Tres
de la mañana de Viernes Santo. La calle huele a aserrín mojado, pino machucado
y estiércol de las docenas de caballos que abren el cortejo. Vuelvo a saludar a los vecinos que me
extienden la mano y el brazo teñido de colores por trabajar con aserrín para
las alfombras. A pesar de la hora
difícil en que inicia la procesión, hay miles de devotos. Según va saliendo el sol la afluencia aumenta,
pero este recorrido es distinto al del domingo.
Hay ansiedad. Los turnos van
contrarreloj. Las sonrisas son menos que
el domingo y las lanzas que porta cada cucurucho, distintivo que hace única a
esta procesión, sirven de apoyo a los cargadores que empiezan a lucir cansados
después de seis semanas de actividad. Hay
emoción según el sol va saliendo, no por descubrir el adorno del anda (que es
el mismo de todos los años) sino por ver a la imagen del nazareno vestido de
rojo, color de sangre y muerte.
El cristo avanza otra vez hacia el Parque San
Sebastián. Vamos llegando al punto medular de la temporada. No es momento para
marchas importadas ni estrenos. Suenan “El
cuervo “de Pedro Donis, “Dios Mío” de José Dolores Fuentes o “Los Tres clavos “de
Julián Paniagua (queda fuera, por ahora, Alberto Velásquez Collado que tendrá su
momento, a partida doble, en la tarde). Nos
acercamos al nido de la tradición popular más extendida, no solo a nivel local
sino nacional: basta ingresar en Google la
búsqueda “Semana Santa en Guatemala” y la mayoría de fotos serán de Jesús de La
Merced frente a la tienda de Chepe Armas, o en la Calle Ancha pisando el mar de
alfombras multicolor frente al estadio Pensativo, único punto donde el cortejo
abandona el empedrado y pisa asfalto.
Hay cámaras de televisión nacional y
extranjera, fotógrafos de todo el mundo, visitantes primerizos y muchos
cucuruchos. El giro alrededor de El
Pimental es una especie de llegada a la tierra prometida durante toda la temporada,
momento cumbre para muchos, devotos y no devotos.
De vuelta al empedrado todo es
dirección sur, extendiendo el mediodía en forma agónica hasta la segunda
avenida y la tienda Carlota. Aquí, en la
esquina de la tienda Carlota, donde un muro tuvo que ser modificado con un
chaflán para que la esquina fuera suficiente para el giro que marca el
principio del fin. Después de aquí, todo
será en dirección norte, de vuelta al templo.
Mi abuelo, mercedario desde siempre,
hasta el punto que su madre murió un viernes santo a las tres de la tarde, me
pidió, antes de morir, que aunque vaya al Santo Entierro por la tarde, no
abandone a su nazareno antes de mediodía. Es algo no negociable con mi
cucurucho interno, que es mucho suyo también.
***
Hay
muchas Antiguas Guatemalas: la de antaño, donde las familias amigas se
reconocen por apodos animales, la turística donde se baila, se bebe y no hace
falta hablar español para moverse, la de viajeros con mochila y la de
restaurantes gourmet. La mía es
musical. Más allá de haber aprendido a manejar
un tocadiscos con los acetatos de Víctor Manuel Lara o de Ramírez Crocker, la
música, como elemento cardinal de la Semana Santa guatemalteca, es mi manera de
sentirme cucurucho, categoría permanente que no exige vestir de morado ni tiene
fecha caducidad: se lleva debajo de la
piel y permanece más allá del fin de la temporada cada Pascua de resurrección. Es
un rasgo de identidad, herencia de la tradición familiar que teje más hondo el
tejido social del país por su calidad de celebración extramuros, y serlo en La
Antigua Guatemala es la esperanza de volver a caminar pronto en las filas de
Jesús Nazareno de La Merced.
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