Siempre tuve una relación cercana con los periódicos. Aun sin saber leer, mi abuelo me hacía
pasar las páginas de La hora viendo fotos y contando cuantas veces
encontraba cada vocal en cada párrafo mientras él repetía en voz baja las letanías
del rosario; vocales que él me había enseñado para no interrumpirlo. Después, con su rosario cumplido y con mis
vocales contadas, podíamos subir con tranquilidad al palo de limón o de
mandarina y bajar las necesarias para llenar un canasto.
Mis
años de universidad también fueron muy de diarios. Recuerdo cómo, con Edwin Toloza de Colombia
o con Gregorio Quintana de Venezuela, rescatábamos el último Orbe o el Juventud rebelde que se vendía en el kiosko, y que luego el mismo ejemplar iba de
mano en mano para ver noticias internacionales, columnas de opinión, quejas de
barrios de La Habana que jamás conoceríamos, además de las estadísticas del béisbol
nacional y la programación semanal de televisión que se publicaba cada
domingo.
Al terminar
esa etapa, con el dolor de dejar atrás esa vida luminosa, volvía al país con un
título bajo el brazo pero el corazón destrozado: sin amigos, sin pareja, sin
dinero y seguro de no volver a conectar nunca más con la gente que fue mi
familia por tantos años.
Debió
ser en la última escala, entre Panamá y Guatemala, que vi, en la rendija
revistera del avión que queda frente a las rodillas, un diario guatemalteco,
algo que no había visto en mucho tiempo.
Lo hojeé y en el suplemento central había una nota sobre José Saramago,
a quien yo había visto en La Habana Vieja meses atrás, y una reseña de Contra
el fanatismo de Amos Oz. No conocía
a ese medio, Elperiódico, aunque tampoco sabía mucho de esas cosas, pero
en cuanto me instalé y tuve algún dinero, pagué mi suscripción, que he
mantenido desde entonces, incluso estando fuera del país, y que durante más de quince
años llegó cada mañana a la puerta de la casa de mi abuelo, hasta ayer.
La
cruzada de silencio y represión vigente en el país resulta más exitosa cada
vez, exiliando o encarcelando a quienes le incomodan, y eliminando a cualquiera
que haga ruido en su contra. Elperiódico
ha sido la última víctima. La noche
del martes 29 de noviembre de 2022 pasará a la historia como la última vez que
los talleres donde se imprimía Elpe se llenaron de ruido de máquinas y de olor a
tinta caliente. Desde hoy, 1 de
diciembre, la edición impresa ha desaparecido, y solo quedará la electrónica,
como si el pdf pudiera acompañar los cafés antes de ir al trabajo, llenar las tardes
de domingo, o sirviera para proteger adornos de cerámica para una mudanza o envolver
el pescado que se compra en el mercado.
En noviembre 2021 sucedió igual
con La hora, el vespertino que me enseñó a leer antes de entrar a la escuela.
Después de 101 años circulando, desapareció en papel, y hoy ni siquiera existe en
pdf, solo se puede consultar en su página web.
Un país sin prensa es menos
país: es como una aldea a cargo de un capataz escoltado por sus pistoleros. Aunque ahora mismo no se note, ir quedándonos
sin parques para pasear, sin banquetas para caminar y sin diarios para leer, resulta,
por lo menos, triste.