Sin padecer ningún pródromo, me
vi poseído por un catarro devastador: fiebre, dolores musculares, náusea e
inapetencia han sido mis acompañantes durante las últimas 24 horas. Por eso salí temprano del trabajo y vine
directo a casa. Comí una manzana —más por ser mediodía que por sentir apetito— y luego
de tomar cuatro pastillas antigripales me tumbé en la cama. Tuve una siesta con
pesadillas febriles: fui perseguido por una turba de gorilas, salté de un edificio
de diez pisos y recibí una paliza con vigas de acero. Me sentía engullido por el mal. Por suerte, una imperiosa necesidad de orinar
me despertó justo antes de que se hiciera de noche y, después de deshacerme de
ella, mi estómago reclamó el almuerzo pendiente. Fui a la cocina y abrí el refrigerador,
haciendo caso omiso de la recomendación de mi abuela: nunca exponerse al frío pues
esto exacerba el resfriado —al igual que ducharse, afeitarse o cortarse las
uñas—. Había allí una olla con ponche de frutas, un plato de lentejas, dos botellas de vino a
medias, y en el fondo, junto al queso mozzarella, encontré lo que buscaba: una
bolsa plástica con forma de torre conteniendo tortillas que yo había guardado
una semana atrás. Se palpaban tiesas y húmedas.
Las saqué con el queso. Al
acercarme a la estufa vi otro paquete con forma de torre, pero este no era una bolsa plástica,
sino una toalla envolviendo más tortillas. Estas, a diferencia de las otras, estaban
tibias y se dejaban moldear con facilidad.
Encendí dos hornillas: en una
coloqué el comal con las tortillas de la bolsa y en la otra la jarrilla de agua
para el té. Mientras las tortillas
recicladas revivían, preparé una del día con una tajada de queso. La saboreé, pero al terminarla preferí no
preparar otra, a pesar de que el hambre
apretaba. Al final valió la pena. Es incomparable
el placer de comer tortillas viejas tras
tostarlas sobre un comal. Después de
encogerse y perder su forma circular,
adquieren una textura que se disfruta con cada mordisco, además de un
dejo dulzón que no brindan las tortillas frescas. Y ni hablar del queso
derretido en su interior; eso es un deleite aparte.
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