domingo, 13 de marzo de 2022

Aromas de temporada II






El traje de cucurucho se lava dos veces al año, no más.  La primera, al principio de la cuaresma, antes de usarlo por primera vez (esto es opcional según cómo se conserve durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se lo quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerlo es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos.

El incienso nimba las sombras al atardecer, se mete entre las grietas de los muros y las piedras de la calle y sirve de empujón a los enamorados que en esta época terminan de amarrar el tamal que vienen cocinando desde hace tiempo. Sirve también para transportar a los mayores a sus años mozos.  Más allá de romanticismos, hay momentos en que los olores resultan trágicos.   Entre tanta cosa intensa de la temporada, nada llega tan profundo como la mezcla de nostalgia por los difuntos, corazón roto, churros con chocolate, pan con chile relleno, chuchos y atol shuco, todos amontonados en un suspiro intestinal.

            Si alguien no sabe de qué se trata esto, el lugar ideal para saberlo es detrás del anda, en medio de la banda.  Aquí, el tumulto y las marchas permiten dejar los miasmas salir sin remordimiento ni temor a ser descubierto, al punto que a veces, al unísono, o por efecto rebaño, más de un caminante sienta las trompetas y clarinetes alborotarle las tripas y, en tono grave como un trombón, ceda a la inspiración del momento: las mezclas ácidas y amargas de fermentos digestivos golpean la nariz y llegan al alma de quien los inspira, y lo obligan a moverse e ir hacia adelante, a un sitio más ventilado donde los tufos sean menos penitenciales.

Si hace cien años, en París, el relato de un pedazo de pan dulce remojado en té fue suficiente para pasar revista a la vida de la clase alta francesa de esa época y alimentar la crítica literaria hasta nuestros días, ¿cuántas charadas puede contener un chorro de humo de incienso, entre otros olores, en los callejones del Chajón y en el Parque San Sebastián en una tarde de domingo en la primavera antigüeña? 

            ica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas. por primera vez (esto es opcional según cómo se El traje de cucurucho se lava dos veces al año, no más.  La primera, al principio de la cuaresma, antes de usarlo por primera vez (esto es opcional según cómo se conserve durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se la quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerla es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se la quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerla es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos de cucurucho se lava dos veces al año, no más.  La primera, al principio de  por primera vez (esto es opcional según cómo se conserve durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se la quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerla es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos.

El incienso nimba las sombras al atardecer, se mete entre las grietas de los muros y las piedras de la calle y sirve de empujón a los enamorados que en esta época terminan de amarrar el tamal que vienen cocinando desde hace tiempo. Sirve también para transportar a los mayores a sus años mozos.  Más allá de romanticismos, hay momentos en que los olores resultan trágicos.   Entre tanta cosa intensa de la temporada, nada llega tan profundo como la mezcla de nostalgia por los difuntos, corazón roto, churros con chocolate, pan con chile relleno, chuchos y atol shuco, todos amontonados en un suspiro intestinal.

            Si alguien no sabe de qué se trata, el lugar ideal para conocerlos es detrás del anda, en medio de la banda.  Aquí, el tumulto y las marchas permiten dejarlo salir sin remordimiento ni temor a ser descubierto, al punto que a veces, al unísono, o por efecto rebaño, puede ser que más de un caminante sienta las trompetas y clarinetes alborotarle las tripas y, en tono grave como un trombón, ceda a la inspiración del momento: las mezclas ácidas y amargas de fermentos digestivos golpean la nariz y llegan al alma de quien los inspira, y lo obligan a moverse e ir hacia adelante, a un sitio más ventilado donde los tufos sean menos penitenciales.

Si hace cien años, en París, el relato de un pedazo de pan dulce remojado en té fue suficiente para pasar revista a la vida de la clase alta francesa de esa época y alimentar la crítica literaria hasta nuestros días, ¿cuántas charadas puede contener un chorro de humo de incienso, entre otros olores, en los callejones del Chajón y en el Parque San Sebastián en una tarde de domingo en la primavera antigüeña? 

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