Era, igual que hoy, nueve de noviembre. Aunque no había pronóstico de lluvia, el cielo encapotado amenazaba con derramarse sobre la Perla del Sur. Indecisos sobre qué destino nos esperaba, hicimos una parada obligada: cada uno comió un pan con doble salchicha, una papa rellena y bebió dos batidos de fruta.
Nos sentamos en el Paseo del Prado, muy cerca de la estatua del Benny Moré, con la mente más clara después de haber llenado la barriga. Entonces decidimos el rumbo a seguir. No teníamos reservaciones, mucho menos pasajes; es más, ni siquiera sabíamos si ese día había autobuses que nos sirvieran, pero fuimos andando hasta la terminal de buses. Ya dentro, merodeamos algunos minutos, consultamos las listas de salida y vimos que, en efecto, había una para nosotros en diez minutos. Sólo era asunto de dar con la persona indicada para que nos “resolviera” (dicho literalmente en argot cubano) dos pasajes.
Al principio se hizo el difícil, pero después de meditarlo, lanzó una mirada desconfiada encima de cada hombro, consultó su libreta y meneó la cabeza confirmando la operación. Así, a las once y un minuto, salíamos de la ciudad de Cienfuegos en dirección Sur Oriental. Fue un trayecto corto: una hora y poco a bordo de un autobús de primera línea, donde todo el mundo iba abrigado hasta el cuello, y las ventanillas cubiertas de vaho, ya que el aire acondicionado estaba en cero, o muy cerca de él. A medida que recorríamos la ruta, veíamos a través del cristal cómo las nubes se esfumaban, dejando el cielo límpido y azulísimo.
Llegamos a Trinidad, ciudad que con sus construcciones coloniales y callejones empedrados hace recordar la época de dominación europea en el continente, al mismo tiempo que permite respirar el torrente de herencia africana traído por los esclavos.
Tras recorrer los puntos clave de la localidad, el sol era abrasante. Con el traje de baño debajo de la ropa, y tras una espera que casi nos derrite, abordamos la guagua que nos llevaría a la playa.
Llegamos mareados por el calor inclemente después de cuarenta minutos en un bus llenísimo y sin ventanillas. Todo el mundo descendió y en un dos por tres nos dejaron solos y desorientados, pues no veíamos por ningún lado la playa tan recomendada; en cambio vimos un sendero polvoriento con matorrales. Sin otra opción, fuimos por él.
Con la mirada baja para esquivar las piedras y la basura del camino, avanzamos hasta toparnos frente a las narices con la arena más blanca que jamás habíamos visto. Sorprendidos, nos vimos el uno al otro y luego miramos hacia el frente: él estaba allí. Tomados de la mano fuimos acercándonos. Nos sentamos en la arena y permanecimos varios minutos sin decir nada. Ni ella ni yo habíamos contemplado nunca un espectáculo marino de esa categoría.
Nos llevó un rato despabilarnos. Acto seguido nos incorporamos y entramos al mar, que no gesticulaba ni el más pequeño tumbo: yacía en un sosiego absoluto.
Tibia y hasta las rodillas, el agua parecía no estar allí. Además de tener la temperatura perfecta, era transparente hasta el extremo de permitirnos ver los detalles de nuestros pies sumergidos. Caminamos cincuenta o cien metros sin variaciones de profundidad, mientras que el sol, cansado ya a esa hora, empezaba a derramar su mermelada de naranja sobre el cielo. Volvimos casi hasta la orilla y nos quedamos en un punto donde el agua nos cubría un poco más. Luego salimos a la arena para contemplar el momento tantas veces visto, pero nunca las suficientes: la puesta del sol, colofón para una inolvidable jornada.
Si alguien desea acercarse al paraíso a través del mar, le recomiendo visitar Playa El Ancón en el centro de Cuba. Gozará sin duda de algo sublime. Aunque no puedo garantizarle la plenitud con la que yo lo viví. Había en ese viaje, además de la mía, una presencia única e irremplazable. Pero de ella hablaré otro día.
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