Al principio
de esta temporada me resultaba difícil quedarme en casa, y a pesar del riesgo de mi profesión,
me sentía (y sigo sintiéndome) afortunado de seguir activo. De hecho, yo sé poco
o nada del encierro; lo he hecho solo en la tarde y noche de los días hábiles y
algunos fines de semana, pues mis mañanas (y algunas noches) han sido de una tensión
bárbara. Me hubiera resultado muy difícil pasar todo el día sin
salir, y siempre estaba buscando pretextos para visitar la tienda de la
esquina: comprar alguna fruta, cebolla, huevos,
agua con gas o un chocolate se convertían en obligaciones ineludibles.
La adaptación al
nuevo orden mundial era cosa de tiempo, y ahora el pantalón de pijama, las
camisetas promocionales y el suéter viejo para dormir se han convertido en mi
segunda piel. Ya no echo de menos la
calle y cualquier trapo viejo me viene bien. Solo pensar que salir implica, a
la vuelta, sacarme toda la ropa, ir directo a la ducha, desinfectar las llaves,
el teléfono, el dinero y cualquier objeto que traiga, me gana la pereza y prefiero
seguir oteando la vida desde mi ventana. De hecho, la retoma de mi blog
responde a esta nueva existencia intramuros.
Varios amigos me sugirieron, desde siempre, escribir en
el blog estando de viaje, para contar lo que veía o escuchaba andando lejos. La idea era tentadora, pero siempre consideré
más productivo callejear, conversar, conseguir el ángulo para una foto o buscar novedades en librerías de viejo. Lejos
de casa, siempre prioricé la vida extra cerebral, como le llamo yo, por encima
de la intracerebral. Confiaba en que,
tarde o temprano, podría sentarme a la máquina y teclear sin apuro. Hoy tampoco
es que me abunde el tiempo, pues el trabajo me obliga a leer actualizaciones todos los días (hablo de novedades diagnósticas o terapéuticas y no de cifras: estas
son y seguirán siendo un lastre) y sigo viviendo contrarreloj; mi trabajo me
exige estar muy al día, pero de algún modo trataré de robarle unos minutos.
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