Al principio de esta temporada no
quería, y tampoco podía escribir. La orden de distanciamiento social poco antes
del único tiempo en que la sociedad guatemalteca converge en las calles,
borrando por unos días la brecha de clases, fue un mazazo; y si a eso le
sumamos el temor que provocó el riesgo de infección apenas por cruzar palabras
con cualquiera, fue una menjurje muy difícil de tragar (ojo que el riesgo sigue
latente, incluso más que hace dos meses, aunque algunos imprudentes, incluso al
más alto nivel del país, insistan en minimizarlo).
Hoy no sé
si estoy mejor o simplemente más habituado a la nueva rutina. Hemos aprendido,
en forma obligatoria, a poner distancia con el otro, negando el contacto cara a cara. Al final de todo esto, siendo seres sociales, no debería ser
difícil cesar la pausa y retomar los vínculos.
Pero si a esto le agregamos la desconfianza del otro, tan natural en los
guatemaltecos como lastre heredado de la colonia y de los años de guerra, que
nos ha convertido en una sociedad distante y desconfiada, ni hablar.
A veces
veo que somos como los perros del científico ruso Iván Pavlov, famoso por sus
experimentos sobre el reflejo condicionado. Pavlov premiaba a sus perros con un plato de comida por su
buena conducta y los castigaba con un toque eléctrico por cualquier violación a las reglas: en nuestro
caso el premio será la reapertura de los centros comerciales y centros
nocturnos, y el castigo vendría por insistir en saludar con la mano, dar un
abrazo o besar la mejilla (ni pensar en besos en la boca u otras
concupiscencias). Esto provoca desde hace dos meses, además de la reprobación y
alarma por parte del otro, cargo de conciencia por haber infringido las nuevas
leyes de sanidad. Y mientras más tiempo
pasemos en este estado, más va a enraizarse en nosotros el condicionamiento y más
nos va a tomar para desaprender el nuevo código aprendido a la fuerza. O sea, seremos todavía menos sociales y menos
afectuosos con el otro.
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