viernes, 8 de mayo de 2020

Los rostros de hoy


Despierto veinte minutos tarde.  Me ducho de prisa, me cepillo los dientes y me voy sin desayuno, pensando en comprar algo en el camino.  Reviso si llevo llaves y teléfono, y salgo.  Cruzo la avenida sorteando los autos que, desde que inició la restricción de horario, conducen con la misma furia a las cinco de la mañana o de la tarde.  Me ajusto los audífonos y  me enfoco en las canciones que van sonando, como forma de evadir las miradas que me hacen sentir un ente raro.  Supongo que el buen humor que me genera la música contrasta con el estrés del ambiente.  Siento el aire refrescarme las mejillas mientras corre por mi boca y nariz hasta llenarme los pulmones. 
            Son ocho en punto.  Ya debería estar en la consulta y todavía me quedan unas cuadras.  Llego a la esquina donde se venden los jugos de naranja y los panes con frijol.  La mujer me ve llegar y da dos pasos hacia atrás, poniendo distancia.  Pido un jugo de naranja con pulpa y un pan con frijol.  Hurgo en mi bolso y en el fondo encuentro un billete que alcanza justo. Se lo alcanzo y lo recibe con la punta de los dedos, aterida contra la pared y con el brazo estirado. 
            Me llevo el vaso a la boca, busco la tela y no toco nada.  Mi cara descubierta es tan alarmante como si llevara desnuda la entrepierna.  Doy dos mordidas al pan y de un golpe trago el jugo.  Avanzo de prisa hacia el consultorio, fijándome en los rostros de la gente.
             Hay, por desgracia y orillada por el hambre, mucha gente en la calle.  Veo jardineros, albañiles, repartidores en camión y barrenderos. Detengo la vista en un grupo de mujeres jóvenes con pantalón azul y blusas rayadas de colores, sospecho que son empleadas bancarias.  Algunas tienen cuerpo atractivo, pero por más que imagine, no consigo brindarles un rostro.  ¿Qué somos los humanos sin rostro?  Pienso en la ortodoxia musulmana que condena a las mujeres a mostrar solo los ojos.  Vamos cerca nosotros, solo ojos, frente y cabello.   La curiosidad masculina, proscrita en los últimos años por otra ortodoxia rampante, debe conformarse con ver cuerpos e imaginar rostros para complementar el atractivo. 
            Llego al consultorio.  Todo el mundo está metido en lo suyo y nadie se percata de mi retraso.  Me acerco a la enfermera adminstradora y le pido una mascarilla.  La coloco sobre mi boca, me siento a la computadora y me sumerjo en la marea de recetas médicas que debo redactar antes de las diez.  

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