lunes, 21 de diciembre de 2020

Adiós a La Canche

Una foto puede ser suficiente para desbaratar un recuerdo o para echar a andar de forma imparable el dominó de la nostalgia. A mitad de la semana pasada recibí varias veces la imagen de un camión evacuando las estanterías de la tienda de Zoila Urízar, La canche ─la rubia que la mayoría de antigüeños conocimos ya entrada en canas─ frente a la iglesia de La Merced de mi ciudad. Al principio supuse que era un rumor o un montaje fotográfico, negándome a creer que en verdad estaban desalojando el local. Tampoco quería averiguarlo, pero con las horas llegaron las versiones confirmatorias.

Incluso antes de la pandemia, el cierre del negocio (el cierre de otro negocio en este año nefasto) que ha servido para encuentro de paisanos durante más de cincuenta años era una catástrofe que se veía venir, dada la invasión que padece La Antigua. Varias veces toqué el tema con Juan Carlos, hijo de La Canche y último administrador del negocio, después de que ella, rozando los noventa, finalmente aceptó cederle el mando.

Pasar por un cigarro o unos nuégados, un vaso de jugo de durazno natural, un pan con aguacate, pollo picado o chile relleno, o un plato de pepián eran cuestiones de vida o muerte para muchos antigüeños, incluyéndome; y era también una parada obligada para cada visitante que quería descubrir la cara íntima de la ciudad.  La Canche como observatorio de la dinámica social que se teje entre telarañas en la pequeña ciudad levítica de Luis Cardoza y Aragón.  Aquí también se podía sentar a desayunar mientras se esperaba que los marchantes  que venían de aldeas vecinas se acercaran con redes de pino, tiras de manzanilla y cartuchos de corozo fresco recién traído de la costa para hacer el altar en casa, tanto en cuaresma como en fin de año. 

Fue aquí donde me encontré con mi primera novia la tarde en que nos besamos por primera vez, donde bebí mis primeras cervezas o donde compré el primer cigarrillo que me llevé a la boca, además de ser el punto estratégico para ver salir la procesión de Jesús de la Merced cada domingo de ramos.

            No puedo contar las veces que charlé con extranjeros que conocí allí, o con amigos que yo llevaba, ante un plato de avena con leche al desayuno o un pache de papa y una taza de chocolate en la tarde, bajo los retratos de Juan Pablo II, Benedicto XVI o el argentino Francisco. La caterva de papas, obispos y arzobispos se combinaba con el peso de los párpados cerrados de Jesús de San Felipe o el Cristo de Esquipulas en estampas gigantes que adornaban las paredes, y en el altar principal del comedor la escultura del Hermano Pedro de Bethancourt y su campana que reverbera en la conciencia de todos los antigüeños, creyentes y no creyentes. 

            El cierre de la tienda de la Canche, como tantas veces comenté con varios paisanos, es la amputación de un rincón (uno más) en la memoria de la ciudad. Para bien o para mal, La Antigua Guatemala donde yo crecí está desapareciendo. 

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Un lugar limpio y bien iluminado

 Ayer fue quince de diciembre, banderazo inicial a la recta final del año. Ayer también debieron iniciarse las posadas: en la tradición católica se organizan procesiones de barrio con las imágenes de María, José y un par de ángeles acompañándolos, que van de casa en casa hasta el día veinticuatro. Nueve días en memoria de los nueve meses de embarazo de María con Cristo en el vientre y su errancia buscando un sitio dónde atenderse el parto, pero este año no saldrán.  Es también la etapa de compras contrarreloj de obsequios innecesarios y de encuentros con amigos que no vemos hace mucho, y con estos últimos se dispara el consumo de bebida, comida y drogas mientras que el tráfico se descontrola, las compras se siguen disparando y el consumo de cualquier cosa se pavonea entre atascos viales.  Será por fin, y en contra de la sensatez que hemos intentado conservar desde hace nueve meses, el momento de volver a encontrarnos con los amigos para brindar, abrazarnos, encamarnos y romper con la cortina del distanciamiento social.  Por unos días, volveremos a ser los de siempre. 

Digo por unos días porque en enero todo se irá al carajo. Incluso antes de esta temporada, el aumento de los casos ya era considerable en los hospitales nacionales, y no dudo que pasa lo mismo en los privados, pero esa información nunca se hace pública.  Las campañas han sido en vano y la sobrecarga se percibe en las emergencias de los hospitales. Si desde siempre resulta natural un repunte de las consultas de los servicios de salud en los primeros días de enero, el próximo año tendremos, además de las intoxicaciones alimentarias, alcohólicas, y de los accidentes de tránsito, el tan esperado pico de infecciones por COVID.  

Basta ceñirse a la lógica. Si le proponen alguna de las siguientes opciones, ¿cuál escogería usted?:

a)  Me quedo en casa evitando convivios y reuniones familiares, para no exponer ni exponerme.

b)  Desarrollo síntomas respiratorios, aunque sean leves y busco ayuda, aunque esto implique resultar positivo para el virus y pasar la quincena más amorosa del año aislado en cuarentena.

c)  Hago caso omiso de los síntomas, me paso por el sobaco las recomendaciones sanitarias y salgo a beber un trago doble y a continuar la parranda, confiando en que el virus no se las cobre conmigo.

La respuesta de la mayoría de la población resulta bastante predecible, por desgracia.  Un país con tanta población joven no querrá perderse los convivios de fin de año.

Ya se sabe que es muy remoto pretender no beber, no bailar, no besar ni apechugar en estas fechas, todos lo hemos experimentado en cierta medida.   Solo se trata de saber hacer las cosas: si va a salir a beber hágalo en un sitio limpio y bien iluminado donde circule el aire, donde pueda tener distanciamiento de sus compañeros de copas y donde no le tomen fotos o videos que lo puedan comprometer y confinarlo de su propia alcoba o de su trabajo en forma permanente. 

martes, 1 de diciembre de 2020

Día internacional del VIH

 Nunca he entendido la finalidad de declarar un día en honor de una enfermedad.  Supongo que el nombre correcto es “día de la lucha contra…”, pero en su forma abreviada, hablar del día internacional del alcoholismo implicaría participar en un bacanal, o el día del cáncer de colon darse un atracón de hamburguesas, papas fritas y aguas gaseosas.  Ni pensar en que hoy se celebra el día internacional de (la lucha internacional contra) el virus de inmunodeficiencia humana, VIH.  Hace años una amiga me invitó a una fiesta por esta misma fecha.  Era fin de semana y yo no tenía nada más en mente, así que me preparé para ir, pero según se acercaba la hora temí verme en medio de una escena como en Eyes wide shut de Stanley Kubrick, y cuando llamó para decirme que estaba esperándome en la puerta, inventé cualquier excusa y desistí. No soy tan ambicioso en los apetitos de la piel.

En apenas treinta años de estar entre nosotros, el virus que desencadenó una batalla legal y sobre todo económica entre Estados Unidos y Francia, ha sido un parteaguas que nos ha enseñado muchísimo, obligándonos a replantear todo lo que habíamos aprendido en los siglos previos sobre cómo abordar las enfermedades infecciosas.    Al principio, resultar positivo para el virus era una condena a muerte, tanto por el mal pronóstico clínico debido a la carencia de herramientas diagnósticas y tratamientos, como por el estigma social que ha llevado al suicidio a muchos pacientes.  Por desgracia esto último aún sucede.

En condiciones ideales, ser VIH positivo (que no es lo mismo que padecer el SIDA, término que se busca reemplazar por VIH avanzado debido al estigma que provoca) no es sinónimo de muerte, y solo implica ser portador de una infección crónica que requiere disciplina al tomar los medicamentos, con los que el paciente puede morir de problemas de la tercera edad como cualquier persona no infectada, al menos en un entorno medianamente civilizado. Con dos citas médicas al año, el paciente puede vivir tranquilo y llevar su vida como si nada, apenas tomando un par de comprimidos cada día.

Este año la situación se complicó.  Debido al cierre del transporte entre el interior y la capital de país, los controles de laboratorio quedaron postergados y mucha gente no tuvo acceso a sus medicamentos y citas de control, que en Guatemala siguen, por desgracia, muy centralizados.  También disminuyó la captación de nuevos casos en los peores meses de la pandemia, y muchos pacientes se perdieron y fallecieron sin reporte a sus clínicas de control. Lo mismo pasó en todo el mundo con los programas de dengue, tuberculosis y enfermedades transmitidas por agua y alimentos, propias de los países pobres. Toda la atención se ha centrado en el coronavirus, haciendo aún más pobre el escaso apoyo a los programas para combatir las enfermedades que siguen matando a millones de personas en el submundo:  pandemias eternas y silentes con más muertes acumuladas, pero sin tanta pompa mediática.  Y mientras el mundo corre por una vacuna contra el virus que ha causado un millón y poco de muertes a nivel global, todos seguimos esquivando la mirada. Y no hablo del Africa subsahariana, donde miles de personas mueren cada día por hambre o infecciones que no son nuevas, sino de zonas urbanas de toda América Latina, pero al no ensuciar a los centros de poder, pueden seguir esperando por algunos siglos más.

Las enfermedades infecciosas, incluyendo al VIH y al coronavirus, siempre van a estar un paso adelante de nosotros, hay que entenderlo de una vez y aceptar que no importa qué descubramos, compremos o inventemos, la vida siempre encontrará formas de continuar sobre la tierra con o sin los humanos, que quizás con un par de decenas de miles de años ya hemos tenido suficiente.