martes, 1 de diciembre de 2020

Día internacional del VIH

 Nunca he entendido la finalidad de declarar un día en honor de una enfermedad.  Supongo que el nombre correcto es “día de la lucha contra…”, pero en su forma abreviada, hablar del día internacional del alcoholismo implicaría participar en un bacanal, o el día del cáncer de colon darse un atracón de hamburguesas, papas fritas y aguas gaseosas.  Ni pensar en que hoy se celebra el día internacional de (la lucha internacional contra) el virus de inmunodeficiencia humana, VIH.  Hace años una amiga me invitó a una fiesta por esta misma fecha.  Era fin de semana y yo no tenía nada más en mente, así que me preparé para ir, pero según se acercaba la hora temí verme en medio de una escena como en Eyes wide shut de Stanley Kubrick, y cuando llamó para decirme que estaba esperándome en la puerta, inventé cualquier excusa y desistí. No soy tan ambicioso en los apetitos de la piel.

En apenas treinta años de estar entre nosotros, el virus que desencadenó una batalla legal y sobre todo económica entre Estados Unidos y Francia, ha sido un parteaguas que nos ha enseñado muchísimo, obligándonos a replantear todo lo que habíamos aprendido en los siglos previos sobre cómo abordar las enfermedades infecciosas.    Al principio, resultar positivo para el virus era una condena a muerte, tanto por el mal pronóstico clínico debido a la carencia de herramientas diagnósticas y tratamientos, como por el estigma social que ha llevado al suicidio a muchos pacientes.  Por desgracia esto último aún sucede.

En condiciones ideales, ser VIH positivo (que no es lo mismo que padecer el SIDA, término que se busca reemplazar por VIH avanzado debido al estigma que provoca) no es sinónimo de muerte, y solo implica ser portador de una infección crónica que requiere disciplina al tomar los medicamentos, con los que el paciente puede morir de problemas de la tercera edad como cualquier persona no infectada, al menos en un entorno medianamente civilizado. Con dos citas médicas al año, el paciente puede vivir tranquilo y llevar su vida como si nada, apenas tomando un par de comprimidos cada día.

Este año la situación se complicó.  Debido al cierre del transporte entre el interior y la capital de país, los controles de laboratorio quedaron postergados y mucha gente no tuvo acceso a sus medicamentos y citas de control, que en Guatemala siguen, por desgracia, muy centralizados.  También disminuyó la captación de nuevos casos en los peores meses de la pandemia, y muchos pacientes se perdieron y fallecieron sin reporte a sus clínicas de control. Lo mismo pasó en todo el mundo con los programas de dengue, tuberculosis y enfermedades transmitidas por agua y alimentos, propias de los países pobres. Toda la atención se ha centrado en el coronavirus, haciendo aún más pobre el escaso apoyo a los programas para combatir las enfermedades que siguen matando a millones de personas en el submundo:  pandemias eternas y silentes con más muertes acumuladas, pero sin tanta pompa mediática.  Y mientras el mundo corre por una vacuna contra el virus que ha causado un millón y poco de muertes a nivel global, todos seguimos esquivando la mirada. Y no hablo del Africa subsahariana, donde miles de personas mueren cada día por hambre o infecciones que no son nuevas, sino de zonas urbanas de toda América Latina, pero al no ensuciar a los centros de poder, pueden seguir esperando por algunos siglos más.

Las enfermedades infecciosas, incluyendo al VIH y al coronavirus, siempre van a estar un paso adelante de nosotros, hay que entenderlo de una vez y aceptar que no importa qué descubramos, compremos o inventemos, la vida siempre encontrará formas de continuar sobre la tierra con o sin los humanos, que quizás con un par de decenas de miles de años ya hemos tenido suficiente.   

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