Cada
domingo de cuaresma en La Antigua Guatemala tiene un sabor distinto. Del
primero al último, todos son de morado completo: túnica, cinturón y capirote componen el traje
para recorrer el circuito que durante cinco semanas cubre cinco rincones
alrededor del casco de la ciudad. La suma de todos va propiciando la puesta de
tono hacia el sexto domingo, o Domingo de ramos. Ese día las mujeres salen de casa con el
cabello húmedo y perfumado, los niños estrenan camisa y zapatos, incluso algunos
que van a vestirse de cucuruchos (detalle que delata a un cargador inexperto) y
los ancianos, sean cucuruchos retirados o los que nunca lo fueron, se quedan en
casa para recibir un encargo de empanadas de leche, de piña o de hierbas, de un
plato de bacalao o un galón de chinchivir casero.
El sol brilla más que en cualquier otra mañana del
año y el Volcán de Agua, vigilante perenne del valle, se quita de enfrente
todas las nubes para no perderse ningún detalle. Todo el mundo camina hacia el norte en busca
del templo amarillo y blanco. Hay
ansiedad alrededor. Se escuchan los
redobles y los compases desde el interior de la iglesia. Voy saludando a los amigos de siempre, con
quienes existe una cita anual para encontrarnos aquí. Después de un abrazo prolongado y de ponernos
al tanto sobre quienes, de los que nos vimos aquí la semana santa pasada, se
han casado, divorciado o fallecido, escuchamos escucha el redoble y las notas
de “La Granadera”, anunciando que al fin, después de un año de espera, El
capitán del equipo Antigua, el nazareno de los antigüeños, vuelve a sus calles.
Primer cambio de turno y suena “La
Reseña” de Mónico de León mientras el tumulto de devotos avanza hacia la
esquina. Antes, el cortejo solía cruzar hacia el parque San Sebastián. Ahora continúa dos cuadras más hasta la
esquina de la Alameda Santa Lucía, que la recorre de punta a punta como casi
todas.
El recorrido va de norte a sur y
viceversa sobre las avenidas, mientras que en el eje oriente-occidente son
tramos muy cortos. Después de atravesar
la Alameda gira hacia la séptima avenida hasta llegar a su extremo norte, y más
tarde, después de rodear el barrio del Chajón
retoma la sexta, otra vez de punta a punta, y luego la quinta, la cuarta
y así hasta la primera. El zigzag de
tramos largos se debe al crecimiento del número de cargadores, lo que obliga a
extender los horarios y los recorridos. La
tranquilidad caracteriza el avance del Nazareno, señoreándose por las calles
que lo han echado de menos durante todo el año.
El sol va cayendo de a poco y parece no querer perderse ningún detalle,
en la tarde que parece no terminar.
A medida que se alejan del centro,
las avenidas de la ciudad van haciéndose más estrechas. Basta pensar en la séptima avenida norte,
llegando al parque San Sebastián, o en la segunda al extremo sur, hacia el
callejón La Quinta o el de Quirio Cataño (¿cuántos antigüeños transitamos el
barrio del Chajón o la Escuela de Cristo en otra época del año?). Igual, la quinta avenida, entre la Plaza
Mayor y el Arco de Santa Catalina resulta asfixiante en los últimos minutos del
domingo de ramos. La calle del arco, antigüeña y cosmopolita al mismo tiempo,
sirve de escenario a un momento triste (solo superado por el mismo que se
repetirá cinco días después, con el mismo personaje central). Con un paso cada
vez más lento, los antigüeños se resisten a que el domingo más esperado del año
se termine. En cada esquina, los
cargadores ansían el cambio de turno para sentir que el anda llega a sus
hombros. Las manos sudorosas dentro de los guantes blancos protegen la
cartulina contra su pecho, mientras los que vienen cargando exigen la prueba de
que entregarán la almohadilla al verdadero dueño del turno y no sufrirán algún
timo. La tensión aumenta mientras más se
acercan a la iglesia. Después del paso
debajo del arco de Santa Catalina, el anda gira en dirección poniente y suena “Tu
última mirada” de Alberto Velásquez Collado frente a la que fue su casa por
muchos años y donde compuso las marchas oficiales de los cortejos de Santo
Entierro que saldrán el viernes. En la
plazuela vuelve a sonar La Reseña. Son
los primeros minutos de Lunes Santo. Nos
despedimos por unos días. Volveremos a vernos.
***
El
domingo de ramos de 2019 hubo un reencuentro histórico, postergado durante
mucho tiempo. A las cuatro de la tarde,
el nazareno mercedario transitó por primera vez (y por última en mucho tiempo,
por desgracia) sobre la tercera avenida entre cuarta y quinta calle, frente a
la casa de Luis Cardoza y Aragón, el antigüeño más universal del siglo pasado.
Cardoza y Aragón, eterno herido de nostalgia por la ciudad que amó más mientras
insistía en huir, escribe en “Dibujos de ciego”, pequeño vademécum de cuitas de
un antigüeño errante por el mundo: “la devoción por ciertas imágenes (…) te
creó fantástico e intenso fetichismo. La
fabulación de tu infancia los impregnó de extraños poderes. ¿Cómo no ser sensible al mundo delirante y
fanático que las rodeaba?”. Coincido en
pleno con Cardoza. Mientras más se insiste
en poner distancia física o afectiva con el lugar de origen, hay un fuego que
te conecta de vuelta a ellas, te guste o no.
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