Despierto
veinte minutos tarde. Me ducho de prisa,
me cepillo los dientes y me voy sin desayuno, pensando en comprar algo en el
camino. Reviso si llevo llaves y teléfono,
y salgo. Cruzo la avenida sorteando los
autos que, desde que inició la restricción de horario, conducen con la misma furia
a las cinco de la mañana o de la tarde. Me ajusto los audífonos y me enfoco en las canciones que van
sonando, como forma de evadir las miradas que me hacen sentir un ente
raro. Supongo que el buen humor que me
genera la música contrasta con el estrés del ambiente. Siento el aire refrescarme las mejillas mientras
corre por mi boca y nariz hasta llenarme los pulmones.
Son ocho en punto. Ya debería estar en la consulta y todavía me quedan
unas cuadras. Llego a la esquina donde se
venden los jugos de naranja y los panes con frijol. La mujer me ve llegar y da dos pasos hacia
atrás, poniendo distancia. Pido un jugo de
naranja con pulpa y un pan con frijol. Hurgo
en mi bolso y en el fondo encuentro un billete que alcanza justo. Se lo alcanzo
y lo recibe con la punta de los dedos, aterida contra la pared y con el brazo estirado.
Me llevo el vaso a la boca, busco la tela y
no toco nada. Mi cara descubierta es tan
alarmante como si llevara desnuda la entrepierna. Doy dos mordidas al pan y de un golpe trago
el jugo. Avanzo de prisa hacia
el consultorio, fijándome en los rostros de la gente.
Hay, por desgracia y orillada por el hambre, mucha gente
en la calle. Veo jardineros, albañiles,
repartidores en camión y barrenderos. Detengo la vista en un grupo de mujeres
jóvenes con pantalón azul y blusas rayadas de colores, sospecho que son
empleadas bancarias. Algunas tienen
cuerpo atractivo, pero por más que imagine, no consigo brindarles un
rostro. ¿Qué somos los humanos sin
rostro? Pienso en la ortodoxia musulmana
que condena a las mujeres a mostrar solo los ojos. Vamos cerca nosotros, solo ojos, frente y
cabello. La curiosidad masculina, proscrita en los
últimos años por otra ortodoxia rampante, debe conformarse con ver cuerpos e
imaginar rostros para complementar el atractivo.
Llego al consultorio. Todo el mundo está metido en lo suyo y nadie
se percata de mi retraso. Me acerco a la
enfermera adminstradora y le pido una mascarilla. La coloco sobre mi boca, me siento a la
computadora y me sumerjo en la marea de recetas médicas que debo redactar antes
de las diez.
Muy bueno.
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