El último viernes hubo un gran revuelo en los medios informativos nacionales, debido al asesinato de dos muchachas por un amigo virtual obtenido a través de Facebook. Este amigo resultó ser miembro de una banda de secuestradores que, a pesar de cobrar el dinero por el rescate de las adolescentes, las mató de una manera atroz.
Se ha cortado tela de ida y vuelta, satanizando a las redes sociales como responsables de la tragedia. Personalmente, no creo que esta desgracia, como otras similares en los últimos tiempos, deba atribuirsele a las herramientas modernas de comunicación. El problema va mucho más allá. Tiene que ver con la decadencia de las relaciones interpersonales, producto no sólo de las redes sociales, sino de la tecnofilia exagerada que se ha apoderado del mundo de hoy.
Por ejemplo, hace poco asistí a una cena celebrando no sé qué evento, y al estar sentado en la mesa busqué conversación con los conocidos que me rodeaban. Me dirigí al primero preguntando sobre su trabajo, y me pidió que le diera un minuto para responderme, pues debía atender un mensaje en su celular. Miré a la derecha y pregunté lo mismo a otro miembro de la mesa. Se limitó a despegar la mirada de su teléfono, y con una sonrisa hipócrita pareció decirme que no le incomodara con mi plática. Insatisfecho, continué hacia una chica bonita, debo decirlo, pero que en toda la noche no había dicho ni hola, tecleando como loca para no perder detalle, claro está, de los eventos que sucedían dentro de su Blackberry. Preferí levantarme y buscar sitio en otra mesa.
¿Qué clase de vida social es esa? ¿Cómo pretendemos vivir en armonía, si ya no somos capaces de mantener una conversación normal, cara a cara?
No pretendo afirmar que la tecnología esté mal, en absoluto; pero ella debe ser un complemento, un apoyo a nuestras vidas, y no al revés, que nosotros vivamos para ella. Tampoco eximo de culpa a las muchachas, ni a sus padres por no haberlas vigilado más de cerca.
Debemos rescatar las amistades de carne y hueso. Urge recuperar el valor de contar un chiste, de sentarse en una acera a chismear sobre cualquier tontería, para cerrar la brecha que cada día nos separa más del vecino, del compañero de viaje en el autobús, o hasta de nuestra familia; y que obliga, especialmente a los más jóvenes, a llenar ese vacío con amigos virtuales de dudosa procedencia.
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