Un verdadero
cucurucho se distingue por sus zapatos: generalmente
son viejos, de cuero negro o café teñido, bien lustrados y con muchas arrugas
en el empeine, y en muchos casos, la suela original (mejor si es de hule: el
cuero es duro y el roce repetido con la superficie irregular del empedrado puede
resultar doloroso) ha sido reemplazada una o dos veces. Casi todos usamos zapatos así en estos días, especialmente
hoy de tarde, cuando el atuendo debería ser todo negro: calzado, calcetines,
pantalón e, idealmente, camisa. Es una
regla escrita en las normas de uniformidad para hoy, pero que es imposible de cumplir
para muchos devotos que acuden a esta procesión, nacidos en cuna rural que
visten encima una túnica arrugada, con más de un agujero y varias rasgaduras en
el ruedo, heredada del padre o del abuelo. Se ve también una buena cantidad de ancianos, incluso
algunos ciegos que vienen sin intención de cargar: caminar un año más en las filas de Jesús de
San Felipe ya es bastante.
Después de seis semanas de sol quemante
y sereno nocturno, de chinchivir en los tres tiempos de comida y de atracones
de platillos, olores y alfombras multicolor, llegar a San Felipe de Jesús, ver a
los amigos de toda la vida y darles el abrazo más intenso del año (equivalente
al abrazo de año nuevo para nosotros) y escuchar Martirio de Alberto
Velásquez Collado en el interior del templo y luego La Granadera en la
plazuela justo a las tres de la tarde, es llegar a la tierra prometida.
El cortejo tiene, por lo menos, dos
caras. La primera es emoción pura, porque
al fin, después de un año, ha comenzado el cortejo de mayor arrastre a nivel antigüeño y uno de los principales a
nivel nacional, el que retiene a muchos cargadores que han colgado en forma
definitiva la túnica morada pero que son incapaces de hacer lo mismo con la negra
y siguen participando únicamente de esta procesión (yo me veo así a futuro), y por
la enorme cantidad de seguidores que, sin traje de cucurucho y sin ser antigüeños
(hay devotos de todos los departamentos del país, así como del sur de México,
Honduras y El Salvador) lo siguen durante las quince horas del recorrido, que
concluirá al amanecer del sábado.
La segunda cara es la devoción absoluta, y viene de
la comunión que caracteriza a esta procesión, que hace parecer que todas las
anteriores fueron un preámbulo para esta. Hay pocos fotógrafos extranjeros y
poquísimas alfombras de aserrín en comparación con el resto de la temporada,
casi todas de pino y corozo sencillo.
Tampoco es un cortejo que posea muchos ornamentos más allá del anda
procesional y se resume a los elementos más básicos (cruz alta y ciriales, los
siete ángeles llorones que portan los clavos, la corona de espinas, el látigo y
otros elementos de la pasión de Cristo, y una maqueta de la muerte que, en lo
personal, no me gusta), y la presencia más notable son sus miles de devotos que,
más que en ninguna procesión de la temporada, caminan toda la estación apenas saliendo
por unos minutos para lo estrictamente necesario, además del numeroso cuerpo de
incensantes, que no pertenecen a la procesión sino que participan por voluntad
propia con su incensario, carbón, incienso y mirra ocupando tres o cuatro
cuadras, perfumando la ciudad y creando una atmósfera que enamora a todos los
que presencian el paso del Sepultado al mismo tiempo que activa las alarmas
antihumo de los locales por donde pasa.
Después del paso por la plazuela de Jocotenango, punto
ideal para tomar las mejores fotos del anda por la amplitud de la explanada, el
cortejo se organiza al llegar a la Calle Ancha, que resulta más estrecha que nunca
por la cantidad de gente alrededor del anda, al punto que los músicos ven muy
reducido el espacio para maniobrar y por momentos deben seguir el anda en fila
india hacia el Parque San Sebastián, donde el anda se ilumina sobre las siete y
luego ingresa, de norte a sur, a la séptima avenida del casco de la ciudad. Es mi punto favorito del recorrido, y quizás
de toda la Semana Santa antigüeña.
Igual que en la mañana, no es momento para aventurar con cualquier marcha
fúnebre. Llegando otra vez a la tienda de Chepe Armas suenan, por ejemplo, San
Nicolás de Víctor Guerrero, Desolación de Enrique Castro o El Milagro
de Ramírez Crocker, matizadas con la acústica que brinda la estrechez de las
calles y los techos de teja, los restos de aserrín acumulado tras tantas
alfombras que se hicieron aquí en la temporada, y el incienso que nimba la urna
de cristal que atesora al Cristo sepultado más querido en la ciudad.
Pasa lo mismo que con otras procesiones grandes: el crecimiento poblacional del país repercute
en una mayor afluencia de cargadores, lo que ha obligado a extender el recorrido
durante toda la noche, y ya no hay chance de cargar dos veces. Pasadas las doce, el cuerpo empieza a resentirse. Las plantas de los pies exigen una pausa, los
camotes muerden, la espalda baja cruje, los hombros dejan ver las marcas del
anda, y en la cabeza resuenan al mismo tiempo las trompetas, clarinetes y
trombones de todas las marchas que han sonado durante la cuaresma. Para aliviar la fatiga, mi abuelo solía detenerse
en el Bar Carlos, sobre la séptima calle poniente, para comprar dos coca colas
y un octavo de guaro: las primeras las
bebíamos, una cada uno, y el otro era para frotarlo en los camotes que lloran a
estas alturas. Es un remedio que
recomiendo a cualquier cucurucho adolorido, que somos muchos esta medianoche.
Después de bordear la ciudad, el desfile vuelve al
extremo norte para realizar la última de las muchas maniobras acometidas en las
esquinas estrechas: un giro de ciento
ochenta grados en la esquina de Elisa Martínez para dar la cara a la ciudad y volver a escuchar La Granadera y
dar la penúltima bendición antes de la entrada.
La procesión se pierde escalando la cuesta del Manchén acompañada por el
doble o triple de seguidores que había en la salida para volver a su aldea entre
trinos de pájaro, cantos de gallo, gotas de rocío y destellos del sol que
empieza a dejarse ver, para que Jesús de San Felipe vuelva a su templo a
descansar un año más, confiando en que el próximo año sí sea el que volvamos a
vernos y hacer la cuenta dolorosa de los muchos ausentes que, sin duda,
resultarán de lo que nos ha tocado vivir en las dos últimas Semanas Santas.