jueves, 1 de diciembre de 2022

La noche triste

 

Siempre tuve una relación cercana con los periódicos.  Aun sin saber leer, mi abuelo me hacía pasar las páginas de La hora viendo fotos y contando cuantas veces encontraba cada vocal en cada párrafo mientras él repetía en voz baja las letanías del rosario; vocales que él me había enseñado para no interrumpirlo.  Después, con su rosario cumplido y con mis vocales contadas, podíamos subir con tranquilidad al palo de limón o de mandarina y bajar las necesarias para llenar un canasto.  

            Mis años de universidad también fueron muy de diarios.   Recuerdo cómo, con Edwin Toloza de Colombia o con Gregorio Quintana de Venezuela, rescatábamos el último Orbe o el Juventud rebelde que se vendía en el kiosko, y que luego el mismo ejemplar iba de mano en mano para ver noticias internacionales, columnas de opinión, quejas de barrios de La Habana que jamás conoceríamos, además de las estadísticas del béisbol nacional y la programación semanal de televisión que se publicaba cada domingo.  

            Al terminar esa etapa, con el dolor de dejar atrás esa vida luminosa, volvía al país con un título bajo el brazo pero el corazón destrozado: sin amigos, sin pareja, sin dinero y seguro de no volver a conectar nunca más con la gente que fue mi familia por tantos años.

            Debió ser en la última escala, entre Panamá y Guatemala, que vi, en la rendija revistera del avión que queda frente a las rodillas, un diario guatemalteco, algo que no había visto en mucho tiempo.   Lo hojeé y en el suplemento central había una nota sobre José Saramago, a quien yo había visto en La Habana Vieja meses atrás, y una reseña de Contra el fanatismo de Amos Oz.   No conocía a ese medio, Elperiódico, aunque tampoco sabía mucho de esas cosas, pero en cuanto me instalé y tuve algún dinero, pagué mi suscripción, que he mantenido desde entonces, incluso estando fuera del país, y que durante más de quince años llegó cada mañana a la puerta de la casa de mi abuelo, hasta ayer. 

            La cruzada de silencio y represión vigente en el país resulta más exitosa cada vez, exiliando o encarcelando a quienes le incomodan, y eliminando a cualquiera que haga ruido en su contra.  Elperiódico ha sido la última víctima.  La noche del martes 29 de noviembre de 2022 pasará a la historia como la última vez que los talleres donde se imprimía Elpe se llenaron de ruido de máquinas y de olor a tinta caliente.   Desde hoy, 1 de diciembre, la edición impresa ha desaparecido, y solo quedará la electrónica, como si el pdf pudiera acompañar los cafés antes de ir al trabajo, llenar las tardes de domingo, o sirviera para proteger adornos de cerámica para una mudanza o envolver el pescado que se compra en el mercado.

En noviembre 2021 sucedió igual con La hora, el vespertino que me enseñó a leer antes de entrar a la escuela. Después de 101 años circulando, desapareció en papel, y hoy ni siquiera existe en pdf, solo se puede consultar en su página web. 

Un país sin prensa es menos país: es como una aldea a cargo de un capataz escoltado por sus pistoleros.  Aunque ahora mismo no se note, ir quedándonos sin parques para pasear, sin banquetas para caminar y sin diarios para leer, resulta, por lo menos, triste.   

viernes, 8 de abril de 2022

Tumultos de temporada

 

He visto videos de las actividades de esta cuaresma, la del “reencuentro” o la de “transición”.  La gente se emociona, siente muy adentro las marchas fúnebres y abraza a los que caminan a su lado aun sin conocerlos, mientras come empanadas o algodones de azúcar. Un empacho de reencuentro con la esencia chapina.

Yo los sigo desde lejos, deshojando la flor mientras decido si debería acercarme desde un balcón o una terraza, evitando exponerme a las aglomeraciones de gente que no sigue las medidas y que, en buena medida no vacunadas, son reservorio del virus y caldo de cultivo para la aparición de nuevas variantes que, aunque en el país no se tipifiquen, siguen reproduciéndose por la evolución natural de los virus. 

            Los contagios de COVID están a la baja, los servicios a mitad de su capacidad y las tasas de positividad en los reportes no se han disparado como en otras épocas.   A pesar de la baja en el registro de casos (cifra que nunca ha sido creíble en el país), los servicios de salud permanecen con las barbas en remojo, con reservas de respiradores mecánicos, equipos de cuidado crítico y medicamentos, previendo un repunte para la semana posterior al feriado. 

            Podría pensarse que ya murieron los que tenían que morir, y que los que seguimos en carrera somos “los más aptos” para la continuidad de la especie. Esto invita a encaramarse al trompo del verano y de las marchas fúnebres.  En el mismo rato recibo en mi correo un boletín médico con una entrevista a varios expertos que, en tono distinto al escepticismo habitual de las revistas científicas, abordan con desenfado los temores y la incertidumbre que embargó a toda la comunidad medica del mundo hace dos años.  Leo los primeros párrafos y se me van las ganas de salir.    Pienso en la multitud que saldrá a la calle sin mascarilla, una tendencia global muy discutida en los países desarrollados pero que no aplica para un país como Guatemala, donde los índices de vacunación son lamentablemente bajos, por las condiciones casi africanas de la salud pública que todos conocemos y que no voy a repetir aquí.

No pienso participar de ninguna actividad y en los días cumbre no iré a La Antigua.   Me parece un desafío  innecesario a un enemigo muy jodido como el corona.  No veo prudente echar a andar un mecanismo de tradición-reencuentro-comercio-abrazos-bocados-tragos-contagios, que como un duelo de pistoleros, puede saldarse a favor o en contra de los cucuruchos y veraneantes; el problema es que, en caso de derrota, no serán ellos quienes pongan el cuerpo en su defensa, sino, una vez más, el personal de los hospitales públicos del país.

Abajo, vínculos de las notas.

 

https://www.healio.com/news/infectious-disease/20220318/this-is-gonna-be-bad-an-oral-history-of-the-early-days-of-covid19?utm_source=selligent&utm_medium=email&utm_campaign=news&M_BT=7324248514994

https://espanol.medscape.com/verarticulo/5908747?uac=193745FV&faf=1&sso=true&impID=4108363&src=mkm_latmkt_220324_mscmrk_spangle_nl#vp_2)

https://twitter.com/MinSaludGuate/status/1512159899681185797?s=20&t=T7dU5vFS-WkT1nXrso8rMw



domingo, 13 de marzo de 2022

Aromas de temporada II






El traje de cucurucho se lava dos veces al año, no más.  La primera, al principio de la cuaresma, antes de usarlo por primera vez (esto es opcional según cómo se conserve durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se lo quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerlo es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos.

El incienso nimba las sombras al atardecer, se mete entre las grietas de los muros y las piedras de la calle y sirve de empujón a los enamorados que en esta época terminan de amarrar el tamal que vienen cocinando desde hace tiempo. Sirve también para transportar a los mayores a sus años mozos.  Más allá de romanticismos, hay momentos en que los olores resultan trágicos.   Entre tanta cosa intensa de la temporada, nada llega tan profundo como la mezcla de nostalgia por los difuntos, corazón roto, churros con chocolate, pan con chile relleno, chuchos y atol shuco, todos amontonados en un suspiro intestinal.

            Si alguien no sabe de qué se trata esto, el lugar ideal para saberlo es detrás del anda, en medio de la banda.  Aquí, el tumulto y las marchas permiten dejar los miasmas salir sin remordimiento ni temor a ser descubierto, al punto que a veces, al unísono, o por efecto rebaño, más de un caminante sienta las trompetas y clarinetes alborotarle las tripas y, en tono grave como un trombón, ceda a la inspiración del momento: las mezclas ácidas y amargas de fermentos digestivos golpean la nariz y llegan al alma de quien los inspira, y lo obligan a moverse e ir hacia adelante, a un sitio más ventilado donde los tufos sean menos penitenciales.

Si hace cien años, en París, el relato de un pedazo de pan dulce remojado en té fue suficiente para pasar revista a la vida de la clase alta francesa de esa época y alimentar la crítica literaria hasta nuestros días, ¿cuántas charadas puede contener un chorro de humo de incienso, entre otros olores, en los callejones del Chajón y en el Parque San Sebastián en una tarde de domingo en la primavera antigüeña? 

            ica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas. por primera vez (esto es opcional según cómo se El traje de cucurucho se lava dos veces al año, no más.  La primera, al principio de la cuaresma, antes de usarlo por primera vez (esto es opcional según cómo se conserve durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se la quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerla es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se la quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerla es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos de cucurucho se lava dos veces al año, no más.  La primera, al principio de  por primera vez (esto es opcional según cómo se conserve durante los meses de reposo: si se guarda colgando de una cercha o doblado hecho un tanate, puede no ser necesario; depende también de si la tela es lamy, satín o sincatex). La segunda es en mayo o junio, un par de meses después de que ha terminado su uso anual. Desde que uno se la quita hasta ese día, el mejor sitio para mantenerla es adentro de una bolsa plástica para conservar el olor a los mil menjurjes aromáticos que se huelen por todos lados en esta época, mezclados con sudor, gotas de chinchivir y cicatrices de abrazos y empujones en las filas.

            La túnica morada se usa más, pero su contacto con el incienso es mucho menor.  La negra, que se usa solo una tarde y noche, se expone tantísimo al humo perfumado que termina conservando mucho más rastro de incienso que la otra, por la cantidad de devotos que caminan en esa jornada de luto, columpiando un incensario compartido entre abuelos, padres e hijos.

El incienso nimba las sombras al atardecer, se mete entre las grietas de los muros y las piedras de la calle y sirve de empujón a los enamorados que en esta época terminan de amarrar el tamal que vienen cocinando desde hace tiempo. Sirve también para transportar a los mayores a sus años mozos.  Más allá de romanticismos, hay momentos en que los olores resultan trágicos.   Entre tanta cosa intensa de la temporada, nada llega tan profundo como la mezcla de nostalgia por los difuntos, corazón roto, churros con chocolate, pan con chile relleno, chuchos y atol shuco, todos amontonados en un suspiro intestinal.

            Si alguien no sabe de qué se trata, el lugar ideal para conocerlos es detrás del anda, en medio de la banda.  Aquí, el tumulto y las marchas permiten dejarlo salir sin remordimiento ni temor a ser descubierto, al punto que a veces, al unísono, o por efecto rebaño, puede ser que más de un caminante sienta las trompetas y clarinetes alborotarle las tripas y, en tono grave como un trombón, ceda a la inspiración del momento: las mezclas ácidas y amargas de fermentos digestivos golpean la nariz y llegan al alma de quien los inspira, y lo obligan a moverse e ir hacia adelante, a un sitio más ventilado donde los tufos sean menos penitenciales.

Si hace cien años, en París, el relato de un pedazo de pan dulce remojado en té fue suficiente para pasar revista a la vida de la clase alta francesa de esa época y alimentar la crítica literaria hasta nuestros días, ¿cuántas charadas puede contener un chorro de humo de incienso, entre otros olores, en los callejones del Chajón y en el Parque San Sebastián en una tarde de domingo en la primavera antigüeña? 

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domingo, 6 de marzo de 2022

Aromas de temporada

 

Llevo semanas buscándolo.  No aparece en el mercado de flores en la zona 3 de la capital, ni en los puestos de flores frente al Cementerio General, al costado del Calvario de Xela, ni en La Antigua.  Pensé que ahí lo encontraría, y tampoco.

            Entro al mercado buscando frutas, verduras y queso de capas mezclado con chiltepe para comer con tortillas negras doradas al comal. Mi nariz percibe su aroma y de inmediato voy tras él.  Hago rápido las compras y voy a buscarlo.   La mañana avanza rápido. Cada vez hay más gente. Los pasillos de carnicería y marranería resultan estrechos para moverme con mis bultos. La gente va y viene entre las paredes, ambas ocupadas por patojas de traje típico sentadas en el piso, que ofrecen sus canastos con ejote, tomate, limón, aguacate, y las bolsas que mezclan zanahoria y papa picadas con arveja, listas para lanzarse al agua hirviendo y dar sabor al caldo.  Los carniceros gritan ofreciendo lomito, puyazo, lengua, panza o bofe.

            Salgo del tumulto con la nariz revuelta, la mezcla de sangre con desinfectante de lavanda, y llego al sector de las flores.   Está ahí, en todos lados, pero no logro definir de dónde viene.  Me detengo, vuelvo atrás para beber un vaso de agua de coco y limpiarme la boca. 

            Retomo y hablo con la mujer del primer puesto que encuentro.  No vende flores sino candelas: hay blancas y alargadas como un dedo kilométrico para hacer la primera comunión, y gruesas como un cirio para la noche del Sábado de Gloria. También hay chibolas, tetuntes y bultos de todos colores.  No son perfumadas, la cera es su fragancia. Le hablo a la mujer, no reacciona.  Vuelvo a hablarle y no me escucha hasta que un ronquido de ella misma la hace despertar.  Le pregunto si sabe dónde puedo encontrarlo, y bostezando, sin terminar de abrir los ojos, estira el brazo derecho indicándome que siga el pasillo.

            Avanzo y hablo con dos vendedores.   Tienen sobre la mesa un rollo de alambre, tenazas y un bulto gigante de estaticias. Arman tanto ramos pequeños que caben en la palma de una mano, como arreglos tan grandes que deben cargarse con ambos brazos, apoyado contra el pecho.   Hay blancas, lila y rosadas, predomina el morado.  Vuelvo a preguntar y me indican que no tienen, que gire a la derecha y que allí quizás encuentre.  Sigo la indicación, vuelvo a preguntar y tampoco hay.  Vuelven a dirigirme adelante, he recorrido todo el segmento de las flores hasta llegar al mismo punto sin encontrarlo, cuando el olor es cada vez más intenso. 

            Vuelvo a hacer el círculo, más despacio esta vez. Detengo la vista en cada puesto de ventas, lo huelo y no lo veo.   El vendedor que monta los arreglos me mira y sonríe.   Me pregunta si busco corozo y le digo que sí.  Abandona su trabajo y saca, de debajo de su mesa, un pedazo de cartucho de corozo que usa como base para sus arreglos, lo raja con su cuchilla y me lo ofrece.  Lo tomo y el olor me llena los ojos, la nariz y la boca.  Me dice que este año no ha crecido, que los cartuchos son de hace meses y que con el frío que hace este marzo, ve difícil que haya cosecha. 

            Exhalo y bajo la cabeza.  El tipo nota mi tristeza y me ofrece el retazo de cartucho para llevármelo. Pregunto cuánto es, me dice que no es nada, pero al final se lo devuelvo.  No dudo que él le hallará más utilidad que yo. 

             

 


lunes, 7 de febrero de 2022

Una humilde propuesta

 

En estos días volvió a sonar en redes el tema de la Semana Santa en Guatemala y su posibilidad de llevarse a cabo en medio del contexto que venimos viviendo desde hace dos años.   A estas alturas, nadie quiere hablar del tema y todos deseamos pasar la página. También se sabe que hay mucha gente vacunada y que quienes no la han recibido es por decisión propia, conscientes del riesgo vital que esto representa: cada quien se mata con su propia mano. 

            Sin embargo, sigue resultando imprudente la insistencia de las hermandades y grupos coordinadores de las actividades de Semana Santa para llevar a cabo los eventos.  Su postura la justifican con que los bares están llenos de gente bebiendo, las playas rebalsan de bañistas, y los buses y aviones ya funcionan a la capacidad normal.   En los dos primeros casos son acciones de responsabilidad individual, y el último es una actividad comercial, necesaria para que la sociedad funcione.  Y si todos estos negocios han reactivado sus ingresos, ¿por qué ellos no pueden?

            Las procesiones son algo distinto. A pesar de haberme criado en el ambiente cristiano-católico antigüeño, y de que la nostalgia en esas fechas empuja a revivir las actividades de mi infancia,  no puedo pasar por alto que son eventos masivos, pasionales donde, por más que se intente controlar a los participantes dentro del desfile, afuera, en las banquetas, habrá hacinamiento por las ganas acumuladas durante dos años de sequía: veremos familias enteras con niños de pecho y con ancianos, turistas de otros países con cámaras de fotos y turistas nacionales con la cerveza en la mano, muchos de ellos sin mascarilla y ajenos a las disposiciones de los organizadores, quienes serán insuficientes para llamar a la cordura.

            Al final, y dado que estamos hablando de eventos piadosos donde se busca negociar indulgencias a través de  la conexión directa entre el creador y sus fieles, se me ocurre proponer lo siguiente:  Si Cristo fue el primer visitador de enfermos e intercesor por las almas de los desahuciados, y aquí en Guatemala tenemos a la mano el ejemplo del Santo Hermano Pedro, ¿qué tal si, antes de cada turno procesional con capirote, mascarilla, túnica, cinturón y guantes de cucurucho, cada devoto ofrece, en memoria de la pasión de Cristo, un turno en el área covid de los hospitales con gorro, careta, traje impermeable y guantes antisépticos, ayunando durante las mismas seis u ocho horas que caminará escuchando marchas fúnebres y llorando en memoria de los hermanos cargadores fallecidos durante la pandemia?  Sería algo muy grato ante sus ojos. No hace falta ser médico ni especializado en ciencias de la salud.   Vendría bastante bien, en cualquier hospital público del país, la mano de obra para llenar papelería, asear enfermos conectados al respirador, cambiar pañales o empujar camillas, ya sea con pacientes que ingresan o con cadáveres para seguir amontonándolos en las morgues.

            ¿Qué dicen, católicos?

domingo, 11 de julio de 2021

Aire

 

 

El abordaje de la vía aérea ha sido siempre una maniobra de gran apoyo para alcanzar la sobrevida de un buen porcentaje pacientes críticos.  Veinte siglos antes de nuestra era ya existía el concepto. Tanto en casos de obstrucción por cuerpo extraño, deformidad o heridas de guerra, los médicos de Egipto, India y Roma estaban familiarizados con esta práctica.   

            En siglo XVI de nuestra era, los documentos médicos describían dicha maniobra como un “procedimiento escandaloso digno de un carnicero”, hasta que André Vesalius experimentó el abordaje traqueal a los cerdos como un primer intento, y después Trosseau documentó más de doscientas vidas salvadas por traqueostomía en la epidemia de difteria que afectó a Francia a mitad del siglo XIX. El mayor desarrollo vino con las grandes guerras del siglo pasado, y en los años cuarenta Macintosh y Miller patentaron el laringoscopio moderno. Desde entonces, el acceso a la vía aérea y la respiración asistida han sido un pilar en el  manejo de pacientes críticos, y han adquirido una importancia cardinal en la situación actual.

            La progresión natural de la enfermedad en algunos pacientes hace que un número importante de casos no salga adelante a pesar contar con todos los medicamentos, equipos médicos, instalaciones y a pesar de estar en manos de personal capacitado, recurso indispensable y el más faltante de todos.

            Así, las mediciones anatómicas de la laringe y la tráquea para colocar el tubo más adecuado, la conexión al ventilador, los cálculos de volúmenes de oxígeno, el drenaje de flemas y demás secreciones respiratorias, o los análisis para detectar posibles infecciones, que en otros contextos son expectativa de vida, van engordando una bola de nieve que resulta casi imposible evadir según progresa la enfermedad.  La intubación y la respiración asistida dejan de ser una expectativa de vida y parecen convertirse en una premonición inexorable de muerte.    Es remotamente probable que un paciente que “cae” en ventilación mecánica por coronavirus logre desconectarse. El daño pulmonar producido en primera instancia por el virus, luego por la descarga inflamatoria que genera, y por último, debido a las múltiples infecciones que se adquieren en el área de cuidado crítico, así como por los fenómenos trombóticos, hemorrágicos, digestivos y cualquier cantidad de complicaciones, hacen dudar a la hora de decidir si intubar o no al paciente para conectarlo al ventilador.

            ¿Hay que dejarlo ir a la primera?  ¿Es sensato invertir tiempo, recursos y energía en una causa 99 por ciento perdida? ¿Vale la pena limitar los cuidados del paciente al último afeite y al recorte de pelo, o someterlo a una lucha probablemente infructuosa que solo provocará mayores complicaciones hasta recibir, a cambio del pariente que se dejó en la emergencia del hospital, un cadáver irreconocible?

El tubo orotraqueal, otras veces considerado un mástil para aferrarse la vida, parece erguirse como un tiro de gracia a un enfermo desahuciado.

martes, 22 de junio de 2021

Juan Forn: Los pasos perdidos

 

Paso la noche buscando algunas de las muchas columnas memorables de Juan Forn, autor argentino fallecido hace unos días, al tiempo que hojeo un volumen con sus textos cortos publicados cada viernes como contraportadas del diario Página12, que me hacían esperar a que se acabara la semana para volver a leerlo.  Recuerdo la vez que lo conocí en una librería de Buenos Aires, donde todo el mundo lo reconocía, pero nadie lo importunaba; parecían respetar su búsqueda del volumen oculto y empolvado que todos los clientes, e incluso los libreros, pasarían por alto hasta que su olfato pusiera a todo el mundo sobre aviso de lo que, lejos de las novedades y de los más vendidos, valía la pena leer. 

            Rara vez abordaba libros o autores de moda; tampoco buscaba un rasgo sorprendente que dejara con la boca abierta a sus lectores.  En cambio, mostraba el reverso de cada historia.  Imagino cuántas horas pasaba investigando las minucias, los detalles grises de la biografía de los personajes de sus textos semanales.  Su galería era muy amplia: empezó, como aceptación de su pecado original como lector de autores estadounidenses, escribiendo sobre Hemingway, Cheever y los Faulkner (no solo William sino también John, el hermano menor y a la madre de ambos), hasta alumbrar el descubrimiento tardío de una joya oculta como Stoner de John Williams. Tuvo ojos regionales también para narrar el surmenage que Cabrera Infante sufrió trabajando de guionista en Hollywood, para lanzar una nueva mirada sobre Horacio Quiroga, dedicar una necrológica a Idea Vilariño, a los amores clandestinos de Agustín Lara, o llamar la atención sobre Pablo Larraín y los nuevos cineastas chilenos.

            Una enfermedad grave lo hizo poner una pausa y tomar distancia.  Se mudó al mar y abandonó la pluma por un largo tiempo, y volvió sin intenciones de retomar el camino.  Sus publicaciones se hicieron más esporádicas y le nació una curiosidad por las orillas.   Empezó a abordar a poetas chinos rurales que macheteaban a su esposa, pintores japoneses, soldados soviéticos casi anónimos o, como en la última columna que publicó dos días antes de morir, a los guslari, rapsodas yugoslavos sobrevivientes a la guerra de los Balcanes. 

            Su estrategia es enganchar al lector con un dato histórico, en apariencia sin relación con el tema, hasta que, en forma traicionera, conecta, por ejemplo, a la servidumbre del emperador romano con las borracheras de Fitzgerald en los años del jazz, pescando al lector más esquivo a través de una escritura mestiza entre el ensayo, la crítica y el perfil, aderezándola al punto justo, más que cualquier ficción ambiciosa. Muchas veces he dudado si las conexiones que plantea son reales o si nacen de su imaginación.   Tampoco importa: el disfrute de su lectura no pelea con la veracidad.  Forn parece haber adoptado la idea de Bruce Chatwin, a quien no le importaba contar algo real o inventado mientras que le permitiera armar buenas historias. La búsqueda por conectar los vasos comunicantes subterráneos, los pasos perdidos que le guíen hacia encontrar las piedras en la playa, mitad por colmillo lector y mitad por azar.

            Editor generoso, al punto que muchos destacan este oficio suyo por encima del columnista, del traductor y del narrador, describe su inicio en la literatura en “Veneno”, quizás mi favorita entre todas sus columnas (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-192252-2012-04-20.html).  Aquí confiesa haber entendido la literatura desde adentro al comprender que “En el oficio de escribir se aprende rápido que, más útil que tener una musa, es haberla perdido”.

            Pasada la medianoche me encuentro con “Morir es otra cosa”, otra columna suya entrañable. Aquí (https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-120956-2009-03-05.html?fbclid=IwAR330Xf_dBfcXNrAxgfl4VrxMamMwynOLDp3NTltpDeB63r-L95M3IC_tZE) reseña,  otra vez, una rareza inencontrable, de donde toma los pensamientos de una doctora que habla sobre la muerte: “Siempre que sea posible, los pacientes deben morir en un lugar familiar y querido. No deben morir en soledad”.   No dudo que la muerte encontró a Juan así, cerca del mar y acuerpado por la biblioteca que cultivó durante décadas. No puede haber lugar más familiar ni más querido, donde las buenas lecturas amueblan los rincones sin dejar espacio para la soledad ni el vacío, tanto para él, que ya se fue, como para los que permanecemos de este lado.