Uno de mis fragmentos favoritos de Moby
Dick está en el capítulo cuatro. Allí Melville, a través de Ismael, el narrador, recuerda que cuando
era niño, y después de hacer una travesura, su madre lo castigó
encerrándolo en el dormitorio por el resto de la tarde, cuando apenas era la
hora catorce. Al llegar a su cuarto cae en cuenta que es 21 de
junio, solsticio de verano en el hemisferio norte. Entonces
vuelve con su madre y le ruega que le deje salir para gozar de la luz del sol
en el día en que ésta se deja ver por más tiempo, pero ella no accede. Ismael vuelve a su habitación y, entre lágrimas, termina quedándose
dormido. Yo también espero con ansias ese atardecer como punto medio
del año, pero en Uruguay sucede al revés.
Son
las siete y cuarto de la mañana y aún está oscuro, y a la hora dieciocho la
noche llegó desde hace rato. A medida que se acerca el solsticio de
invierno, la noche impera de manera más extensa y obliga al sol a mostrarse poco. Después
del día 21, el ciclo empezará a invertirse en forma gradual hasta llegar al 21
de diciembre, cuando el día durará mucho más.
Aunque supe que sucedería, este resultó uno de los cambios para los que uno
nunca se ha preparado suficiente. De a poco voy adaptándome a la
temperatura inferior a la que suele hacer en mi país, y aunque algunos amigos
dicen que no es para tanto, yo lo padezco y no confío en los termómetros pues,
por estar en una ciudad rodeada de mar, la humedad abunda y brinda una sensación siempre
inferior a la temperatura.
Más
allá de tener que salir con doble camisa, un súeter cerrado, abrigo, bufanda,
gorro y a veces guantes —y lo engorroso que resulta llegar a un sitio con
calefacción donde habrá que deshacer todo el proceso—, eso no es eso lo peor:
· Cualquier cosa que ponga en mi mano durante la
noche —un bolígrafo, un libro, el reloj o el tubo de pasta dental— resulta fría
al primer tacto, y ni hablar del golpe helado ante la necesidad de sentarse en
el baño.
· Aunque no soy amante de la sensación quemante en
boca y esófago del té caliente, aquí debo beberlo de prisa porque un par de
minutos bastan para que alcance la temperatura ambiente, y si dejo pasar más
tiempo, se enfría.
· La ropa lavada parece no haberse secado a pesar de
llevar dos o tres días expuesta al sol, pero no: es la humedad adherida a los
tejidos la que hace dudar sobre si las prendas deben devolverse o no al
armario, por el temor de que queden con mal olor, como siempre que
se guardan húmedas.
La humedad parece tener otra consecuencia y es que, a diferencia del frío en Guatemala, aquí, por más que la sensación térmica sea muy baja y se cuele bajo la ropa y la piel, apenas me raja los labios.
Otra
cosa que llama la atención es el tiempo de vida de las
frutas. Siempre busco tener una reserva de frutas variadas para
comer en cualquier momento, pero me he topado con que aquí tienen
un tiempo de vida mucho menor. Cuando llegué al país solía
comprar reservas de manzana, naranja y sobre todo de mandarina para la
semana, pero a los pocos días tenía que descartar alguna que, a pesar de haber
lucido firme y aún poco madura al comprarla, se había echado a perder .
Al principio pensé que era una aceleración en los procesos de
descomposición asociada a la temperatura —en aquellos días hacía calor—, pero
si sabemos que todas las reacciones químicas se aceleran con el calor, ¿cómo
explicarlo en un clima cada vez más frío?
Misma sensación de humedad en Baires! Quedé intrigada con la reacción de la fruta 🤔
ResponderEliminar