Las
rodillas son como las amantes recién estrenadas: te llevan de paseo, hacen
deporte contigo, bailan toda la noche y no emiten quejas por un buen
tiempo. Pero apenas dan una señal de alarma hay que cuidarse, pues si se
pasa por alto, se obcecan como yeguas despechadas y no se puede contar más con
ellas. A mí me sucedió.
Siempre
fui muy dado al deporte. En la infancia
y adolescencia practiqué futbol, béisbol, básquetbol, ciclismo y un poco de montañismo. Al
terminar la Universidad vendí mi bicicleta y en la edad adulta perdí el interés por los
deportes de equipo. Así, terminé
practicando únicamente el atletismo, en especial la carrera. Me dediqué a ella en forma completamente
empírica, sin método establecido ni ambiciones de tiempo o distancia. De a poco fui encontrándole el gusto y prolongando
los recorridos hasta llegar a un medio maratón.
Sin embargo, la noche antes de esa primera competencia sentí el foco encenderse en mi rodilla izquierda; lo atribuí al nerviosismo propio de un principiante. Al día siguiente
todo salió bien: completé los 21 kilómetros en menos de dos horas sin
exigirme demasiado. Creí estar en buena
condición física. Descansé una semana
y luego volví a correr distancias cortas, pero no volvió a ser como antes, pues la
rodilla izquierda se quejaba sigilosa y continuamente, y luego también la
derecha. Con los días el dolor aumentó y me impidió correr, limitando a veces incluso mis actividades cotidianas.
Consulté
con varios amigos conocedores del tema, y cada uno sugirió una posible causa
del problema. Uno planteó que mi calzado
era inadecuado; otro dijo que el suelo empedrado de mi ciudad es hostil para el
atletismo y que fuera al gimnasio para fortalecer los muslos, pues esta musculatura es fundamental para un corredor. El tercer experto fue más
lejos al recomendarme abandonar ciertas posturas amatorias que exigen demasiado
a las rodillas. En lo que sí coincidieron todos fue en recomendarme reposo
por al menos un mes.
Con
impaciencia me he acercado al plazo, sin llegar a cumplirlo. Hace dos semanas escalé el volcán de Acatenango con los viejos amigos montañistas. Volví
a sentirme nervioso al comienzo, pero con los minutos calenté las piernas y me
dejé llevar por el sendero hasta
concluir el recorrido, sin dolor. Después
de eso he trotado dos veces en forma ligera, siempre sin molestias. Espero continuar así para volver a kilometrar
distancias largas.
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