viernes, 2 de abril de 2021

Viernes Santo I

 


Tres de la mañana de Viernes Santo. La calle huele a aserrín mojado, pino machucado y estiércol de las docenas de caballos que abren el cortejo.   Vuelvo a saludar a los vecinos que me extienden la mano y el brazo teñido de colores por trabajar con aserrín para las alfombras.  A pesar de la hora difícil en que inicia la procesión, hay miles de devotos.  Según va saliendo el sol la afluencia aumenta, pero este recorrido es distinto al del domingo.  Hay ansiedad.  Los turnos van contrarreloj.  Las sonrisas son menos que el domingo y las lanzas que porta cada cucurucho, distintivo que hace única a esta procesión, sirven de apoyo a los cargadores que empiezan a lucir cansados después de seis semanas de actividad.   Hay emoción según el sol va saliendo, no por descubrir el adorno del anda (que es el mismo de todos los años) sino por ver a la imagen del nazareno vestido de rojo, color de sangre y muerte.

El cristo avanza otra vez hacia el Parque San Sebastián. Vamos llegando al punto medular de la temporada. No es momento para marchas importadas ni estrenos.  Suenan “El cuervo “de Pedro Donis, “Dios Mío” de José Dolores Fuentes o “Los Tres clavos “de Julián Paniagua (queda fuera, por ahora, Alberto Velásquez Collado que tendrá su momento, a partida doble, en la tarde).  Nos acercamos al nido de la tradición popular más extendida, no solo a nivel local sino nacional:  basta ingresar en Google la búsqueda “Semana Santa en Guatemala” y la mayoría de fotos serán de Jesús de La Merced frente a la tienda de Chepe Armas, o en la Calle Ancha pisando el mar de alfombras multicolor frente al estadio Pensativo, único punto donde el cortejo abandona el empedrado y pisa asfalto.          

            Hay cámaras de televisión nacional y extranjera, fotógrafos de todo el mundo, visitantes primerizos y muchos cucuruchos.  El giro alrededor de El Pimental es una especie de llegada a la tierra prometida durante toda la temporada, momento cumbre para muchos, devotos y no devotos.   

            De vuelta al empedrado todo es dirección sur, extendiendo el mediodía en forma agónica hasta la segunda avenida y la tienda Carlota.  Aquí, en la esquina de la tienda Carlota, donde un muro tuvo que ser modificado con un chaflán para que la esquina fuera suficiente para el giro que marca el principio del fin.  Después de aquí, todo será en dirección norte, de vuelta al templo.

            Mi abuelo, mercedario desde siempre, hasta el punto que su madre murió un viernes santo a las tres de la tarde, me pidió, antes de morir, que aunque vaya al Santo Entierro por la tarde, no abandone a su nazareno antes de mediodía. Es algo no negociable con mi cucurucho interno, que es mucho suyo también.

***

Hay muchas Antiguas Guatemalas: la de antaño, donde las familias amigas se reconocen por apodos animales, la turística donde se baila, se bebe y no hace falta hablar español para moverse, la de viajeros con mochila y la de restaurantes gourmet.  La mía es musical.  Más allá de haber aprendido a manejar un tocadiscos con los acetatos de Víctor Manuel Lara o de Ramírez Crocker, la música, como elemento cardinal de la Semana Santa guatemalteca, es mi manera de sentirme cucurucho, categoría permanente que no exige vestir de morado ni tiene fecha caducidad:  se lleva debajo de la piel y permanece más allá del fin de la temporada cada Pascua de resurrección. Es un rasgo de identidad, herencia de la tradición familiar que teje más hondo el tejido social del país por su calidad de celebración extramuros, y serlo en La Antigua Guatemala es la esperanza de volver a caminar pronto en las filas de Jesús Nazareno de La Merced.

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