jueves, 10 de octubre de 2019

JUAN JOSÉ ARREOLA: CIEN AÑOS DE VERBOCRACIA



Juan José Arreola nació en Zapotlán, Jalisco, el 21 de septiembre de 1918.  Su infancia estuvo permeada de la guerra cristera, que lo alejó de las aulas y lo obligó a tener varias ocupaciones desde muy joven: aprendiz de imprenta, vendedor ambulante, periodista, cobrador de banco y panadero, entre otros.
Al final de los treintas se muda a París como estudiante de teatro, compartiendo con maestros de la talla de Jean Louis Barrault y Lous Jouvet. Después de unos meses se siente insatisfecho y vuelve a México para dar paso a una de sus etapas más floridas al fundar el centro cultural Casa del Lago, donde se dedica de lleno a los talleres de literatura.  Por aquí pasarán los futuros talentos de las letras mexicanas: Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Fernando del Paso y Carlos Monsivais.
            En 1943 funda la revista Eos  donde publica su primer cuento: “Hizo el bien mientras vivió”.  Luego se emplea como corrector en el Fondo de Cultura Económica, que le brinda una beca que le permite escribir sus primeros dos libros, Varia invención en 1949 y Confabulario en 1952.
            En 1958 funda la colección Cuadernos del unicornio que da a conocer a Sergio Pitol y a José Emilio Pacheco.  A éste último le dicta a contrarreloj los cuentos de Bestiario, quizás su libro más famoso, para no fallar ante un proyecto largamente planeado y que ya contaba con una serie de cromos que esperaban por su texto.  Este volumen deriva del enamoramiento que tuvo desde su infancia con el mundo animal y encuentra parentesco con obras poéticas del continente como Arte de pájaros de Pablo Neruda y El gran zoo de Nicolás Guillén, pero también en la narrativa con otro Bestiario (éste de Julio Cortázar),  La Oveja Negra de Augusto Monterroso y Manual de Zoología Fantástica de Jorge Luis Borges.  A partir de la observación de los caracteres tanto de cada especie como del ser humano, Arreola desafía las leyes de la naturaleza y las reinventa con un gozo verbal de alto calibre,  al tiempo que hace parodia de los impulsos, anhelos y temores del ser humano (Léanse “El Oso”, “La Boa”, “La Cebra”, “La Jirafa” y sobre todo “Los Monos”).
La relación con Borges merece mención aparte.  Además del gusto de ambos por las civilizaciones antiguas y las referencias ocultistas, y de ser los humoristas más elegantes de la literatura latinoamericana del siglo pasado (basta buscar a cada uno en internet y en todas las fotos ambos aparecen con saco y corbata), se profesaron admiración mutua.  El argentino viajó a México en 1978 y pidió reunirse con Arreola.  Se vieron dos veces durante ese viaje, y existe una grabación sobre la charla entre ambos.  Luego Borges, —quien describía al mexicano como dueño de “una ilimitada imaginación regida por una lúcida inteligencia”—publicó una antología de sus cuentos en su Biblioteca personal, prologándola y destacando “El guardaagujas” y “El prodigioso miligramo”. Arreola, por su lado, define al argentino como “un humorista de buena ley” quien “halló una nueva dinámica de la sintaxis castellana”.
Octavio Paz lo consideraba un poeta, al punto de incluir siete textos suyos en su antología Poesía en movimiento, México  1915-1966 (“Elegía”, “La Caverna”, “Telemaquia”, “Dama de pensamientos”, “El sapo”, “Cérvidos” y “Metamorfosis”). El futuro Nobel consideraba que Arreola “había escrito verdaderos poemas empresa, cargados de fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado”.  
Algunos llamaban a Arreola el “Verbócrata”, apelativo que lo define con precisión pues después de agotar la palabra escrita a través del cuento y el microcuento, la novela, el texto apócrifo, el diario ficticio, el falso folleto comercial y el teatro, saltó a la oralidad hacia la declamación, conferencias,  y terminó utilizando la televisión como una extensión de su obra para conversar tanto de ciclismo o de tenis como de literatura.  
Su principal mérito fue liberar a la narrativa Mexicana de los años cuarenta de la impronta combativa de la revolución, alejándola del nacionalismo y redirigiéndola hacia la fantasía a partir de su imaginación que se embebía de textos bíblicos, del contacto con los animales y de una reflexión perenne sobre los problemas imperecederos del ser humano, para reflejarlos con ironía y mucho humor.  Toma distancia de otros dos jaliscienses reconocidos: Mariano Azuela y la literatura comprometida y Juan Rulfo. Con éste comparte temática, pero Arreola, alejándose del misticismo rumoroso que caracteriza al autor de El llano en llamas, escribe a partir de papeles sueltos que acumuló desde la juventud La Feria, su única novela, cargada de denuncia en favor de los desposeídos, en formato fragmentario y polifónico donde toma prestada la voz de su padre como hilo conductor. 
            Un buen primer contacto con Arreola puede darse en la imperdible antología “Por favor sea breve” de Clara Obligado. Hay dos cuentos suyos que, a pesar de su microextensión (el más largo llega a 19 palabras), son demoledores como éste Cuento de horror: “La mujer que amé se ha convertido en fantasma.  Yo soy el lugar de las apariciones”.
            Además del humor ingenioso que lo vincula con Borges, Arreola comparte también el desconcierto y la incomprensión que emanan los diarios del peruano Julio Ramón Ribeyro (“pertenezco al orden de los que están en el mundo y que sienten el terror de irse sin entenderlo y sin entenderse”), así como la saudade que caracteriza a Fernando Pessoa (“en el fondo no sé quién soy y me escondo tras una muralla de palabras”).
            A pesar de declararse lector devoto de Cervantes, Dostoievski, Kafka, Rilke, Proust y Rubén Darío, nunca dejó de definirse como “cuerpo y alma de pueblerino mexicano”, y condenaba el desarrollo intelectual a costa de la atrofia manual al decir que “no hay objeto sin sujeto”.          Fue profeta al desconfiar de las comunicaciones al postular que de nada servirían todos los medios modernos si  no producían “un diálogo auténtico entre hombres y mujeres”, y previó que “estamos a un paso de ser hombres, pero nunca damos ese paso”. 
            Abundan los testimonios sobre su generosidad y respeto como docente y tallerista literario, pero no vacilaba cuando tenía que ser crítico.  Lo hizo con Carlos Fuentes, a quien después de publicarle su primer libro en 1954 Los días enmascarados, consideró que había errado al tratar de seducir a públicos norteamericanos y europeos con el hechizo de lo mexicano. 
            Fuera de las letras, su pasión fue el ajedrez, aunque él lo consideraba tanto dolencia como consuelo, pues sufría cada vez que sin poder evitarlo, volvía a recibir el Jaque Mate al pastor, pero también apagaba sobre el tablero blanco y negro sus penas de amor.  
Recibió el Premio Nacional de Letras en 1979, el Juan Rulfo en 1992, el Alfonso Reyes en 1997 y el Ramón López Velarde en 1998.  Murió el 3 de diciembre de 2001.


Publicado en El Acordeón el 23/9/2018.
           

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