jueves, 26 de abril de 2018

PRIMERA SEMANA


Al fin, una semana después de haber llegado a Uruguay, puedo sentarme a tomar algunas notas, y lo hago en una computadora ajena.  Estoy en la ciudad de Maldonado, a dos horas de Montevideo y en casa de una nueva amiga. 
            Antes de viajar pensaba que mis primeros días aquí serían como un chapuzón en una piscina helada y solitaria, pero me equivoqué: primero porque, en forma atípica y como consecuencia del desbarajuste climático que nos gobierna, el otoño, antesala al invierno austral, que de por sí es crudo y que para este año se anuncia peculiarmente frío, ha resultado un banquete con temperaturas promedio superiores a los veinticinco grados, con apenas un par de chubascos y con una serie de atardeceres soñados; y segundo, porque la acogida de los compañeros de la universidad, ahora especialistas en distintas ramas médicas y administradores de salud en varios niveles, ha sido fabulosa y se ha complementado con los nuevos amigos que he hecho en estos días y que llenan los recovecos que pueden horadar las emociones del recién llegado.
            El primer día fue muy movido.  Apenas llegué al apartamento, me duché y con la misma salí a almorzar con dos amigos. Comimos una parrillada que apenas cabía en el recipiente y bebimos dos litros de cerveza que, ya fuera por el cansancio del vuelo en mi caso ─además de un fernet con coca bien cargado─, las guardias médicas acumuladas en el de ella, o la dinámica de trabajo que se echa encima él, nos desbarataron a los tres, y pletóricos de endorfinas por la comida, la bebida y la buena charla entre viejos amigos, nos obligaron a tomar una siesta.  En mi caso ésta se extendió casi hasta la medianoche; solo entonces desperté para sacarme la ropa, comer una manzana y continuar de largo hasta el día siguiente.
            Sin embargo, la dinámica de despertar tarde, inusual en mí, se ha extendido por más de una semana, lo que, en alegato a mi favor, atribuyo al desgaste propio de cualquier mudanza.  Esto no ha impedido, por fortuna, que mis trámites avancen con fluidez.
            La segunda tarde volví a ver a mi amiga y tras beber un té en su casa, me topé con que su bicicleta estaba abandonada y requería de alguien con ganas de ponerla en órbita.  Después de un par de ajustes necesarios, y aún pendiente de afinarlos todos, eché a pedalear casi veinte años después de haberme desprendido mi bici.  Desde ese día hemos hecho un dúo, en el que me ha tocado sudar sin parar y volver a sentir mialgias olvidadas. 
            El resto de la semana mantuve la tónica de movimientos por el centro de la ciudad en busca de autenticar papeles, registrar la entrada al país y ubicar el hospital y a los contactos médicos.  Fue hasta el fin de semana que pude descansar.  Pasé todo el sábado bajo un sopor del que apenas pude escapar a las cinco de la tarde para estirar el cuerpo en La Rambla. A pesar de compartir nombre con su par en Barcelona, ésta no se corresponde aquella sino con el Malecón de La Habana, al ser una avenida costera que rodea todo Montevideo en un recorrido caprichoso que se extiende por más de veinte kilómetros.  Al principio temí que la buena mano climática hubiera decidido quitarme la suerte de encima, pero al llegar al litoral noté que, aunque el mar lucía inquieto y el cielo amenazaba encapotado, era cosa de tiempo, porque en el último rescoldo de la tarde, y forcejeando entre las nubes color plomo, el sol logró colar algunos rayos y luego él mismo, como la yema de un huevo crudo que rebota entre la clara al romperse el cascarón, se dejó ver bañado en tonos fulgurantes. 
            La mañana siguiente resultó aún más gris, pero en la tarde ninguna nube se atrevió a  interponerse y el sol se lució en una puesta para fotografiar y enmarcar.  Más tarde, como colofón, me acerqué a la plaza Juan Ramón Gómez, en la esquina de las calles Durazno y Minas para un habitual del domingo a la noche, el ensayo de los candomberos de “Valores de Ansina” en el barrio Palermo.  Apenas llegué vi, alrededor de una fogata, a un grupo de muchachos que bailaba capoeira y que, apenas empezaron a rugir los cueros, cesó lo suyo y se unió al desfile que siguió a las docenas de percusionistas (no pude contarlos pero estimo que entre músicos, acompañantes/bailadores y curiosos, éramos doscientos metros de gente moviéndose en el centro de la ciudad).  Habrán sido dos horas de descarga cuando, después de recorrer unas seis cuadras  en dirección norte sobre la calle Minas, llegamos a la avenida Constituyente, muy cerca de la Avenida 18 de julio que funciona como espina dorsal de la parte más al sur de la capital, y el espectáculo terminó; acto seguido, todo el mundo (hombres y mujeres, algo natural aquí)  se dio un beso en la mejilla y a la casa.  Cierre redondo a mi primera semana en el paisito como muchos locales llaman a su terruño.