Jueves, cinco y cuarenta de la
tarde. Salgo del hospital y vuelvo a casa
de prisa para que no me atrape afuera el toque de queda. En el camino hay un
par de jacarandas que alfombran de lila el asfalto, como si no saben del momento
que vivimos ¿Acaso ignoran que abril terminó y que deberían dejar de florear? ¿No se dan cuenta de que el atardecer brillante es suficiente para hacernos babear por una cerveza con los amigos? ¿O si, aprovechando
que mañana es viernes feriado, viajáramos a la playa para ver más de cerca la
puesta de sol? ¿Vamos a desquitarnos
alguna vez las ganas de tantas cosas que nos hemos tragado durante estas semanas?
Entro
a casa a las seis menos diez. Mientras
me saco la ropa, me baño y me pongo la pijama, se hace de noche. Me preparo alguna cosa
rápida para comer y hojeo los diarios (cada día más raquíticos) recorriendo las
páginas en diagonal. Se me va el tiempo
y sobre las nueve me llama la atención un ruido en la calle. Dejo de lado el diario y aguzo el oído. Son tacones caminando de prisa. Quiero curiosear, pero no me animo. Me siento invadido, como Robinson Crusoe al descubrir las huellas en su isla. Son dos voces femeninas charlando
y riendo en voz alta. Las oigo alejarse. Salgo al balcón y han doblado en la esquina. Me
arrepiento de no haber salido antes. Quizás accedían si las invitaba a subir a
mi departamento y beber algo. Podría ser
una oportunidad irrepetible en mucho tiempo. ¿Eran reales
o solo alucinaciones? ¿Existen todavía
muchachas callejeando una noche antes del fin de semana largo?
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