Al fin, una semana después de
haber llegado a Uruguay, puedo sentarme a tomar algunas notas, y lo hago en una
computadora ajena. Estoy en la ciudad de
Maldonado, a dos horas de Montevideo y en casa de una nueva amiga.
Antes
de viajar pensaba que mis primeros días aquí serían como un chapuzón en una
piscina helada y solitaria, pero me equivoqué: primero porque, en forma atípica y
como consecuencia del desbarajuste climático que nos gobierna, el otoño,
antesala al invierno austral, que de por sí es crudo y que para este año se
anuncia peculiarmente frío, ha
resultado un banquete con temperaturas promedio superiores a los veinticinco
grados, con apenas un par de chubascos y con una serie de atardeceres soñados;
y segundo, porque la acogida de los compañeros de la universidad, ahora
especialistas en distintas ramas médicas y administradores de salud en varios
niveles, ha sido fabulosa y se ha complementado con los nuevos amigos que he
hecho en estos días y que llenan los recovecos que pueden horadar las emociones
del recién llegado.
El
primer día fue muy movido. Apenas llegué
al apartamento, me duché y con la misma salí a almorzar con dos amigos. Comimos
una parrillada que apenas cabía en el recipiente y bebimos dos litros de
cerveza que, ya fuera por el cansancio del vuelo en mi caso ─además de un
fernet con coca bien cargado─, las guardias médicas acumuladas en el de ella, o
la dinámica de trabajo que se echa encima él, nos desbarataron a los tres, y
pletóricos de endorfinas por la comida, la bebida y la buena charla entre
viejos amigos, nos obligaron a tomar una siesta. En mi caso ésta se extendió casi hasta la
medianoche; solo entonces desperté para sacarme la ropa, comer una manzana y
continuar de largo hasta el día siguiente.
Sin
embargo, la dinámica de despertar tarde, inusual en mí, se ha extendido por más
de una semana, lo que, en alegato a mi favor, atribuyo al desgaste propio de
cualquier mudanza. Esto no ha impedido,
por fortuna, que mis trámites avancen con fluidez.
La
segunda tarde volví a ver a mi amiga y tras beber un té en su casa, me topé con
que su bicicleta estaba abandonada y requería de alguien con ganas de ponerla
en órbita. Después de un par de ajustes
necesarios, y aún pendiente de afinarlos todos, eché a pedalear casi veinte
años después de haberme desprendido mi bici.
Desde ese día hemos hecho un dúo, en el que me ha tocado sudar sin parar
y volver a sentir mialgias olvidadas.
El
resto de la semana mantuve la tónica de movimientos por el centro de la ciudad
en busca de autenticar papeles, registrar la entrada al país y ubicar el
hospital y a los contactos médicos. Fue
hasta el fin de semana que pude descansar.
Pasé todo el sábado bajo un sopor del que apenas pude escapar a las
cinco de la tarde para estirar el cuerpo en La Rambla. A pesar de compartir
nombre con su par en Barcelona, ésta no se corresponde aquella sino con el Malecón de La Habana, al ser una avenida costera que rodea todo
Montevideo en un recorrido caprichoso que se extiende por más de veinte
kilómetros. Al principio temí que la
buena mano climática hubiera decidido quitarme la suerte de encima, pero al
llegar al litoral noté que, aunque el mar lucía inquieto y el cielo amenazaba
encapotado, era cosa de tiempo, porque en el último rescoldo de la tarde, y
forcejeando entre las nubes color plomo, el sol logró colar algunos rayos y
luego él mismo, como la yema de un huevo crudo que rebota entre la clara al
romperse el cascarón, se dejó ver bañado en tonos fulgurantes.
La
mañana siguiente resultó aún más gris, pero en la tarde ninguna nube se atrevió
a interponerse y el sol se lució en
una puesta para fotografiar y enmarcar. Más
tarde, como colofón, me acerqué a la plaza Juan Ramón Gómez, en la esquina de
las calles Durazno y Minas para un habitual del domingo a la noche, el ensayo
de los candomberos de “Valores de Ansina” en el barrio Palermo. Apenas llegué vi, alrededor de una fogata, a
un grupo de muchachos que bailaba capoeira y que, apenas empezaron a rugir los
cueros, cesó lo suyo y se unió al desfile que siguió a las docenas de
percusionistas (no pude contarlos pero estimo que entre músicos,
acompañantes/bailadores y curiosos, éramos doscientos metros de gente
moviéndose en el centro de la ciudad). Habrán
sido dos horas de descarga cuando, después de recorrer unas seis cuadras en dirección norte sobre la calle Minas,
llegamos a la avenida Constituyente, muy cerca de la Avenida 18 de julio que
funciona como espina dorsal de la parte más al sur de la capital, y el
espectáculo terminó; acto seguido, todo el mundo (hombres y mujeres, algo
natural aquí) se dio un beso en la
mejilla y a la casa. Cierre redondo a mi
primera semana en el paisito como muchos
locales llaman a su terruño.