Juan José Arreola nació en Zapotlán, Jalisco, el 21 de
septiembre de 1918. Su infancia estuvo
permeada de la guerra cristera, que lo alejó de las aulas y lo obligó a
tener varias ocupaciones desde muy joven: aprendiz de imprenta,
vendedor ambulante, periodista, cobrador de banco y panadero, entre otros.
Al final de los
treintas se muda a París como estudiante de teatro, compartiendo con maestros de
la talla de Jean Louis Barrault y Lous Jouvet. Después de unos meses se siente
insatisfecho y vuelve a México para dar paso a una de sus etapas más floridas
al fundar el centro cultural Casa del Lago, donde se dedica de lleno a los
talleres de literatura. Por aquí pasarán
los futuros talentos de las letras mexicanas: Elena Poniatowska, Carlos
Fuentes, Fernando del Paso y Carlos Monsivais.
En 1943
funda la revista Eos donde publica su primer cuento: “Hizo el bien
mientras vivió”. Luego se emplea como
corrector en el Fondo de Cultura Económica, que le brinda una beca que le
permite escribir sus primeros dos libros, Varia
invención en 1949 y Confabulario
en 1952.
En 1958
funda la colección Cuadernos del
unicornio que da a conocer a Sergio Pitol y a José Emilio Pacheco. A éste último le dicta a contrarreloj los
cuentos de Bestiario, quizás su libro
más famoso, para no fallar ante un proyecto largamente planeado y que ya contaba
con una serie de cromos que esperaban por su texto. Este volumen deriva del enamoramiento que tuvo desde su infancia con el mundo
animal y encuentra parentesco con obras poéticas del continente como Arte de pájaros de Pablo Neruda y El gran zoo de Nicolás Guillén, pero
también en la narrativa con otro Bestiario
(éste de Julio Cortázar), La Oveja Negra de Augusto Monterroso y Manual de Zoología Fantástica de Jorge
Luis Borges. A partir de la observación
de los caracteres tanto de cada especie como del ser humano, Arreola desafía
las leyes de la naturaleza y las reinventa con un gozo verbal de alto
calibre, al tiempo que hace
parodia de los impulsos, anhelos y temores del ser humano (Léanse “El Oso”, “La
Boa”, “La Cebra”, “La Jirafa” y sobre todo “Los Monos”).
La relación con Borges merece
mención aparte. Además del gusto de
ambos por las civilizaciones antiguas y las referencias ocultistas, y de ser
los humoristas más elegantes de la literatura latinoamericana del siglo pasado
(basta buscar a cada uno en internet y en todas las fotos ambos aparecen con
saco y corbata), se profesaron admiración mutua. El argentino viajó a México en 1978 y pidió
reunirse con Arreola. Se vieron dos
veces durante ese viaje, y existe una grabación sobre la charla entre
ambos. Luego Borges, —quien describía al
mexicano como dueño de “una ilimitada imaginación regida por una lúcida inteligencia”—publicó
una antología de sus cuentos en su Biblioteca personal, prologándola y
destacando “El guardaagujas” y “El prodigioso miligramo”. Arreola, por su lado,
define al argentino como “un humorista de buena ley” quien “halló una nueva
dinámica de la sintaxis castellana”.
Octavio Paz lo consideraba un
poeta, al punto de incluir siete textos suyos en su antología Poesía en movimiento, México 1915-1966 (“Elegía”, “La Caverna”, “Telemaquia”,
“Dama de pensamientos”, “El sapo”, “Cérvidos” y “Metamorfosis”). El futuro Nobel consideraba que Arreola “había escrito verdaderos poemas
empresa, cargados de fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el
elemento explosivo: lo inesperado”.
Algunos llamaban a Arreola el “Verbócrata”,
apelativo que lo define con precisión pues después de agotar la palabra escrita
a través del cuento y el microcuento, la novela, el texto apócrifo, el
diario ficticio, el falso folleto comercial y el teatro, saltó a la oralidad
hacia la declamación, conferencias, y
terminó utilizando la televisión como una extensión de su obra para conversar
tanto de ciclismo o de tenis como de literatura.
Su principal mérito fue
liberar a la narrativa Mexicana de los años cuarenta de la impronta combativa
de la revolución, alejándola del nacionalismo y redirigiéndola hacia la
fantasía a partir de su imaginación que se embebía de textos bíblicos, del
contacto con los animales y de una reflexión perenne sobre los problemas
imperecederos del ser humano, para reflejarlos con ironía y mucho humor. Toma distancia de otros dos jaliscienses
reconocidos: Mariano Azuela y la literatura comprometida y Juan Rulfo. Con éste
comparte temática, pero Arreola, alejándose del misticismo rumoroso que
caracteriza al autor de El llano en
llamas, escribe a partir de papeles sueltos que acumuló desde la juventud La Feria, su única novela, cargada de
denuncia en favor de los desposeídos, en formato fragmentario y polifónico
donde toma prestada la voz de su padre como hilo conductor.
Un buen primer contacto con Arreola puede darse en la imperdible antología “Por favor sea breve” de Clara Obligado. Hay dos cuentos suyos que, a pesar de su microextensión (el más largo llega a 19 palabras), son
demoledores como éste Cuento de horror:
“La mujer que amé se ha convertido en fantasma.
Yo soy el lugar de las apariciones”.
Además
del humor ingenioso que lo vincula con Borges, Arreola comparte también el
desconcierto y la incomprensión que emanan los diarios del peruano Julio Ramón
Ribeyro (“pertenezco al orden de los que están en el mundo y que sienten el
terror de irse sin entenderlo y sin entenderse”), así como la saudade que caracteriza a Fernando
Pessoa (“en el fondo no sé quién soy y me escondo tras una muralla de palabras”).
A pesar
de declararse lector devoto de Cervantes, Dostoievski, Kafka, Rilke, Proust y
Rubén Darío, nunca dejó de definirse como “cuerpo y alma de pueblerino
mexicano”, y condenaba el desarrollo intelectual a costa de la atrofia manual
al decir que “no hay objeto sin sujeto”. Fue profeta al desconfiar de las
comunicaciones al postular que de nada servirían todos los medios modernos
si no producían “un diálogo auténtico
entre hombres y mujeres”, y previó que “estamos a un paso de ser hombres, pero
nunca damos ese paso”.
Abundan los testimonios sobre
su generosidad y respeto como docente y tallerista literario, pero no vacilaba
cuando tenía que ser crítico. Lo hizo
con Carlos Fuentes, a quien después de publicarle su primer libro en 1954 Los días enmascarados, consideró que
había errado al tratar de seducir a públicos norteamericanos y europeos con el
hechizo de lo mexicano.
Fuera de
las letras, su pasión fue el ajedrez, aunque él lo consideraba tanto dolencia
como consuelo, pues sufría cada vez que sin poder evitarlo, volvía a recibir el
Jaque Mate al pastor, pero también apagaba sobre el tablero blanco y negro sus
penas de amor.
Recibió el Premio Nacional de
Letras en 1979, el Juan Rulfo en 1992, el Alfonso Reyes en 1997 y el Ramón
López Velarde en 1998. Murió el 3 de
diciembre de 2001.
Publicado en El Acordeón el 23/9/2018.
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