martes, 27 de abril de 2021

¿Vamos a la playa?

 

No importa cuántos meses hayan pasado (aunque sospecho que el inventario final de todo esto se contará en años). Cada vez que debo entrar a la sala de aislamiento respiratorio vuelve a pasarme:  duermo poco la noche previa, tengo hambre y sed que debo frenar, y aun sin ser fumador, se me antoja un cigarro.  Trato de leer cualquier cosa pero no me concentro, y hacer ejercicio no es buena idea:  la energía extra que consuma afuera la echaré en falta adentro, y la sed será peor si acumulo deshidratación.

            A estas alturas, después de haber navegado en galeras de viriones y de ver tanta gente salir adelante, y sobre todo después de haber recibido la primera dosis de la vacuna, el temor a infectarme debe ser menor que al principio.  ¿A qué se debe entonces la incomodidad? ¿Qué sigue resultando tan doloroso de pasar una noche en el área de cuidado crítico?  He pasado miles de horas en intensivo durante mi formación y en distintos empleos, pero ninguna se compara con estas. 

       Después de hacer una ronda general revisando los signos vitales y los parámetros respiratorios en cada cama, noto que, a diferencia de la primera ola, que afectó más a pacientes mayores con múltiples enfermedades, ahora hay muchos jóvenes, veinteañeros algunos y solo un par con sobrepeso.  El virus se comporta de manera menos selectiva.  Un enfermero me pide acercarme para ver un detalle de un paciente.  Acostado en decúbito prono (con la cara hacia el colchón y la espalda hacia arriba, última maniobra de rescate pulmonar en casos de peor pronóstico cuando el respirador se encuentra con los parámetros al límite), se le nota la piel descamada sobre los hombros y la nuca.  Me dice que lo ha visto en varios de los pacientes jóvenes que han ingresado en las últimas semanas, y me pregunta si será alguna reacción cutánea del virus pero no me parece, por la localización limitada.  Tampoco es producto del encamamiento prolongado pues este paciente apenas va a cumplir tres días de hospitalización.  Retiro la sábana para ver más abajo y el patrón permanece debajo de los hombros, pero al acercarse a la zona lumbar y a los glúteos desaparece, y la piel luce mucho más clara.  Sospecho una quemadura de primer grado, habitual a la exposición solar que produce descamación días después.  Pienso en las fotos del feriado de Semana Santa con las playas llenas de veraneantes felices. ¿Vale la pena un baño en el mar a este costo?


domingo, 11 de abril de 2021

La vida real

 


Después de un par de meses escribiendo para evocar olores, sabores y sonidos de un pasado donde existía la felicidad colectiva en las tradiciones de mi pueblo, aterrizo de vuelta en mi día a día: el proceso salud-enfermedad, a través de la enfermedad de moda durante el año pasado y lo que llevamos de este.

            Tuve una desconexión por algunos días que me hizo olvidar las sensaciones que se viven al pasar la madrugada en el área de aislamiento respiratorio.  Todo comienza la tarde anterior con la restricción hídrica y dietética requeridas para pasar seis horas interminables envuelto en varias capas impermeables donde está prohibido sentir deseos de ir al baño.   Luego viene el tedio de ponerse encima mil trajes que hacen sudar como en un sauna, y ya adentro de la sala de intensivo, sentir un gusto agrio/amargo/seco en la boca y la lengua pastosa pegada al paladar, mezcla de la falta de líquido, del ayuno, del peso de la máscara sobre la frente y las orejas, y del olor y el sabor del cubreboca de plástico, sazonados con la mucha muerte que se ve y se respira alrededor.

            Con suerte habrá algún momento libre sobre las cuatro o las cinco am, que podría aprovecharse para un pestañazo de diez o quince minutos, algo habitual en cualquier guardia médica para tonificar el cuerpo y continuar trabajando por las horas que sean necesarias.  En mi caso es imposible tomar esos descansos breves.  Apenas cierro los ojos, la fatiga me hace dormir casi de inmediato, pero apenas desconecto y relajo la musculatura respiratoria, un golpe de pánico me trae de vuelta en forma brusca, como un pellizco de la neurosis que sigue (y seguirá) viviéndose en las áreas de cuidad crítico, exacerbada por la retención de dióxido de carbono que se genera al respirar por tantas horas un aire tan viciado.

            Devaneos de un amanecer de domingo tan soleado como yermo y tan brillante como doloroso, que se extienden en mi cuaderno mientras intento dormir para recuperar algo del sueño perdido (es en vano:  si ningún tiempo puede recuperarse, el sueño perdido es el más cruel, pues su falta se acumula durante los años hasta minar en forma irreparable la energía vital del desvelado).

            Tampoco puedo hablar de pesadillas.  Es la vida real para muchos colegas que debemos replantearnos cómo seguir haciendo medicina en estos años, como único oficio que sabemos llevar a cabo.

viernes, 2 de abril de 2021

Viernes Santo II

 


Un verdadero cucurucho se distingue por sus zapatos:  generalmente son viejos, de cuero negro o café teñido, bien lustrados y con muchas arrugas en el empeine, y en muchos casos, la suela original (mejor si es de hule: el cuero es duro y el roce repetido con la superficie irregular del empedrado puede resultar doloroso) ha sido reemplazada una o dos veces.  Casi todos usamos zapatos así en estos días, especialmente hoy de tarde, cuando el atuendo debería ser todo negro: calzado, calcetines, pantalón e, idealmente, camisa.  Es una regla escrita en las normas de uniformidad para hoy, pero que es imposible de cumplir para muchos devotos que acuden a esta procesión, nacidos en cuna rural que visten encima una túnica arrugada, con más de un agujero y varias rasgaduras en el ruedo, heredada del padre o del abuelo.  Se ve también una buena cantidad de ancianos, incluso algunos ciegos que vienen sin intención de cargar:  caminar un año más en las filas de Jesús de San Felipe ya es bastante.

            Después de seis semanas de sol quemante y sereno nocturno, de chinchivir en los tres tiempos de comida y de atracones de platillos, olores y alfombras multicolor, llegar a San Felipe de Jesús, ver a los amigos de toda la vida y darles el abrazo más intenso del año (equivalente al abrazo de año nuevo para nosotros) y escuchar Martirio de Alberto Velásquez Collado en el interior del templo y luego La Granadera en la plazuela justo a las tres de la tarde, es llegar a la tierra prometida. 

            El cortejo tiene, por lo menos, dos caras.  La primera es emoción pura, porque al fin, después de un año, ha comenzado el cortejo de mayor arrastre  a nivel antigüeño y uno de los principales a nivel nacional, el que retiene a muchos cargadores que han colgado en forma definitiva la túnica morada pero que son incapaces de hacer lo mismo con la negra y siguen participando únicamente de esta procesión (yo me veo así a futuro), y por la enorme cantidad de seguidores que, sin traje de cucurucho y sin ser antigüeños (hay devotos de todos los departamentos del país, así como del sur de México, Honduras y El Salvador) lo siguen durante las quince horas del recorrido, que concluirá al amanecer del sábado.   

La segunda cara es la devoción absoluta, y viene de la comunión que caracteriza a esta procesión, que hace parecer que todas las anteriores fueron un preámbulo para esta. Hay pocos fotógrafos extranjeros y poquísimas alfombras de aserrín en comparación con el resto de la temporada, casi todas de pino y corozo sencillo.  Tampoco es un cortejo que posea muchos ornamentos más allá del anda procesional y se resume a los elementos más básicos (cruz alta y ciriales, los siete ángeles llorones que portan los clavos, la corona de espinas, el látigo y otros elementos de la pasión de Cristo, y una maqueta de la muerte que, en lo personal, no me gusta), y la presencia más notable son sus miles de devotos que, más que en ninguna procesión de la temporada, caminan toda la estación apenas saliendo por unos minutos para lo estrictamente necesario, además del numeroso cuerpo de incensantes, que no pertenecen a la procesión sino que participan por voluntad propia con su incensario, carbón, incienso y mirra ocupando tres o cuatro cuadras, perfumando la ciudad y creando una atmósfera que enamora a todos los que presencian el paso del Sepultado al mismo tiempo que activa las alarmas antihumo de los locales por donde pasa.

Después del paso por la plazuela de Jocotenango, punto ideal para tomar las mejores fotos del anda por la amplitud de la explanada, el cortejo se organiza al llegar a la Calle Ancha, que resulta más estrecha que nunca por la cantidad de gente alrededor del anda, al punto que los músicos ven muy reducido el espacio para maniobrar y por momentos deben seguir el anda en fila india hacia el Parque San Sebastián, donde el anda se ilumina sobre las siete y luego ingresa, de norte a sur, a la séptima avenida del casco de la ciudad.  Es mi punto favorito del recorrido, y quizás de toda la Semana Santa antigüeña.   Igual que en la mañana, no es momento para aventurar con cualquier marcha fúnebre. Llegando otra vez a la tienda de Chepe Armas suenan, por ejemplo, San Nicolás de Víctor Guerrero, Desolación de Enrique Castro o El Milagro de Ramírez Crocker, matizadas con la acústica que brinda la estrechez de las calles y los techos de teja, los restos de aserrín acumulado tras tantas alfombras que se hicieron aquí en la temporada, y el incienso que nimba la urna de cristal que atesora al Cristo sepultado más querido en la ciudad.  

Pasa lo mismo que con otras procesiones grandes:  el crecimiento poblacional del país repercute en una mayor afluencia de cargadores, lo que ha obligado a extender el recorrido durante toda la noche, y ya no hay chance de cargar dos veces.   Pasadas las doce, el cuerpo empieza a resentirse.  Las plantas de los pies exigen una pausa, los camotes muerden, la espalda baja cruje, los hombros dejan ver las marcas del anda, y en la cabeza resuenan al mismo tiempo las trompetas, clarinetes y trombones de todas las marchas que han sonado durante la cuaresma.  Para aliviar la fatiga, mi abuelo solía detenerse en el Bar Carlos, sobre la séptima calle poniente, para comprar dos coca colas y un octavo de guaro:  las primeras las bebíamos, una cada uno, y el otro era para frotarlo en los camotes que lloran a estas alturas.  Es un remedio que recomiendo a cualquier cucurucho adolorido, que somos muchos esta medianoche.

Después de bordear la ciudad, el desfile vuelve al extremo norte para realizar la última de las muchas maniobras acometidas en las esquinas estrechas:  un giro de ciento ochenta grados en la esquina de Elisa Martínez para dar la cara a la ciudad y volver a escuchar La Granadera y dar la penúltima bendición antes de la entrada.  La procesión se pierde escalando la cuesta del Manchén acompañada por el doble o triple de seguidores que había en la salida para volver a su aldea entre trinos de pájaro, cantos de gallo, gotas de rocío y destellos del sol que empieza a dejarse ver, para que Jesús de San Felipe vuelva a su templo a descansar un año más, confiando en que el próximo año sí sea el que volvamos a vernos y hacer la cuenta dolorosa de los muchos ausentes que, sin duda, resultarán de lo que nos ha tocado vivir en las dos últimas Semanas Santas. 

 

 

Viernes Santo I

 


Tres de la mañana de Viernes Santo. La calle huele a aserrín mojado, pino machucado y estiércol de las docenas de caballos que abren el cortejo.   Vuelvo a saludar a los vecinos que me extienden la mano y el brazo teñido de colores por trabajar con aserrín para las alfombras.  A pesar de la hora difícil en que inicia la procesión, hay miles de devotos.  Según va saliendo el sol la afluencia aumenta, pero este recorrido es distinto al del domingo.  Hay ansiedad.  Los turnos van contrarreloj.  Las sonrisas son menos que el domingo y las lanzas que porta cada cucurucho, distintivo que hace única a esta procesión, sirven de apoyo a los cargadores que empiezan a lucir cansados después de seis semanas de actividad.   Hay emoción según el sol va saliendo, no por descubrir el adorno del anda (que es el mismo de todos los años) sino por ver a la imagen del nazareno vestido de rojo, color de sangre y muerte.

El cristo avanza otra vez hacia el Parque San Sebastián. Vamos llegando al punto medular de la temporada. No es momento para marchas importadas ni estrenos.  Suenan “El cuervo “de Pedro Donis, “Dios Mío” de José Dolores Fuentes o “Los Tres clavos “de Julián Paniagua (queda fuera, por ahora, Alberto Velásquez Collado que tendrá su momento, a partida doble, en la tarde).  Nos acercamos al nido de la tradición popular más extendida, no solo a nivel local sino nacional:  basta ingresar en Google la búsqueda “Semana Santa en Guatemala” y la mayoría de fotos serán de Jesús de La Merced frente a la tienda de Chepe Armas, o en la Calle Ancha pisando el mar de alfombras multicolor frente al estadio Pensativo, único punto donde el cortejo abandona el empedrado y pisa asfalto.          

            Hay cámaras de televisión nacional y extranjera, fotógrafos de todo el mundo, visitantes primerizos y muchos cucuruchos.  El giro alrededor de El Pimental es una especie de llegada a la tierra prometida durante toda la temporada, momento cumbre para muchos, devotos y no devotos.   

            De vuelta al empedrado todo es dirección sur, extendiendo el mediodía en forma agónica hasta la segunda avenida y la tienda Carlota.  Aquí, en la esquina de la tienda Carlota, donde un muro tuvo que ser modificado con un chaflán para que la esquina fuera suficiente para el giro que marca el principio del fin.  Después de aquí, todo será en dirección norte, de vuelta al templo.

            Mi abuelo, mercedario desde siempre, hasta el punto que su madre murió un viernes santo a las tres de la tarde, me pidió, antes de morir, que aunque vaya al Santo Entierro por la tarde, no abandone a su nazareno antes de mediodía. Es algo no negociable con mi cucurucho interno, que es mucho suyo también.

***

Hay muchas Antiguas Guatemalas: la de antaño, donde las familias amigas se reconocen por apodos animales, la turística donde se baila, se bebe y no hace falta hablar español para moverse, la de viajeros con mochila y la de restaurantes gourmet.  La mía es musical.  Más allá de haber aprendido a manejar un tocadiscos con los acetatos de Víctor Manuel Lara o de Ramírez Crocker, la música, como elemento cardinal de la Semana Santa guatemalteca, es mi manera de sentirme cucurucho, categoría permanente que no exige vestir de morado ni tiene fecha caducidad:  se lleva debajo de la piel y permanece más allá del fin de la temporada cada Pascua de resurrección. Es un rasgo de identidad, herencia de la tradición familiar que teje más hondo el tejido social del país por su calidad de celebración extramuros, y serlo en La Antigua Guatemala es la esperanza de volver a caminar pronto en las filas de Jesús Nazareno de La Merced.

Domingo de ramos


Cada domingo de cuaresma en La Antigua Guatemala tiene un sabor distinto. Del primero al último, todos son de morado completo:  túnica, cinturón y capirote componen el traje para recorrer el circuito que durante cinco semanas cubre cinco rincones alrededor del casco de la ciudad. La suma de todos va propiciando la puesta de tono hacia el sexto domingo, o Domingo de ramos.   Ese día las mujeres salen de casa con el cabello húmedo y perfumado, los niños estrenan camisa y zapatos, incluso algunos que van a vestirse de cucuruchos (detalle que delata a un cargador inexperto) y los ancianos, sean cucuruchos retirados o los que nunca lo fueron, se quedan en casa para recibir un encargo de empanadas de leche, de piña o de hierbas, de un plato de bacalao o un galón de chinchivir casero.  

El sol brilla más que en cualquier otra mañana del año y el Volcán de Agua, vigilante perenne del valle, se quita de enfrente todas las nubes para no perderse ningún detalle.   Todo el mundo camina hacia el norte en busca del templo amarillo y blanco.  Hay ansiedad alrededor.  Se escuchan los redobles y los compases desde el interior de la iglesia.  Voy saludando a los amigos de siempre, con quienes existe una cita anual para encontrarnos aquí.  Después de un abrazo prolongado y de ponernos al tanto sobre quienes, de los que nos vimos aquí la semana santa pasada, se han casado, divorciado o fallecido, escuchamos escucha el redoble y las notas de “La Granadera”, anunciando que al fin, después de un año de espera, El capitán del equipo Antigua, el nazareno de los antigüeños, vuelve a sus calles. 

            Primer cambio de turno y suena “La Reseña” de Mónico de León mientras el tumulto de devotos avanza hacia la esquina. Antes, el cortejo solía cruzar hacia el parque San Sebastián.  Ahora continúa dos cuadras más hasta la esquina de la Alameda Santa Lucía, que la recorre de punta a punta como casi todas. 

            El recorrido va de norte a sur y viceversa sobre las avenidas, mientras que en el eje oriente-occidente son tramos muy cortos.  Después de atravesar la Alameda gira hacia la séptima avenida hasta llegar a su extremo norte, y más tarde, después de rodear el barrio del Chajón  retoma la sexta, otra vez de punta a punta, y luego la quinta, la cuarta y así hasta la primera.  El zigzag de tramos largos se debe al crecimiento del número de cargadores, lo que obliga a extender los horarios y los recorridos.  La tranquilidad caracteriza el avance del Nazareno, señoreándose por las calles que lo han echado de menos durante todo el año.  El sol va cayendo de a poco y parece no querer perderse ningún detalle, en la tarde que parece no terminar.

            A medida que se alejan del centro, las avenidas de la ciudad van haciéndose más estrechas.  Basta pensar en la séptima avenida norte, llegando al parque San Sebastián, o en la segunda al extremo sur, hacia el callejón La Quinta o el de Quirio Cataño (¿cuántos antigüeños transitamos el barrio del Chajón o la Escuela de Cristo en otra época del año?).  Igual, la quinta avenida, entre la Plaza Mayor y el Arco de Santa Catalina resulta asfixiante en los últimos minutos del domingo de ramos. La calle del arco, antigüeña y cosmopolita al mismo tiempo, sirve de escenario a un momento triste (solo superado por el mismo que se repetirá cinco días después, con el mismo personaje central). Con un paso cada vez más lento, los antigüeños se resisten a que el domingo más esperado del año se termine.  En cada esquina, los cargadores ansían el cambio de turno para sentir que el anda llega a sus hombros. Las manos sudorosas dentro de los guantes blancos protegen la cartulina contra su pecho, mientras los que vienen cargando exigen la prueba de que entregarán la almohadilla al verdadero dueño del turno y no sufrirán algún timo.  La tensión aumenta mientras más se acercan a la iglesia.  Después del paso debajo del arco de Santa Catalina, el anda gira en dirección poniente y suena “Tu última mirada” de Alberto Velásquez Collado frente a la que fue su casa por muchos años y donde compuso las marchas oficiales de los cortejos de Santo Entierro que saldrán el viernes.  En la plazuela vuelve a sonar La Reseña.  Son los primeros minutos de Lunes Santo.  Nos despedimos por unos días. Volveremos a vernos.

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El domingo de ramos de 2019 hubo un reencuentro histórico, postergado durante mucho tiempo.   A las cuatro de la tarde, el nazareno mercedario transitó por primera vez (y por última en mucho tiempo, por desgracia) sobre la tercera avenida entre cuarta y quinta calle, frente a la casa de Luis Cardoza y Aragón, el antigüeño más universal del siglo pasado. Cardoza y Aragón, eterno herido de nostalgia por la ciudad que amó más mientras insistía en huir, escribe en “Dibujos de ciego”, pequeño vademécum de cuitas de un antigüeño errante por el mundo: “la devoción por ciertas imágenes (…) te creó fantástico e intenso fetichismo.  La fabulación de tu infancia los impregnó de extraños poderes.  ¿Cómo no ser sensible al mundo delirante y fanático que las rodeaba?”.  Coincido en pleno con Cardoza.  Mientras más se insiste en poner distancia física o afectiva con el lugar de origen, hay un fuego que te conecta de vuelta a ellas, te guste o no.

Fue un momento hermoso que tuvo como fondo la marcha “El dulce sueño de Jesús”, mi composición favorita de Héctor Gómez Barillas, heredero de la tradición de compositores antigüeños.