el reproductor mp3 haciéndolo sonar al azar.   Sustituyo la práctica musical por una sumersión en lo que mi reproductor decida.  Y no importa cuál pista suene; cualquiera será buena para evadir la incapacidad de ejecutar decentemente el clarinete.
        Esto podría entenderse de varias maneras: cobardía, respeto, pereza, entre otras.  Ignoro cuál es la más acertada.  Quizás no sea una sola, sino una fusión de todas ellas. 
         Como sea, esto no me resulta extraño.  Lo mismo me pasa al intentar escribir: cuando alguna idea me sorprende, cuando a mitad de la lectura subrayo un fragmento, cuando encuentro una nota atípica en el diario, cuando la nostalgia me rebalsa o cuando escucho alguna estupidez fuera de lo común, apago el teléfono, tomo la libreta de notas, la abro, escojo una idea anotada en ella o agrego una nueva, enciendo la computadora, inicio el procesador de texto, llevo la libreta a mis piernas, coloco mis dedos sobre el teclado a partir de las señas táctiles en la f y la j y ahí me quedo.  Suspiro e invierto el proceso.  Luego voy a mi cama, tomo un libro,  me acuesto y lo abro al azar.  Sustituyo la escritura por una sumersión en lo que mi mesa de noche decida.  Y no importa cuál libro lea; cualquiera será bueno para evadir la incapacidad de ejecutar decentemente la escritura.